2019-09-19

Los hijos de las tinieblas



25º Domingo Ordinario - C


Lecturas:
Amós 8, 4-7
Salmo 112
Timoteo 2, 1-8
Lucas 16, 1-13

Homilía


Las lecturas de este domingo no son fáciles. No es porque no las entendamos: todas ellas nos muestran realidades muy conocidas, tristemente. Vemos que la usura, la codicia, la explotación del pobre, la corrupción de los poderosos y el fraude no son algo de hoy, sino lacras tan antiguas como la humanidad. Si creemos que hoy vivimos en el peor de los mundos, deberíamos leer a los profetas de la Biblia y veríamos que todos los males de los que nos quejamos eran el pan de cada día también entonces. Y lo que es peor, la pobreza flagrante no afectaba a una parte más o menos pequeña de la población, sino a la inmensa mayoría.

Los profetas, como Amós, dirigieron palabras muy duras a los ricos y poderosos, que se aprovechaban de la ignorancia de los pobres para exprimirles hasta la última moneda. Después, los hacían dependientes de su limosna y terminaban esclavizándolos. ¿Nos resuena todo esto, hoy?

San Pablo en su epístola a Timoteo eleva una oración por los gobernantes, «para que podamos llevar una vida tranquila y sosegada, con toda piedad y respeto». ¿No es esto lo que hoy desearíamos? Todos querríamos pedir a nuestros políticos y autoridades que, en vez de enriquecerse a costa de los ciudadanos y perder el tiempo en disputas, fueran buenos administradores y nos dejaran vivir en paz, respetando nuestra libertad, nuestra iniciativa, nuestra dignidad. Desearíamos que los políticos promovieran la concordia, y no la ruptura social; la tolerancia, y no el odio; la libertad, y no la sumisión a sus doctrinas. Desearíamos que promovieran la humanidad plena, incluyendo su dimensión espiritual y sus aspiraciones más nobles, y no la robotización y la mercantilización de la persona. Desearíamos que nos considerasen como a personas con capacidad de pensar y elegir, no como a niños ignorantes y dependientes, como meros consumidores o piezas que contribuyen al engranaje del sistema; o aún peor, como números de votos para auparlos en el poder.

Sí, san Pablo y los profetas nos colocan ante la realidad de los malos gobernantes, que quieren someter a la sociedad para lucrarse y mantenerse en el poder. Ya vemos que el mundo no ha cambiado tanto… Jesús vino, predicó y actuó. Resucitó y nos abrió las puertas a una vida nueva y eterna, pero el mundo todavía necesita convertirse. Porque, en realidad, cada persona que nace, cada nueva generación humana, necesita la conversión. La misión de la Iglesia no acaba nunca, porque todos tenemos que nacer de nuevo. A veces, los mismos cristianos necesitamos re-convertirnos.

Jesús no fue un idealista ingenuo. En la parábola que leemos hoy nos sorprende elogiando la astucia de los hijos de las tinieblas. Los que manejan los hilos del mundo para esclavizar a la humanidad son inteligentes. ¡Cómo saben engañar! ¡Cómo nos seducen con sus discursos benévolos, llenos de palabras prometedoras! Libertad, desarrollo humano, bienestar, seguridad, salud, diversión, deseos satisfechos, sueños cumplidos… ¡Cuánto saben los hijos de la oscuridad! En cambio, los hijos de la luz, que tenemos una noticia impresionante que dar, un mensaje que puede cambiar el mundo y transformar nuestra vida de arriba abajo, un amor infinito que supera todos los poderes del mundo… ¿Qué hacemos? Parece que estamos un poco dormidos, atontados o, lo que es peor, desanimados. Porque los medios con los que cuenta el poder son grandes: el exceso de información y las malas noticias nos abruman para que pensemos con espanto que vivimos en un mundo cruel y no tenemos nada que hacer.

Siempre hay algo que hacer. Jesús nos invita a ser buenos, y a la vez astutos. La bondad no está reñida con la inteligencia. En realidad, lo más humano, por excelencia, es la unión de todas estas facultades del alma: tanto el amor como la razón, tanto la ternura como la sagacidad, tanto la empatía como el discernimiento. No podemos decir sí a todo, ni dejarnos arrastrar por la  corriente que nos lleva al abismo. No podemos ceder a las ideologías que quieren deshumanizarnos y que niegan nuestra naturaleza. Pero siempre hemos de decir sí a la persona, sí al otro. No estamos programados fatalmente. Hay un alma infinita dentro de cada uno de nosotros, capaz de amar y de hacer el bien. Nunca perdamos la esperanza, y trabajemos con toda nuestra inteligencia y creatividad. 

2019-09-12

Un Dios paciente

24º Domingo Ordinario - C

Lecturas:
Éxodo 32, 7-14
Salmo 50
Timoteo 1, 12-17
Lucas 15, 1-32

Homilía

Las lecturas de este domingo nos muestran tres rupturas. Tres modos de rebeldía o rechazo a Dios. Y, al mismo tiempo, nos muestran también la respuesta de Dios. Lejos de enojarse o de castigar, busca la reconciliación con el hombre y se alegra cuando este regresa a él.

Hay una ruptura que vemos en el Éxodo, cuando el pueblo de Israel se cansa de esperar a Moisés, que está en el monte, y fabrica un becerro de oro para adorarlo. Esta ruptura es la idolatría, es decir: dar culto como si fuera Dios a otras cosas que no lo son. Todos podemos tener nuestros becerros de oro: el trabajo, el dinero, la buena fama, una afición o una adicción, nuestras ideas, nuestro partido, incluso nuestra familia, cuando no sabemos tener unas relaciones sanas y equilibradas. No vemos al Dios invisible y necesitamos adorar cosas palpables y visibles, cosas a las que nos apegamos y rendimos culto. ¿cuál es el problema de la idolatría? Que todo eso a lo que adoramos, sin saberlo, nos está robando lo mejor de nuestras fuerzas y energía. Nos está robando la vida, a cambio de satisfacciones efímeras y falsas. A veces, incluso nos provoca más sufrimiento. Los ídolos, a diferencia de Dios, piden mucho y dan muy poco.

Otra ruptura con Dios es muy propia del hombre moderno. Es la actitud arrogante, perseguidora e insolente. Así se define San Pablo a sí mismo en la segunda lectura. Queriendo ser un perfecto creyente, cumplidor de la Ley de Moisés, se convirtió en enemigo de Dios. Pero Jesús se dejó perseguir, se dejó alcanzar… y Pablo quedó cautivado por ese amor incondicional. Cuando Pablo experimentó el amor de Cristo, incluso hacia quienes lo perseguían, como él, todos sus esquemas mentales se derrumbaron y nació un hombre nuevo.

Jesús en el evangelio responde a quienes lo critican por codearse con los pecadores. Entonces relata una de las parábolas más bellas y profundas: la del padre de dos hermanos, o el hijo pródigo. Esta parábola es un retrato de cómo es Dios Padre.

Este retrato nos muestra una imagen revolucionaria de Dios. No es un Dios castigador. No es un Dios controlador. No obliga ni fuerza a nada, ni siquiera a hacer el bien. No coarta la libertad de sus hijos, aunque la utilicen mal. Lo da todo y no cierra ninguna puerta, ni para salir ni para entrar. Cuando los hijos se alejan, espera y no se cansa. Cuando regresan, lejos de echarles una reprimenda o darles una lección, ¡celebra una fiesta! ¿Cómo trata el padre a su hijo pequeño? Como a un rey. ¿Cómo nos trata Dios a nosotros, cuando volvemos arrepentidos a sus brazos? Como a reyes. No nos humilla ni nos castiga, sino que nos dignifica y nos llena de gozo. Ese gozo de la salvación que tan bien describe el salmo 50…

Este Dios magnánimo y perdonador, este pastor que va a buscar la oveja perdida dejando a las otras en el redil, ¿no es asombroso? Quizás a muchos, en el fondo, les indigne y se resistan a creer en él. Hay muchos hermanos mayores que, como san Pablo antes de convertirse, se creen perfectos creyentes y cumplidores y no aceptan a los diferentes. Hay muchos cristianos de corazón duro que cierran sus puertas a los alejados y no reciben a los que quieren acercarse. Si la Iglesia no se muestra madre, como el padre pródigo, ¿qué hará?

Todos nosotros somos idólatras, arrogantes y un poco perdidos o pródigos. También somos orgullosos y duros, como el hermano mayor de la parábola. Jesús hoy nos invita a cambiar y a ser como Moisés, que pidió misericordia para su pueblo. Como Pablo, convertido por el amor y la paciencia de Dios, apóstol entusiasta. Como el hijo menor, humilde para aceptar el perdón y la acogida de su padre. Pero, sobre todo, nos anima a ser como él, pastor valiente que va a buscar a la oveja perdida, y como el Padre, que ama a todos y olvida todas las ofensas.

2019-09-06

Una petición... ¿imposible?



23º Domingo Ordinario - C

Lecturas
Sabiduría 9, 13-18
Salmo 89
Filemón 9b-10. 12-17
Lucas 14, 25-33

Homilía

Las lecturas de hoy son inquietantes. La primera, del libro de la Sabiduría, nos habla del misterio insondable de Dios. ¿Cómo podemos conocerlo? ¿Cómo saber lo que piensa, lo que quiere, qué planes tiene? Finalmente, el poeta y autor de este libro reconoce que, sin ayuda del Espíritu Santo, la mente humana es demasiado estrecha para comprender los designios de Dios. ¿Cómo comprender el infinito con nuestra pequeña inteligencia limitada? Basta abrazar el misterio y abrirse a su gracia. Así Dios, poco a poco, nos dará luz.

También el salmo 89 pide sabiduría para comprender el misterio de la vida. Deberíamos recordar cada día nuestra naturaleza, tan frágil y efímera. Ser conscientes de nuestra pequeñez y mortalidad nos ayuda a vivir con más sabiduría, serenidad y agradecimiento. Porque, finalmente, no somos dueños de nuestra vida y el solo hecho de existir ya es un milagro por el que dar gracias. Quien vive agradecido se abre a una dimensión mucho más profunda y hermosa de la vida.

Misterio, mortalidad… Todo son temas que nos fascinan y nos inquietan, y muchas veces preferimos dejarlos de lado. Pero son el evangelio y la carta de san Pablo los que, hoy, nos proponen algo mucho más concreto e incómodo. Parece que tanto Jesús como Pablo están pidiendo algo imposible. ¿Qué es?

Pablo, desde la cárcel en Roma, sigue evangelizando. Allí ha conocido a un esclavo fugitivo que se ha hecho cristiano. Pablo decide enviárselo a su antiguo dueño, también cristiano, con un mensaje suyo. Si ya es difícil que el esclavo quiera volver… ¡imaginad la petición de Pablo al amo! Le pide que lo reciba, pero ya no como esclavo sino como hermano en Cristo. Se acabaron los vínculos de esclavitud y posesión: todos somos iguales ante Dios y entre nosotros. Las relaciones humanas ya no son de poder de unos sobre otros, sino de fraternidad, de amor. Pocos textos como este son tan revolucionarios y promotores de la igualdad.

Pero veamos qué pide Jesús. Aún parece más exigente que Pablo. «Si alguno viene a mí y no pospone a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío.»

Renunciar al poder y a la posesión de unos sobre otros es difícil, empezando por las familias y siguiendo por los grupos, asociaciones, comunidades, parroquias… Allí donde hay un grupo humano tienden a surgir luchas y competiciones por ver quién manda más, quién influye más, quién es más importante. Jesús, en el evangelio de hoy, nos pide renunciar a lo que más duele, porque estamos apegados a ello. ¿Nos está obligando Jesús a abandonar a nuestra familia? No. En primer lugar, no obliga. Se está dirigiendo a quienes queremos seguirlo. Si no queremos, podemos continuar como estábamos. Pero si de verdad queremos seguir sus pasos, él nos avisa: tendréis que cambiar de prioridades.

¿Hay que desprenderse de los seres queridos? Tampoco dice eso. Jesús nos está diciendo que lo primero, antes que nada, ni nadie, es él.  Después vienen los familiares, y el resto de cosas. También van después nuestras preferencias, ideas e intereses (el yo mismo).

Imaginad una rueda con muchos radios. Si no tuviera un eje bien puesto, los radios se soltarían cada uno por su lado, la rueda saldría rodando sin control y acabaría cayendo. No llegaría muy lejos. Nuestra vida es como una rueda: los radios son todas las relaciones que establecemos con los demás, nuestra familia, nuestro trabajo, nuestros gustos y aficiones. Pero el eje es Cristo. Si él está en el centro, todo se coloca en su lugar, queda bien firme y la rueda avanza. Cristo es el eje que da unidad y coherencia a nuestra vida, y nos permite seguir el camino que él nos propone. Cristo en medio nos permitirá amar mejor a nuestros cónyuges, padres, hijos y hermanos. Nos permitirá trabajar con pasión y responsabilidad. Nos ayudará a afrontar cualquier situación de la vida. Si no lo ponemos a él como prioridad número uno, nos dispersaremos entre mil cosas y no alcanzaremos la meta, que es llegar a los brazos de Dios Padre, viviendo en plenitud su reino.

«Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío», añade Jesús. ¿Qué es la cruz? Cada cual tiene la suya: es esa carga formada por nuestra herencia familiar, social, histórica, por nuestra genética, por nuestras circunstancias limitantes, por lo que nos toca vivir. Es una cruz que no hemos elegido y nos viene impuesta. Hagamos lo que hagamos, siempre la tendremos ahí. Jesús no nos dice que la arrojemos a un lado, o que la ignoremos. Nos dice que la carguemos, es decir, que la asumamos, aceptándola, pero sin dejarnos bloquear por ella. Echar todo ese fardo a la espalda, como hizo él con el pesado madero, y seguirlo con libertad y alegría. No hay cruz que nos pueda impedir seguir a Jesús, si queremos.

En el fondo, el mensaje de Jesús es liberador. Porque él nos ayuda a relativizar las cosas que nos agobian, él nos ayuda a llevar la carga de la cruz, él nos da fuerzas y lucidez para afrontar todas las situaciones que no podemos evitar. Y, al mismo tiempo, nos ofrece un camino de libertad lleno de sorpresas inesperadas. Seguir a Jesús no es una pesada obligación, sino una aventura. Recordemos aquellas palabras suyas: «Sed mansos y humildes de corazón y aprended de mí, pues mi carga es suave y mi yugo ligero».