2006-12-31

La sagrada familia

La familia, clave para la cohesión social

La familia de Nazaret se convierte en un ejemplo para todas las familias del mundo y nos muestra la gran importancia de la institución familiar para el futuro de los niños y los jóvenes.

La familia es el primer espacio donde una persona crece, se desarrolla y se educa. En ella aprende sus valores, se ejercita en la convivencia y aprende a escuchar, a dialogar, a ser comprensiva y solidaria. Es la primera escuela, y la más importante, para la formación de los futuros ciudadanos. Los niños transmiten aquello que reciben en su hogar. Por eso es tan importante que en la familia haya armonía y, sobre todo, mucho amor.

Hoy día vemos que la institución familiar es cuestionada. Sociólogos y psicólogos hablan de la crisis de la familia. Los gobiernos, con diversas leyes, pretenden cambiar el concepto de familia, equiparándola a otras realidades humanas muy distintas. Al mismo tiempo, vemos cómo crecen graves problemas, como la violencia doméstica, en las calles y en las aulas; la droga, las adicciones y una gran desorientación entre los jóvenes. Todas estas problemáticas son consecuencias de la inestabilidad familiar. Debiéramos ser muy conscientes del beneficio que una familia sólida y unida puede aportar a la sociedad. La familia es pilar de estabilidad. Si en ella se cultivan el respeto, el diálogo y la comprensión se pueden evitar muchos de estos males. Las familias equilibradas son agentes de cohesión social.

Qué se aprende en familia

Los hijos se alimentan del amor de sus padres. Una relación de pareja armoniosa, llena de afecto, ofrece un inmenso caudal de valores a los hijos. Les permitirá crecer y, un día, emprender su propio camino.

Es importante que en familia se viva la concordia, la coherencia, la transparencia y el diálogo. Es en familia donde mejor se pueden adquirir la capacidad de convivencia y el sentido de responsabilidad ante los demás.

Abandonar el afán posesivo

Los padres deben tener muy claro que los hijos, además de ser hijos suyos, ante todo, son hijos de Dios. Como Ana, la madre de Samuel el profeta, deben saber ofrecer a sus hijos a Dios y a la vida. No son meramente fruto de su unión biológica, sino fruto de la historia y de la vida de Dios que fluye a través de la humanidad. Por tanto, llegado el momento, deben propiciar que los hijos vuelen y lleven a cabo sus propios proyectos, aunque éstos sean muy diferentes de aquello que los padres deseaban, o los puedan llevar por caminos muy diversos.

Este momento de separación es duro y a veces difícil de sobrellevar, pero tanto padres como hijos deben estar preparados para dar el salto. Si en la familia ha habido respeto, amor y diálogo, la separación será menos traumática y podrá superarse. La relación entre padres e hijos entrará en una nueva dimensión, de libertad y amistad.

La otra gran familia: la Iglesia

Tan importante como la familia de sangre es la familia espiritual: la Iglesia. Esta familia también nos llama y pide nuestra entrega y dedicación. La comunidad cristiana es nuestra otra gran familia. Y también requiere de amor, generosidad, diálogo y comprensión. Nos pide una parte de nuestro tiempo y nuestros esfuerzos. Es importante que los cristianos fortalezcamos nuestras comunidades, allá donde estemos. ¿Cómo podemos ser familia cristiana si no nos saludamos, si no nos preocupamos unos por otros? ¿Qué comunidad somos si no conocemos los nombres unos de otros?

La familia espiritual, la Iglesia, está unida por algo aún más fuerte que los vínculos de la sangre: es Jesús quien une a todos los cristianos. Es una familia sin territorios, pero con un gran corazón.

La familia de Nazaret, un ejemplo vivo

Aprendamos de la familia de Nazaret. Cada uno de sus miembros nos da un magnífico ejemplo, tanto para vivir en la familia carnal como en la Iglesia.

Aprendamos la entrega decidida de María, su apertura a Dios, su valor, su confianza.

Aprendamos de la discreción y la humildad de José, siempre atento, siempre velando por el bien y la seguridad de su familia.

Y, finalmente, aprendamos de Jesús, nuestro mejor maestro. Obediente a sus padres, Jesús no descuidó su gran familia espiritual ni renunció a su vocación. Era muy consciente de que, por encima de sus padres terrenales, su Padre era Dios. Y, como dijo a María y a José en el templo, “también debo ocuparme de los asuntos de mi Padre”. El deber familiar no fue obstáculo para que Jesús viviera plenamente su filiación divina y se lanzara a construir esta otra gran familia de la que todos formamos parte: la Iglesia.

2006-12-25

La palabra que acampa entre nosotros

El evangelio de Juan comienza con este himno de la palabra, o el verbo, identificándolo con Dios. Jesús es la palabra de Dios. Una palabra que se convierte en verbo, en acción. Y esta acción es donarse, entregarse por amor. La comunicación más directa entre el hombre y Dios Padre es el mismo Cristo.

En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios.
Con esta frase, Juan quiere expresar que desde el principio Jesús estaba en el corazón de Dios Padre. Pero también Dios habitaba en Jesús.

En la palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres.
La comunicación es vida. La palabra de Dios contiene vida en sí, transforma al ser humano, penetrando hasta lo más hondo. No es una palabra muerta, vacía o frívola. En la medida en que nos abrimos, esta palabra va haciendo mella en nosotros y nos convierte.

La luz brilla en la tiniebla y la tiniebla no la recibió... Al mundo vino, y en el mundo estaba... y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron.
Cuánta gente aún desconoce a Dios. Y muchos incluso lo rechazan, negándose a conocerlo. Nuestra misión como cristianos es ser rayos de luz, faros que iluminan esa frontera oscura, donde mucha gente vive en el arcén, ansiando ver.

El hombre hoy busca el éxito sin Dios, descartando su presencia. En cambio, Dios quiere contar siempre con el hombre. Lo hace su compañero, aún más: lo hace su hijo. Quiere confiar y compartir con él su tarea creadora. Se arriesga al rechazo y a la negación. Porque está apasionadamente enamorado de su criatura, y busca su amor.

Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios... Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad.
Aquellos que acogen la Palabra tendrán vida eterna. Los humildes de corazón, los que esperan, los que confían, a ellos se les da la plenitud. El Padre comparte su gloria con el Hijo.

Cuando nos abrimos, también compartimos con él la gracia de Dios. Tan frágiles, apenas motitas de polvo en el abismo, Dios se enamora de nosotros. Nos seduce con pasión, con delicadeza. Incansable, nos llama a su cálida presencia. Nos conquista para saborear con él su gloria.

2006-12-24

María se pone en camino

Una mujer solidaria

María, como su hijo Jesús, siempre es sensible a las necesidades humanas. Siempre dispuesta, siempre atenta, María sale corriendo para visitar a Isabel, su prima, que está encinta. Acude a su lado para atenderla en los últimos meses de su embarazo. La acompaña el tiempo necesario para darle su apoyo en aquel momento tan crucial del nacimiento de su hijo, Juan.

De la actitud de servicio nace la auténtica alegría. El encuentro de las dos mujeres es gozoso. Unidas y felices, comparten una misma experiencia de Dios. Se saludan, se elogian, alaban a Dios. Isabel reconoce la vida de Dios que hay en el corazón de María, y ésta canta la grandeza del Señor. Se siente profundamente amada por Dios, llena de un don inmenso que sabe derramar, contagiando a su prima Isabel de un gozo inagotable.

Los fieles al Señor son compensados con una fecundidad divina. De nuestro corazón, desierto y estéril, pasamos a ser un oasis fecundo. Para Dios no hay nada imposible.

El alborozo del bebé en las entrañas

En esta lectura es hermoso constatar cómo el pequeño Juan, desde el seno materno, percibe la alegría del encuentro entre las dos mujeres. La criatura salta de gozo en su vientre.

Los niños, aún antes de nacer, ya comparten las experiencias de sus padres, especialmente de la madre. Desde las entrañas maternas, los bebés captan sus emociones, sus palabras, los abrazos que dan y reciben. Por esto las vivencias de la madre son muy importantes en la vida y desarrollo posterior de sus hijos, ya desde los meses del embarazo. Cuando un niño percibe el amor de sus padres o la alegría a su alrededor, salta en el vientre; de alguna manera, quiere participar también de esa experiencia.

María, portadora de Dios

María hace algo más que ser solidaria. Visita a Isabel, la acompaña, la atiende en sus necesidades y la ayuda. Pero aún va más allá. María trae un regalo muy especial a su prima, y ésta se percata inmediatamente de ello. María le trae a Dios, cobijado en su seno. Isabel se exclama y alaba a Dios con alegría profunda porque reconoce ese gran don que María lleva dentro y que le trae con su presencia.

La Iglesia, como María, tiene esta doble misión. Como institución humana, no puede desatender las necesidades de las personas y debe estar al lado de quienes sufren o padecen carencias. Pero no se limita a esta labor humanitaria. La Iglesia tiene como gran misión ser portadora de Cristo, como lo hizo María. Ha de llevar a Dios a todas las gentes. Cuando la Iglesia llega a personas con el corazón abierto y sensible, como Isabel, se produce un encuentro gozoso. Aquel que recibe el gran regalo de Dios estalla en alegría, como el hijo de Isabel saltó alborozado en su vientre.

Isabel dice a María: “Bendita tú porque has creído; las promesas de Dios se cumplirán en ti”.
Esta frase contiene un gran mensaje para todos los creyentes. Benditos somos cuando creemos y confiamos en Dios. Porque él tiene un sueño para nosotros, que sólo pide nuestra fe y nuestra disposición. Si sabemos ser fieles y ponernos en camino, como María, el sueño de Dios se cumplirá en nosotros. Y ese sueño no es otro que una promesa llena de todo cuanto puede hacernos más plenos y felices.

Dios sueña, también, que cada uno de nosotros sepa llevar su presencia a las demás gentes. Esta es nuestra misión como cristianos. María nos muestra el camino. Que cada cual sea visitador y lleve la luz y la alegría de Dios a quienes le rodean.

2006-12-17

¿Qué hemos de hacer?

Juan, el precursor

El pueblo judío vive expectante ante la venida del Señor. Juan el Bautista predica su inminente llegada. Y muchos, en este contexto, le preguntan: “¿Qué tenemos que hacer?”. La respuesta de Juan contiene una fuerte carga social y moral, que implica una profunda conversión: compartir los bienes, no abusar de los cargos ni aprovecharse del poder sobre los demás… Para el Bautista la expectación implica un cambio profundo y radical de los corazones. Muy especialmente apela a la generosidad y la solidaridad con los más necesitados. Juan anuncia que el que tiene que venir elevará aún más las exigencias evangélicas.

Bautizar con Espíritu Santo y fuego significa que del ritualismo se pasa a la entrega generosa de la propia vida. Refiriéndose a Jesús, Juan dice: El os bautizará con la fuerza del amor de Dios, que transformará totalmente vuestras vidas.

Conversión de vida

En un momento en que el mundo está falto de esperanza, cabe preguntarse qué hemos de hacer. Esta pregunta es tan importante como cuestionarnos qué debemos saber o tener.

Saber implica conocimiento; tener alude a nuestra riqueza. Hacer refleja una actitud moral. Cuanto hacemos tiene que ver con nuestros valores y con aquello en que creemos.
San Juan Bautista exhorta a sus seguidores. Estos le están pidiendo una orientación moral, y él les da varias indicaciones, que son pistas para los creyentes de hoy.

La primera de todas es compartir. En un mundo donde se dan enormes desigualdades e injusticias, Juan propone una ética solidaria y generosa. El estado se ocupa de atender una parte importante de las necesidades sociales. Pero no debe ser el único. La sociedad también debe preguntarse qué hacer ante los retos que se presentan.

Otras recomendaciones que da Juan se refieren al abuso de poder y de autoridad. Con esto, nos está invitando a reflexionar sobre nuestra vida y a replantearnos nuestra conducta.

En todos nuestros ámbitos

¿Qué hacer en los diferentes ámbitos de nuestra vida? Podemos ir revisando uno por uno.

En la familia, ¿qué hacemos para mejorar nuestras relaciones, la comunicación, la afectividad?

En el ámbito social, ¿cómo mejoramos nuestra relación con nuestros vecinos, nuestros compromisos públicos, nuestro trabajo?

En la comunidad de creyentes, ¿cómo podemos aportar más?

En nuestra relación con Dios, ¿qué podemos mejorar?

Dios nos ha creado para el amor. La gran respuesta a esta pregunta: ¿qué hemos de hacer?, es ésta: Amar. Olvidarse de uno mismo. Darse cuenta de que el yo no tiene sentido sin un tú; es el “nosotros” el que tiene sentido y nos hace crecer. Estamos llamados a vivir como familia de Dios.
En esta familia, la esperanza es nuestro estandarte. Trabajar por la paz es nuestra gran misión.

2006-12-10

Una voz que grita en el desierto

La voz que despierta

20 siglos después, la Palabra de Dios sigue irrumpiendo en nuestro tiempo llena de significado. El autor sagrado nos sitúa en el contexto histórico de la llamada de Dios a Juan, hijo de Zacarías. Esta lectura es de una enorme vigencia hoy. Dios sigue penetrando con su palabra en nuestra sociedad, apelando a los cristianos y a las personas que creen.

Juan Bautista recorría toda la región predicando un bautismo de conversión para los pecados. Su misión es ir calentando el corazón de las personas para el momento decisivo. La Palabra de Dios ya es penetrante por sí misma, pero su venida a nuestro corazón requiere que esté totalmente preparado, convertido, limpio para que Dios pueda albergarse en él. Por eso Juan es la voz que grita, potente, para sacudirnos de nuestro letargo.

Una voz grita en el desierto.
Muchas veces necesitamos que alguien grite en el yermo de nuestra existencia y nos haga despertar. Vivimos ensimismados en nuestras cosas y sólo una voz apremiante nos puede interpelar. Preparad el camino al Señor. Allanemos sus senderos, dejemos vía libre, quitemos del alma todo aquello que impide que Dios entre en nuestra vida. Hemos de allanar los senderos de nuestro corazón.

Elévense los valles, desciendan los montes y colinas. El autor sagrado nos está llamando a mirar alto, desde la trascendencia, superando nuestra pequeñez limitada. Nos llama a mirar con anchura de corazón el horizonte inmenso. Contemplemos la vida, los acontecimientos, la naturaleza, a Dios mismo, con toda la amplitud de nuestra mira espiritual.

Lo que está torcido se enderezará. ¿Cuántas veces vamos por caminos errados y retorcidos? Necesitamos abandonar los recónditos parajes de nuestro egoísmo interior que impiden la entrada a Dios. Enderecemos nuestra vida hacia Él. Miremos más allá de nosotros mismos: Dios sigue actuando en nuestra propia vida. ¡De cuántas cosas buenas somos testigos! Podemos admirar la bondad, la justicia, la belleza de tantas personas que, antes que nosotros, han decidido enderezar su vida para dejar de mirarse a si mismas y mirar hacia afuera, personas que han apostado por algo hermoso, como lo es la misión de evangelizar. En ellas, hasta lo más escabroso se nivela.

¿Con qué fin hacía todo esto Juan Bautista, el más grande entre los judíos pero el más pequeño de los cristianos, porque todavía no lo era del todo? Con el único fin de que todos vieran la salvación de Dios. Este es el gran cometido de la Iglesia: que todo el mundo pueda descubrir a Dios. La misión de la Iglesia es que las gentes puedan descubrir el sentido trascendente de su vida y saborear el amor de Dios. En definitiva, que todos puedan ser salvados por la infinita misericordia de Dios Padre.

Una misión para hoy

Aquellos que nos nutrimos de la Eucaristía, alimentándonos del pan de Cristo y de su sangre, también tenemos la misión de allanar los corazones de la gente. Pero, para poder hablar, primero hemos de creer nosotros, disponiendo nuestro corazón y toda nuestra vida ante Dios. Es así como nos convertiremos en voces que gritan en medio de la sociedad estéril y fría, invitando a las gentes a abrir su corazón. Los cristianos hemos de ser esas voces que denuncian lo que es injusto y que predican el inmenso amor de Dios. Voces entusiastas, creativas, con ilusión. Si nos faltan las ganas de trabajar y el entusiasmo, no saldrá la voz potente que habla del amor de un Dios que nos ama.

La palabra de Dios, que es preciosa, nos entra como una miel deliciosa y exquisita, pero, una vez la tenemos dentro, se vuelve exigente. Seamos precursores de nuestro tiempo, como Juan Bautista, aunque el mundo aparezca como un desierto árido, seco y escabroso. La sociedad necesita rejuvenecerse espiritualmente. Y depende de nosotros que la Iglesia aporte esa semilla de renovación y de vida plena a todas las gentes.

2006-12-08

María Inmaculada

Llena de gracia

En esta fiesta que celebramos, de la Concepción Inmaculada de María, quisiera centrarme en algunas palabras del hermoso diálogo entre la Virgen y el ángel.

El ángel Gabriel la saluda con estas palabras: “María, llena de gracia”. ¿Por qué se produce este encuentro? Porque María está llena de Dios. Su corazón se abre al don del Espíritu Santo y es fecundada por él.

Podemos trazar un paralelo entre la figura de María y la Iglesia. Al igual que la Virgen, la Iglesia está en manos del Espíritu Santo y debe abrirse continuamente a él. El Espíritu nunca deja de actuar, aún hoy. A pesar de sus errores históricos, a pesar de las luchas y del descrédito que recibe, la Iglesia subsiste y sigue viva porque el soplo del Espíritu Santo sigue alentándola. “El Señor está contigo”, dice el ángel a María. También está con la Iglesia, y continua fecundándola.

María y Eva

Las lecturas de hoy comparan a dos mujeres: el libro del Génesis nos habla de Eva, que, seducida por la serpiente, rompe su pacto de amistad con Dios y es expulsada del Edén. El nuevo testamento nos presenta a María, en contraposición, como la mujer que sella una alianza imperecedera con Dios.

Eva desconfió de Dios. Esta pérdida de confianza la hizo perder el paraíso. En cambio. María cree y se fía de Dios. Y se convierte ella misma en el paraíso de Dios. Sus entrañas serán el cielo que albergará al Hijo.

La encarnación de Dios viene por una mujer. Con ella, toda mujer queda potenciada y el género femenino es enaltecido. ¡Qué trascendencia tan grande en una palabra tan pequeña, en un sí!

La oración de la presencia

María no hace grandes cosas ni destaca por hechos llamativos. Pero su gran hazaña es que está, ahí donde tiene que estar. Por eso el Espíritu Santo la encuentra. María sabe estar ante Dios, en oración y en silencio. Sabe estar donde tiene que estar y cuando tiene que estar. Qué gran lección para todo cristiano. A veces nos afanamos por hacer mucho, cuando tal vez la primera misión es saber estar allí donde tenemos que estar, con presencia abierta y receptiva.

Y Dios fecunda la vida de María. En los planes de Dios, no sólo interviene la voluntad humana, sino su fuerza divina. María pregunta, “¿Cómo será esto, pues no conozco varón?”. Al igual que María, muchos podemos preguntarnos cómo será posible que Dios haga fructificar nuestra vida, nuestros esfuerzos. Pero nuestras limitaciones y nuestro egoísmo no son obstáculo para Él. Nada hay imposible para Dios. Quien se abre a él ve cómo su vida se inunda de belleza y, en su momento, dará frutos.

Servir es reinar

Las palabras de María, “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”, merecen una explicación. En su respuesta debe leerse su total aceptación y disponibilidad para cumplir la voluntad de Dios. La palabra “esclava” no ha de interpretarse como signo de esclavitud. Nada más lejos de Dios que querernos esclavos. Él siempre cuenta con nuestra libertad, y de ahí que la encarnación venga precedida por este diálogo entre el ángel y la joven María. Dios espera el sí libre y decidido de la Virgen. Por “esclava” debemos leer una actitud de entrega y de servicio. María se pone a entera disposición del Señor. Como Jesús, su Hijo, quien dijo tantas veces que “el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida”. Pues en el Reino de Dios, el primero es el último y se arrodilla para servir. Quien reina, sirve. Es así como María, siendo servidora de Dios, se convierte en Reina en el cielo.

2006-12-03

Adviento, tiempo de esperanza

Apocalipsis interior

Leemos en el evangelio de Lucas hechos apocalípticos que no dejan de recordarnos la situación de los tiempos presentes. El caos se apodera del el universo, se adueña de nuestro corazón y nos invade por dentro. Pero, más allá de la literalidad del texto, más allá de los temblores de la tierra y de la caída de los astros, mucho más hondamente, tiembla nuestra alma, se sacude nuestro corazón y rebrotan nuestras inquietudes. Hoy, podemos hablar de profundas crisis en las relaciones personales, en las familias, en el mundo político, económico y cultural...

En nuestro corazón también se dan apocalipsis, luchas interiores que nos acongojan, como si el Sol se apagara dentro de nosotros. Recordemos las noches oscuras de San Juan de la Cruz, o la agonía del propio Cristo ante la inmediatez de su pasión.

Cuando se produzca todo esto, dice Jesús, levantaos y alzad la cabeza, porque llega el momento de vuestra liberación. Frente a este caos, es importante asumir el conflicto interior y levantar la mirada.

Adviento, tiempo de esperanza

La Iglesia, sabia pedagoga, aprovecha este tiempo de Adviento, de espera, para tomar el pulso a nuestra esperanza. El cristiano está llamado a vivir la esperanza, una virtud teologal que debe convertirse en actitud vital.

En este marco del Adviento, la espera se convierte en preparación. No esperamos algo, sino a alguien. De la misma manera que con cada cambio de estación hacemos modificaciones en nuestro hogar, cambiamos la decoración, preparamos la casa para el invierno, en esta época del año también hemos de adecuar nuestro corazón, vistiéndolo con el color de la esperanza. Aquel a quien esperamos es Jesús, el que culmina todos nuestros deseos y expectativas.

Educar para la esperanza

La esperanza no es un estado psicológico, sino una actitud –una virtud –que pide ser trabajada y ejercida. Una persona sin esperanza es alguien sin ilusión, sin metas, sin sueños… Tener encendida la esperanza nos da un norte. Hemos de esperar en la humanidad, esto es, en quienes nos rodean: en nuestros familiares, en los amigos, los sacerdotes en sus feligreses, los maestros en sus alumnos, los empresarios en sus trabajadores, los políticos en los ciudadanos… Para ello se necesita saber esperar, tener paz interior, confianza, paciencia y comprensión con los ritmos vitales de las personas.

La crisis de la esperanza

En cada etapa vital se dan profundas crisis de fe, esperanza y caridad. La crisis de la fe es propia de los jóvenes y adolescentes, la crisis del amor se da agudamente en la ancianidad y, a su vez, la crisis de la esperanza es propia de la edad adulta. Es en esta etapa, llegada la adultez, cuando surge esa duda angustiosa: todo aquello por lo que hemos trabajado y luchado, todo aquello que creíamos, parece haber sido inútil o parece haber llegado al fracaso. ¿Es realmente así?

No. Si hemos luchado y trabajado con empeño porque creíamos en ello, sin esperar otra compensación a cambio, nunca es un fracaso.
¿Cómo superar la crisis de esperanza?

Cuando esto suceda, nos encontramos ante el reto de demostrar que realmente somos cristianos y que esperamos, contra toda esperanza. Es el momento de aprender a manejar el conflicto interior, que sólo se resuelve delante de Dios. Sólo con Él llegará la liberación. Instalarse en la esperanza nos libera de la apatía, de la desconfianza, del abatimiento. Es entonces cuando nace la madurez espiritual. Cuando alguien es capaz de asumir y dar un sentido trascendente a su dolor, ese hombre, esa mujer, o esa comunidad está creciendo y camina hacia el reino de Dios Padre.