2011-04-30

De la incredulidad a la fe


2 Domingo de Pascua - Ciclo A
Evangelio: Jn 20 19-31
El evangelio de hoy tiene dos partes. En la primera se nos relata la aparición de Jesús resucitado a los discípulos, en el cenáculo, estando Tomás ausente.  En la segunda, se narra otra aparición a los discípulos, con Tomás.
Todos aseguran a Tomás que han visto al Señor, pero él insiste en no creer si no lo ve ni lo toca. Los discípulos que han visto intentan convencer a su compañero con fuerza: han visto al Señor. Así, se convierten en apóstoles de Tomás, ya que le comunican la buena noticia de la resurrección, pero él sigue sin creer.

Paz a vosotros

Después de la muerte de Jesús, sus discípulos quedan desolados y desconcertados, tienen miedo y se esconden. Están inseguros y tristes, encerrados en sí mismos, faltos de toda esperanza. Han perdido el faro que los iluminaba. También han perdido la paz y todas sus ilusiones en los proyectos de su Maestro. La noche se acerca y la oscuridad y el desasosiego invade sus corazones.
Es el primer día de la semana, y permanecen recluidos en la casa. De pronto, se les aparece Jesús. Entra y se pone en medio de ellos, y les dice: “Paz a vosotros”. Son las primeras palabras que les dirige, el saludo hebreo Shalom, que significa paz. Sabe que esos hombres desorientados necesitan recibir de su Maestro la paz del resucitado. Pero el deseo de paz no es  suficiente. Tiene que demostrarles que no es un fantasma ni un espejismo fruto del miedo, que su presencia es real; que lo que están viendo es cierto. Y les enseña los agujeros de las manos y el costado. Son las pruebas de que es él, Jesús, él mismo.
Allí, vivo en medio de ellos, les muestra las marcas del dolor, del desgarro, del sufrimiento. Son las pruebas fehacientes de que todo es verdad. Jesús no sólo está vivo: está resucitado.

Brota la semilla de la Iglesia

Ellos se llenan de alegría al ver al Señor. Al ver las marcas de Jesús histórico, de su agonía y su muerte, los discípulos empiezan a despertar del letargo, sacudiéndose el miedo. Ya vuelven a estar juntos, con su Maestro y amigo. La oscura noche da paso a la alborada de la fe. Del miedo y la desconfianza pasan a la esperanza y a la alegría. Los discípulos están contentos, han visto al Señor. Sus vidas cambian totalmente.
La experiencia del encuentro con el resucitado los marcará para siempre. En esos momentos, comienzan a nacer a una vida nueva. Brota el germen de lo que será la futura Iglesia, fundamentada sobre el pilar de la resurrección de Jesús.

El ímpetu de los apóstoles

No habría vocación, ni misión, ni Iglesia, sin una adhesión total a la persona de Jesús resucitado. Los discípulos sienten esa certeza en el corazón, con todas sus fuerzas. La intrepidez de los primeros apóstoles sacude la historia como un maremoto. El empuje que reciben a partir de esta experiencia llega hasta nosotros, con todo su ímpetu.
Una vez serenos, llenos de alegría e invadidos con la paz del resucitado, Jesús exhala su aliento sobre los discípulos y les regala su Espíritu Santo. Al mismo tiempo, los llama a una gran misión: convertirse en ministros del perdón y de la misericordia. Les da la autoridad de conducir las almas perdidas, para que nadie quede fuera del rebaño de Cristo. Jesús no solo da a sus apóstoles la paz y la alegría, también les otorga la fuerza de su aliento, el fuego de su amor. Con la resurrección de Jesús, se recrea el universo. También nuestras vidas se transformarán hasta llegar a engendrar un nuevo Cristo en cada uno de nosotros. Somos los bautizados de la nueva creación, que es la Iglesia.

En el cenáculo, con Tomás

En la segunda parte del texto vemos cómo los discípulos explican a Tomás que han visto al Señor. Hablan, llenos de alegría, ante un Tomás perplejo e incrédulo. Aún no le ha llegado el momento definitivo, sigue  en la noche oscura de su fe. Camina sin rumbo porque todavía no ha vivido la gran experiencia que han tenido sus compañeros. Solo y apesadumbrado, sin orientación, avanza hacia ninguna parte porque no ha estado presente en el primer encuentro de Jesús con sus discípulos.
A los ocho días, se reúnen todos de nuevo y, esta vez, Tomás está con ellos. Sus compañeros ya no tienen miedo, pero él sí. Y no sólo teme, sino que se cierra a creer. La duda se ha apoderado de él. A pesar de todo está allí, en el cenáculo. Es entonces, con las puertas cerradas, cuando Jesús se les aparece de nuevo. Les vuelve a dar la paz, también a él, y le dice: “Trae tu dedo, aquí tienes mis manos, trae tu mano, aquí tienes mi costado”.

La claridad de la fe

Jesús sabe que Tomás necesita un revulsivo mayor. Tocar las llagas de Jesús es la evidencia clara de su resurrección. Está allí, vivo, hablando con él. Jesús hace que Tomás palpe el dolor más hondo de su corazón, latiendo con nueva vida. Es la señal más clara de su amor, que rebasa el sufrimiento. La incredulidad de Tomás se convierte en fe: “¡Señor mío y Dios mío!”, exclama. En sus palabras hay una cierta connotación de pena y de disculpa pero, a la vez, una enorme claridad. Tomás hace una declaración de fe. Cuando la luz del resucitado penetra en su ser las dudas quedan totalmente disipadas.
También Tomás se convertirá en otro apóstol de la buena noticia de la resurrección. Ya no está perdido, como sus amigos, que participan de la luz de la fe. Se sienten más vivos que nunca. Han recuperado la esperanza, la fe y la alegría de su Maestro, pero ahora resucitado. Con esta fuerza interior, todos convencidos y a una, anunciarán su resurrección y la extenderán por todos los lugares de la tierra. Esa noticia barrerá el mundo, como un huracán, y llegará hasta un día como hoy, en que los cristianos revivimos en comunidad la gran experiencia de la resurrección.  En cada eucaristía que celebramos, estamos asistiendo a la resurrección de Cristo y recibiendo el mismo Espíritu que sopló sobre sus discípulos.
Y, como ellos, tenemos una misión: comunicar con vigor misionero a todos los que tenemos alrededor que también nosotros somos partícipes de este gran acontecimiento.

2011-04-23

Resurrección

Domingo de Pascua - Ciclo A

Evangelio: Jn 20, 1-9
La resurrección de Cristo es la fiesta por excelencia de la vida cristiana. Sin este acontecimiento, no se entendería la vida de la Iglesia y el sentido de nuestro ser cristiano. Como dice San Pablo, “si Cristo no hubiera resucitado, ¡vana sería nuestra fe!”. El encuentro con el resucitado marca nuestra forma de vivir y estar en el mundo, de una manera trascendida.

La fe alumbra en la tiniebla

El evangelio de San Juan nos relata cómo María Magdalena sale al amanecer, cuando todavía es de noche, hacia el sepulcro. Su gesto es simbólico de una fe que, aún a oscuras, alienta esperanza. María Magdalena ya ha vivido una experiencia de resurrección íntima cuando se encontró con Jesús y él la rescató de las esclavitudes de su vida anterior. En su corazón alberga una última esperanza y una certeza: su Maestro no puede morir definitivamente. De aquí que, apresurada, se acerque al sepulcro al romper el alba.
Ante el sepulcro vacío, brotan sentimientos diversos: alarma, sorpresa, desolación… ¿Dónde está el Maestro? Poco a poco, la esperanza va creciendo en su interior, y María va corriendo a comunicarlo a los discípulos. En especial, se dirige a Pedro, pues reconoce su liderazgo en el grupo y busca en él confirmación de este hecho perturbador.

La autoridad confirma la fe

Pedro y Juan, el discípulo amado del Señor, corren al sepulcro. Juan, que corre más aprisa, también reconoce la autoridad de Pedro y, conteniendo su natural curiosidad e impaciencia, no entra en el sepulcro y aguarda a que él llegue. Entonces, ven que realmente el sudario está en el suelo y la tumba vacía. Jesús no está allí. Para el judío, un sepulcro vacío significa algo más que simple ausencia; es un anticipo y una primera prueba de la resurrección.
Juan, narrador del evangelio, nos cuenta que entró, vio y creyó. Es entonces cuando comprenden las Sagradas Escrituras y muchas palabras y alusiones de Jesús a su muerte y resurrección.
En este pasaje, Pedro representa el Papado, la tradición y el Magisterio de la Iglesia. Juan es el teólogo, con una viva experiencia de Dios, pero que espera, humilde, la confirmación de la autoridad. De alguna manera, esta lectura nos hace pensar que los cristianos no podemos ir inventando teologías particulares, o haciendo lecturas un tanto subjetivas de las escrituras. Es importante atenernos a los hechos y a la tradición y enseñanzas de la Iglesia, que están fundamentadas sólidamente en estos primeros testimonios, cercanos a Jesús. Muchas personas utilizan la Biblia para extraer teorías subjetivas y originales, quizás un poco ligeramente. No olvidemos que estamos hablando de una experiencia que nos sobrepasa y que va más allá de nuestras elucubraciones. Este episodio evangélico nos muestra la importancia de la comunión y de reconocer unas verdades inmutables que los cristianos coherentes no podemos cuestionar, como el hecho de la resurrección.

Vivir la resurrección, hoy

Nosotros, los cristianos de hoy, no somos testigos oculares de primera mano; no hemos vivido la experiencia de los primeros apóstoles ni hemos escuchado su testimonio, como los cristianos de las primeras comunidades. Pero sí hemos heredado esa vivencia y hemos recibido el mismo don que ellos: la gracia, el don sobrenatural de la fe. San Pablo tampoco fue un testigo directo de la resurrección y no conoció a Jesús de la misma manera que los Doce discípulos, pero su vivencia fue extraordinariamente honda y sincera. ¡Cuánto hizo, y cuán lejos llegó, movido por la fe!
Hoy, participar de la eucaristía nos hace testigos de la muerte y resurrección de Jesús. Comulgando, Jesús se hace presente entre nosotros y dentro de nuestro ser. Rompe las barreras entre el pasado y el porvenir, y entre el tú y el yo. El Resucitado está presente ayer, hoy y siempre; abraza todos los tiempos y todos los lugares. Así lo dice San Pablo: “vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”. Cada vez que acudimos a misa estamos asistiendo al acontecimiento pascual y recibiendo el Espíritu Santo que alentó a los apóstoles.

Las mujeres, las primeras

No deja de ser significativo que, en una cultura que marginaba a las mujeres y las relegaba a una posición socialmente inferior, la figura de la mujer aparezca en primer lugar en un hecho tan fundamental de nuestra fe.
Jesús se aparece, antes que a nadie, a las mujeres. Ellas fueron las únicas que no lo abandonaron en su pasión. Con Juan, estuvieron al pie de la cruz. Ahora, son ellas las primeras en recibir la gran noticia de su resurrección. Esto tiene enormes consecuencias de tipo pastoral, social y cultural. La mujer tiene una sensibilidad espiritual muy profunda para captar situaciones importantes. Las mujeres se convierten en apóstolas de los apóstoles. Su actitud y su valentía son un referente para las mujeres cristianas de hoy.

Comunicar la mayor de las noticias

Hoy, domingo de Pascua, celebramos que hemos recibido la mayor de las noticias. Frente a un mundo convulso y desconcertado, donde los medios de comunicación se nutren de desgracias y catástrofes, la noticia pascual nos ha de llenar de gozo y alegría. Tenemos suficientes motivos para ser felices y no hundirnos por el desánimo ni la indiferencia. Los cristianos no podemos rendirnos ante la avalancha de  malas noticias. Hemos de ser comunicadores de la alegría del resucitado. Como cirios pascuales, hemos de esparcir luz y alegría en el mundo. La alegría es una cualidad esencial y constitutiva del cristiano. Nos habla de la fuerza del amor, que vence la muerte y todas las tribulaciones. Nada ni nadie nos puede arrebatar esta alegría. Cristo vive, hoy y para siempre, en nosotros.

2011-04-16

Domingo de Ramos

Ciclo A

Pasión según San Mateo

Un relato que toca a nuestras vidas

La narración de la Pasión estremece al lector. Contemplamos la puesta en escena de un proceso largamente maquinado contra Jesús. El hombre justo, que pasó su vida haciendo el bien, recibe al final toda clase de vejaciones y crueldades.  El bien que derrochó a manos llenas se ve correspondido con el rechazo, la burla y la condena a muerte. El autor no ahorra detalles que ponen de manifiesto lo absurdo de su muerte y, al mismo tiempo, el total abandono de Jesús a la voluntad de Dios. Ante este relato, no podemos permanecer indiferentes. Son muchos los momentos de la Pasión que han de resonar en nuestras vidas.

El beso de Judas

Antes de morir, Jesús reúne a los suyos en una cena y les transmite su legado espiritual. Pero ya en esos momentos de intimidad, la sombra del mal acecha y se manifiesta. Jesús anuncia la traición de Judas y presiente la negación, la soledad, la burla y su penoso camino hacia el Calvario.
Cuando lo vienen a prender, en el huerto de los olivos, y Judas lo besa, Jesús lo recibe con estas palabras: “Amigo, ¿a qué vienes?”. Es una cruel paradoja que Judas utilice una expresión de cariño, el beso, como contraseña para identificar a Jesús y ordenar que lo prendan. Este gesto nos hace pensar: ¿cuántas veces las manifestaciones de ternura son auténticas o, por el contrario, no responden a lo que siente el corazón?

Dios padece y muere con los que sufren

La Pasión de Jesús nos lleva inevitablemente a meditar sobre los males que asolan el mundo y sobre la presencia de Dios. ¿Qué hace Dios, cuando la humanidad sufre tanto? La respuesta es la misma persona de Jesús.
Dios ama tanto al hombre que se hace como él, hasta el punto de ponerse contra sí mismo. Es decir, por un infinito respeto a la libertad humana, Dios renuncia a su poder, incluso al poder sobre el mal, y acepta ser víctima de ese mal. El ofrece su amor, pero acepta que el hombre lo rechace. Así, se sitúa al lado de todos los que sufren injustamente, heridos por la iniquidad del mal. En medio de las desgracias y los males del mundo, Dios está allí, crucificado, maltratado y tendido con los que sufren y mueren.

La causa de la Pasión

Veamos la Pasión desde otra perspectiva. ¿Hemos pensado alguna vez que nosotros podemos ser causantes de pasión y sufrimiento a los demás? Hoy vemos que mucha gente sufre en el mundo: desde niños maltratados y abusados, personas solas, ancianos, marginados, indigentes sin techo… Cuando apartamos a Dios de nuestras vidas, el mal se adueña de todo y causa estragos. Es el rechazo a Dios lo que provoca tanto dolor, y él se coloca al lado de las víctimas. Ellas son, hoy, el rostro de Cristo sufriente, que nos impacta durante las celebraciones de Semana Santa.
Se suelen hacer lecturas sociológicas y políticas sobre la Pasión de Cristo. Pero, más allá de estas visiones, hemos de ahondar en nuestras propias actitudes. A veces, nosotros mismos somos causa de dolor para familiares, amigos, vecinos o personas conocidas. Cuántas veces, por tonterías o frivolidades, generamos problemas absurdos que hacen sufrir a los demás.  Cada día se dan en el mundo muchas pequeñas pasiones: las que inflingimos a causa de nuestro egoísmo.

Vivir en propia carne la pasión

Durante estos días participaremos en eucaristías, vía crucis, procesiones… Las imágenes que contemplaremos nos han de hacer pensar y han de ser un revulsivo que cambie nuestra actitud ante el dolor. No podemos permanecer indiferentes ante el que sufre. Las celebraciones de la Pasión no son un mero recordatorio de un hecho histórico, sino una actualización viva de la muerte y resurrección de Jesús. Los cristianos hemos de ser valientes para asumir, si es necesario, el sufrimiento por amor. Nuestra cruz es todo el lastre y el peso que asumiremos, voluntariamente, como consecuencia de nuestro amar. Entonces estaremos haciendo viva y real la pasión de Cristo en nuestras vidas.

La pasión interior, más dolorosa

Detrás de la muerte de Jesús vemos traición, cobardía, intrigas por el poder, falsedad y engaño. El juicio que se celebra contra él es irregular, forzado y lleno de defectos legales.  El mismo Pilatos, sin ser hombre sensible, se resiste a condenarlo pues ve su inocencia con claridad innegable. Más duro que el desgarro físico, el gran dolor de Jesús es la traición de su amigo y el abandono de los suyos. Escapan y lo dejan solo ante sus enemigos. Estos, se burlan de él y de su amor a Dios, retándolo con mordacidad. Si Dios lo ama tanto, ¿cómo es que lo abandona de esta manera, permitiendo que sea condenado y sufra? El componente psíquico y moral de la pasión es tan hiriente o más que las torturas.

La docilidad de Jesús

Pero hay otro aspecto de la Pasión aún más trascendente que el puro dolor. Dios es capaz de sufrir a manos de la criatura que ama. Jesús, totalmente dócil al Padre, acepta este sufrimiento.
Ante tamaña injusticia, huir, resistirse o defenderse son actitudes muy humanas. Pero Jesús adopta la actitud de Dios, y es aquí donde se manifiesta de forma más sobrecogedora su íntima unión. Asume el mal, lo acepta, cae bajo su crueldad y muere perdonando a sus verdugos.
La docilidad de Jesús no es una llamada a ser pasivos ante los males del mundo, pero sí nos enseña a tener la mirada puesta en Dios, para seguir su voluntad. Nos anima a contemplar los padecimientos con ojos trascendidos y confiando en la fuerza del amor. En esta Semana Santa, que iniciamos con la entrada de Jesús en Jerusalén, ojalá seamos capaces de mirar a Cristo desde su sufrimiento y nos identifiquemos con él. Ojalá nos llegue su fortaleza interior, su fidelidad al Padre hasta el último momento. Sólo así comprenderemos que la muerte, finalmente, no tiene la última palabra. Sólo así llegaremos a vivir una auténtica Pascua.

2011-04-06

Una llamada a vivir la vida de Dios


5 domingo de cuaresma -A-
Evangelio: Jn 10, 31-42

Los amigos de Jesús

En su itinerario misionero, además de anunciar con gozo la Buena Nueva, Jesús va creando a su alrededor grupos de amigos buenos y fieles, como los de Betania. Son personas que se encuentra en su camino y con las que establece unos vínculos de profunda amistad. Lázaro, Marta y María, ocupan un lugar importante en el corazón de Jesús.

El evangelista nos narra una bella historia de Jesús con los amigos de Betania. En la narración se puede intuir el grado de estima que se tenían entre ellos. El autor sagrado nos dice que Jesús amaba a los tres hermanos, tanto es así que aparece profundamente apenado por la muerte de Lázaro y por tres veces el texto nos dice que sollozó. Conmovido, Jesús llora por su amigo. Los lazos de su amistad con él y sus hermanas son muy fuertes.

El dolor ante la muerte

Estas escenas de duelo son situaciones que se dan en la vida. Todos hemos vivido el dolor y la pena por la muerte de algún ser querido, en nuestros círculos de familiares o amigos. Cuando alguien a quien amábamos se muere, seguramente hemos sentido un profundo desasosiego. La muerte nos impacta de tal manera que no nos deja indiferentes ante el sufrimiento del amigo. Aunque silenciosa, siempre está cerca de nosotros.

Las hermanas de Lázaro mandan un recado a Jesús para que se desplace a Betania porque su hermano está enfermo. Jesús, entonces, afirma algo contundente: la enfermedad de Lázaro no acabará con su muerte. Recordemos que el evangelio nos ha narrado recientemente cómo Jesús daba luz a un ciego de nacimiento, otorgándole el don de la vista.

Esta vez el reto es mayor: devolver la vida a Lázaro. El texto recalca que Jesús amaba a Lázaro, y creo que aquí está la clave del milagro: el amor. El amor nos hace vivir de una manera trascendida resucitada. Para la samaritana de Sicar, Jesús es el agua viva; para el ciego de nacimiento es la luz, y para Lázaro y sus hermanas es la resurrección.

Jesús tardó cuatro días en llegar, cuando Lázaro ya estaba enterrado. María corre desconsolada al encuentro de su amigo y, como es normal, le reprocha que no haya estado con ellos. Marta tiene confianza en Jesús y se atreve a decirle que su hermano no hubiera muerto si él hubiese estado con ellos.

Jesús y Marta: aprender a confiar

En Marta intuimos un aprecio y una profunda confianza hacia Jesús. Tiene la certeza de que lo que le pida le será concedido, por el profundo vínculo que los une. Jesús dice a Marta: Tú hermano resucitará. Este diálogo lleno de confianza y fe les llevará al milagro.

Sólo cuando tenemos total confianza y abandono en aquel que nos ama se produce el gran milagro de sentirse vivo. Este momento nos hace vibrar de tal manera que nos hace vivir, ya aquí, la eternidad. Cuando uno ama de verdad se siente renacer de nuevo en la persona amada. Podríamos decir que cuando hay amor auténtico, se está viviendo aquí y ahora la vida eterna. Estamos preludiando la resurrección.

El rico diálogo entre Jesús y Marta culmina en la gran afirmación que hoy repetimos en el Credo. Jesús es la resurrección y la vida. “¿Crees esto?”, pregunta Jesús a Marta. Marta responde con una proclamación de su fe. “Sí, creo”.

Salir afuera: resucitar es también liberarse

Solo cuando creemos en Jesús nos puede devolver la vida, aquella que un día perdimos porque nos alejamos de él. Solo si creemos en su amor infinito él, con su potestad divina, con todas sus fuerzas nos dirá: Salid afuera. Salid de vosotros mismos, de las cadenas que os atan, de la penumbra que oscurece vuestra vida. Él nos desatará y nos librará de todo aquello que nos esclaviza y no nos deja vivir según Dios.

Abramos nuestras vidas a aquella voz potente que nos grita con fuerza que salgamos de nuestro escondite, de la apatía y del egoísmo. Jesús nos dice, con voz recia, que salgamos afuera y que vayamos a él. Él es la auténtica vida y lo puede todo.

Nunca es tarde para Dios

Muchos dudaban, pero Marta creía en Jesús. Para él nada está perdido y nada está del todo muerto. Cuando Jesús ordena abrir el sepulcro, Marta le dice: Señor, ya huele mal. El pecado corrompe nuestras entrañas, pero el amor de Dios puede convertir un corazón corrupto y herido en uno virgen y limpio. Si tenemos fe en Jesús, él nunca llegará tarde cuando lo necesitemos. Para Jesús lo más importante es darnos la vida sobrenatural. Jesús nos libera y nos da la vida nueva para que caminemos junto a Él. Su amor sacia nuestra sed de Dios, nos ilumina en nuestro camino y nos regala el Cielo.

2011-04-02

El ciego de nacimiento

4 domingo Cuaresma -A-

Evangelio Jn 9, 1-41

El evangelio del ciego de nacimiento, en este quinto domingo de Cuaresma, es un atisbo de la Pascua, la luz de Cristo resucitado.
Jesús se encuentra con un ciego de nacimiento y hace que pueda ver. Hemos de entender este milagro como un acto profundamente simbólico.
Curar a un ciego de nacimiento es un reto para Jesús. Este hombre jamás ha podido ver. Pero Dios puede curar nuestras más profundas cegueras, y no sólo las físicas. La máxima ceguera podríamos decir que se da cuando negamos la evidencia de su amor.

La tierra engendradora

Jesús no pasa de largo ante el dolor de las personas. Cuando ve al ciego, se detiene ante él. Pero no lo cura inmediatamente, sino que lleva a cabo varios pasos. Primero, ensaliva la tierra y le mete el barro en los ojos. Este gesto evoca el Génesis: con barro, Dios moldea al primer hombre, Adán. Con su aliento divino, Dios también moldea nuestro espíritu y nuestra vida.

El agua purificadora

Seguidamente, Jesús le dice al ciego que vaya a la piscina a lavarse. El agua simboliza la purificación, la limpieza interior. Dios nos lava de nuestra culpa, de nuestro pecado. El ciego obedece a Jesús y, al regresar del baño, sus ojos se abren y recibe el don de la vista.
Ante Dios, todos somos indigentes y necesitamos pedir su gracia y su amor para que nos cure, nos limpie y nos ayude a ver más claro el horizonte de nuestra vida.

La incredulidad obstinada

Cuando queda curado, la gente a su alrededor queda atónita ante el milagro. ¿Quién puede curar a un ciego de nacimiento? En Jesús, Dios puede sanar hasta la enfermedad más grave y persistente. Quizás la peor de todas las dolencias es cerrar los ojos y negar a Dios, la prepotencia de creer que todo lo podemos sin él.
Los fariseos interrogan una y otra vez al ciego para pedir explicaciones de cómo ha sucedido el milagro. En el ciego, la claridad es cada vez más intensa, mientras que los judíos de la sinagoga, obcecados, cada vez van cerrando más los ojos ante ese acontecimiento extraordinario.  Su obstinación les impide ver lo ocurrido porque no creen en Jesús. En cambio, el ciego reconoce en él a un gran profeta. Su adhesión a Jesús crece en la medida que los fariseos se van alejando de él.

La ley y el hombre

Tras el milagro, surge también otra cuestión polémica, el choque entre Jesús y el legalismo judío, la cuestión del sábado y la observancia de la Ley de Moisés.
Para Jesús, cumplir la ley es importante, pero también lo es la dignidad de la persona y su vida. El hombre no está hecho para la ley, sino la ley para el hombre. Los fariseos discuten si realmente puede ser hijo de Dios, ya que no respeta el sábado. ¡Cuántas veces pesan más en nosotros los ritos, las celebraciones, el cumplimiento del precepto, que el amor, la caridad, la unión entre todos los cristianos!

La fe, puesta a prueba

El ciego sufre su pequeño vía crucis: pasa por un largo interrogatorio en la sinagoga que, lejos de hacer tambalear su convicción, lo lleva a afirmar con mayor fuerza su adhesión a Jesús. Pero esta afirmación lo aboca al rechazo y es echado de la sinagoga.
Jesús lo busca, cuando se entera de que ha sido expulsado de la sinagoga. El último diálogo entre ambos es crucial. Jesús le pregunta directamente si cree en el hijo del hombre. Tras su proceso interior de creciente iluminación, y tras el choque con los fariseos, el ciego aún le pregunta una última vez. “¿Quién es el hijo del hombre, para que crea en él?”. Y Jesús le confirma su identidad. “Soy yo”. Al pronunciar ante Jesús “Sí, creo”, el ciego trasciende el aspecto físico del milagro. Ya no sólo ve físicamente, sino con los ojos de la fe.
Al igual que el ciego, los cristianos de hoy, que vivimos de forma entusiasta y convencida nuestra fe, podemos topar con el rechazo de muchos sectores sociales. Una experiencia viva y personal para nosotros es evidente, pero para otros puede ser increíble o inaceptable. Incluso podemos ser vilipendiados por nuestras convicciones. Pero estas pruebas, comparadas con el amor de nuestro Creador, no han de servir para otra cosa que reforzar nuestra fe y buscar con mayor ahínco su luz.
Los cristianos sabemos que Cristo está presente en la eucaristía, hecho alimento para todos. Hemos experimentado ya muchas veces que nos ha amado y nos ha perdonado. Por ello, hemos de convertirnos en pequeños faros luminosos para que otros puedan ver, con nuestro testimonio vivo, que Cristo es nuestra luz y que su amor ha vencido las tinieblas, la oscuridad. Como diría San Pablo, estamos instalados en la luz de Cristo.

Dios quiere nuestra salud

Dios quiere nuestra salud. El gesto de emplear saliva y barro para curar los ojos puede significar también que Dios ha puesto en la naturaleza todos los medios terapéuticos para mejorar nuestra calidad de vida. Pero no hablamos sólo de la ceguera física, sino de la peor de las cegueras, la de aquellos que, viendo, no quieren ver.
Dios nos da, no sólo la vida y el aire para respirar, sino que continuamente obra pequeños milagros que van reforzando nuestra vida espiritual. Hemos de saber ver a Dios en los demás, descubriéndolo en los acontecimientos de cada día, seguros de que siempre está actuando y dándonos vida y luz.