2017-02-24

Mirad cómo crecen los lirios

8º Domingo Ordinario - A

Isaías 49, 13-15
Salmo 61
1 Corintios 4, 1-5
Mateo 6, 24-34


Las personas solemos angustiarnos por la carencia. Especialmente nos agobian dos cosas: el tiempo y los recursos materiales. Nos preocupa no tener suficiente dinero; nos apura la falta de tiempo. Pero, tengamos mucho o poco, nunca es bastante. Siempre nos falta.

El tiempo y los recursos materiales: alimento, vestido, el mundo, son regalos que Dios nos hace para que podamos vivir en plenitud. Dios nos quiere bien alimentados y prósperos. La voluntad de Dios es que vivamos en abundancia, y no en escasez. Él nos ha dado medios para subsistir, talentos y capacidades para obtener lo que necesitamos. Si confiamos en él y trabajamos con seriedad y con paz, nunca nos faltará lo necesario. 

Como dice el refrán, a Dios rogando y con el mazo dando. Ni una cosa sin la otra. Lo que nos sobra, sin embargo, es algo que Jesús advierte en seguida. Hoy, como hace dos mil años, la gente vive obsesionada por lo que no tiene y angustiada por un futuro que aún no ha llegado. Vivir con estrechura de alma y miedo es una actitud que nos lleva a la avaricia, a trabajar con afán, a acumular bienes, a ser tacaños con los demás e insensibles ante las necesidades del otro. Y esto nos hace infelices. Por eso Jesús evoca la naturaleza, tan rica, tan hermosa: en el mundo hay alimento para todos, ¡mirad los pájaros! Y hay vestido y bienes para todos, ¡mirad cómo visten los lirios! Hoy se sabe que nuestro mundo puede producir alimento para 10 mil millones de personas (somos 7 mil millones), pero que se tira la tercera parte. También sabemos que el 80 % de la riqueza está en manos de menos del 20 % de personas. El problema no es la escasez, sino la injusticia. Somos nosotros quienes malbaratamos los recursos y repartimos mal. ¿Por qué? 

Si buscamos la causa profunda de la desigualdad y la pobreza en el fondo encontraremos una gran pobreza interior, muchas almas vacías que, a falta de amor, se llenan de cosas, de dinero, de poder. ¿De qué estamos vacíos nosotros, que nos angustiamos tanto por el dinero y el futuro? Nos hemos olvidado de lo más importante. Hemos confundido el orden de prioridades. En vez de servirnos del dinero para cosas útiles, nos convertimos en servidores del dinero, que luego gastamos, muchas veces, en cosas superfluas o poco necesarias. Esa es la lógica perversa del consumismo: generar avidez para comprar por comprar. Como las cosas nunca llenarán nuestra alma, siempre querremos más.

Jesús nos dice: buscad el reino de Dios y lo demás se os dará. Buscad a Dios, y él se preocupará por vosotros. ¿Cómo dudarlo? Santa Teresita decía: «Vi que la única cosa que tenía que hacer era unirme a Jesús cada día más, y lo demás se me daría. Y mi esperanza nunca ha sido defraudada. Dios ha tenido a bien llenar mis manos cuantas veces ha sido necesario para alimentar el alma de mis hermanas.»

2017-02-17

Seréis santos porque yo soy santo

7º Domingo Ordinario - A

Levítico 19, 1-2.17-18
Salmo 102
1 Corintios 3, 16-23
Mateo 5, 38-48


La primera lectura de hoy da un giro de tuerca a la afirmación del Génesis. Dios crea al hombre a su imagen y semejanza. ¿Nos damos cuenta de la enormidad de esta frase? ¡Somos similares a Dios! Para dejarlo claro, resuena el mandato del Levítico: Seréis santos porque yo soy santo. ¿Es posible alcanzar tal perfección? Jesús, en el evangelio, no rebaja la exigencia: Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto. Y nos habla de superar los viejos mandatos del ojo por ojo y diente por diente, la vieja justicia del premio y el castigo, de la retribución y la reparación. Amar al enemigo, rezar por quienes nos persiguen... ¿No está poniendo el listón demasiado alto? ¿Es realmente viable esta imitación de Dios?

Es curioso. Los humanos, por un lado, queremos ser como dioses. Queremos independizarnos de Dios y emprender hazañas gloriosas. Por otro lado, queremos encajar a Dios en nuestros esquemas. Aspiramos a hacer cosas grandes. Pero luego pretendemos elevar a la divinidad nuestros impulsos, intereses o pasiones. Queremos ser como Dios, sin contar con Dios, y luego deificamos cosas que no tienen nada de divinas. ¡Qué confundidos estamos! No es de extrañar que haya tantos conflictos en la sociedad y tanto sufrimiento en nuestras vidas. La embriaguez efímera del éxito se mezcla con la depresión del fracaso y así vamos viviendo a trompicones, zarandeados de un extremo a otro, sufriendo inútilmente y sin crecer. Necesitamos un poco de luz.

San Pablo nos da claves. No somos Dios, pero somos templos de Dios. Albergamos su aliento sagrado en nosotros siempre que queramos acogerlo. Ser perfectos, amar a los enemigos, perdonar y rezar por quienes nos perjudican parece imposible. Solos no podemos. Pero con Dios, ¡todo lo podemos! Somos limitados, pero a la vez somos vasija del tesoro del Espíritu Santo. Todo es vuestro, dice san Pablo. Y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios. ¡Qué hermosa pertenencia! No, Jesús no nos pide demasiado. Vivimos envueltos en su amor, sostenidos por su amor, salvados por su amor. Saber que somos suyos nos da alas, fuerza y ánimo para afrontar cualquier dificultad. Con él somos capaces de un amor heroico, similar al suyo. Sin él lucharemos contra gigantes y caeremos en el intento. Con él basta que ofrezcamos lo que somos y tenemos, poco o mucho. Él lo recoge todo. Él lo transforma todo y hace posible lo que nos parecía imposible.

Descarga la homilía en pdf aquí.

2017-02-09

Más allá de la ley

6º Domingo Ordinario - A

Eclesiástico 15, 16-21
Salmo 118
1 Corintios 2, 6-10
Mateo 5, 17-37

La imagen de Jesús como un hombre libre que cuestiona la Ley es muy atractiva. En su pugna contra el legalismo judío y su rigidez, hay el riesgo de considerar a Jesús una especie de anarquista, un rebelde sin causa o un infractor. Pero Jesús siempre dejó claro que no había venido a abolir la Ley, sino a darle plenitud. La de Moisés, como muchas normas humanas, era una ley de mínimos. Cumplirla garantizaba una convivencia respetuosa, libre de abusos, violencia y salvajismo. La ley está al nivel de la supervivencia, y Jesús nos llama a algo más que a sobrevivir. El reino de Dios pide algo más que justicia y tolerancia. Si no aspiramos a más, fácilmente caeremos en la trampa legal y no llegaremos ni a los mínimos necesarios.

Jesús comenta tres mandamientos básicos: no matar, no cometer adulterio, no mentir ni jurar en falso. Son los tres grandes mandamientos que defienden la vida, el amor y la verdad. La Ley prohíbe, pero Jesús da un paso más allá y propone algo que rebasa la justicia terrena: una ley del reino de Dios.

Muy pocas personas matamos físicamente. Pero Jesús nos habla de otras formas de dar muerte: el insulto, la calumnia, la crítica. La lengua hiere y mata. Jesús equipara hablar mal y difamar al otro a un crimen de sangre. Su condena es rotunda: quien llame imbécil a su hermano será reo de asesinato. ¿Cuántas veces hemos matado con nuestras lenguas?

El adulterio es una ruptura del amor. Pero no basta con abstenerse de sexo fuera del matrimonio. Jesús habla de las intenciones del corazón, de alimentar deseos que nos quitan la paz y que, al final, enturbian el amor limpio y fiel que debería existir entre las parejas. Hoy existen muchas formas de ser infiel y de faltar al amor con la persona a la que un día dijimos sí. ¿De cuántos adulterios virtuales podríamos acusarnos?

Finalmente, Jesús acusa a las personas que, para dar solemnidad a sus promesas, apelan a argumentos religiosos o ponen a Dios como testigo. Como si la simple verdad, honesta, clara, no fuera suficiente. ¿Qué tenemos que ocultar cuando necesitamos dar tanto énfasis a lo que decimos? La verdad no necesita gritos ni juramentos. Pero ¡cuánto nos cuesta ser sinceros! Cuánto nos cuesta decir simplemente sí o no.

Descarga la homilía en pdf aquí.

2017-02-03

Brillad

5º Domingo Ordinario - A

Isaías 58, 7-10
Salmo 111
1 Corintios 2, 1-5
Mateo 5, 13-16


Vosotros sois la luz del mundo… dice Jesús. Tu luz romperá como la aurora… anunció Isaías. No vine a vosotros con sublime elocuencia o sabiduría, débil y temeroso… escribió San Pablo a los corintios.

¿Cómo aunar la humildad de san Pablo con el brillo que nos pide Jesús, con la claridad que desprende el justo, según Isaías? ¿Se puede ser a la vez modesto y brillante? ¿Se puede vivir con sencillez y a la vez resplandecer? ¿Cómo entender estas tres lecturas de hoy?

Las personas somos como velas. Formadas de materia física, perecedera, tenemos en nosotros una energía que nos permite dar luz y calor. Pero la llama que se enciende en la vela, aunque arde en ella, no viene de ella misma, sino de afuera: alguien la encendió. Igualmente, nosotros poseemos un cuerpo, una vida y un alma llena de luz. Ardemos mientras vivimos, pero la fuente de esa luz no está en nosotros: nos la infundió el Creador. ¿Cuál será la misión más hermosa y plena de una vela? Arder, dar el máximo de luz, hasta consumirse. Nuestra misión en este mundo es similar. Jesús nos llama a brillar y a dar luz a otros. Y una luz no puede esconderse ni taparse. Si no dejamos que esa luz resplandezca en nosotros, viviremos a medio gas, ahogados espiritualmente, y nuestra vida será en gran parte malograda.

Por eso el cristiano es valiente, e incluso puede parecer en algún momento arrogante, porque no se acobarda ni se esconde. ¡El bien debe brillar! Pero a la vez que audaz, es humilde, pues sabe que esa luz que transmite no es suya, sino de Dios. Como dice San Pablo, si su acción da algún fruto, será por el poder y la sabiduría de Dios, no por la suya.

Es hermoso vivir siendo vela que arde e ilumina. Jesús nos llama a vivir generosamente, abundantemente, con esplendidez. No seamos tacaños con la luz que hemos recibido. No nos contentemos con ir tirando… Démoslo todo, como vela que arde, como flor que estalla en colores, aunque nadie o muy pocos la miren.  Demos fruto como la vid y brillemos como una estrella, que no puede dejar de arder. No nos guardemos la luz para nosotros, cerrándonos en nuestra carne, como dice Isaías. Entregándonos y dándolo todo encontraremos la plenitud.

Descarga aquí la homilía en pdf.

2017-02-02

Presentación del Señor

Fiesta de la Candelaria - Presentación del Señor en el templo

Malaquías 3, 1-4
Salmo 23
Hebreos 2, 14-18
Lucas 2, 22-40


En el evangelio de hoy vemos cómo los padres de Jesús lo llevan al templo para cumplir el ritual de toda familia judía: al hijo primogénito había que consagrarlo a Dios y, para rescatarlo, se ofrecían unos animales en sacrificio. Esta antigua costumbre, en el caso de Jesús, revista un significado especial. Por un lado, Jesús no necesitaba consagrarse a Dios, ¡él mismo era Dios! Pero, como ser humano, se somete a todos los rituales, costumbres y leyes de su pueblo. Pero, en ese momento, dos personajes aparecen y ven en aquel niño algo que nadie más ve. El anciano Simeón y Ana, la profetisa, dos amigos de Dios, reconocen que ese niño va a cambiar la historia.

La profecía es como un arma de doble filo para María: por un lado, su hijo traerá la salvación al pueblo y la «luz a las naciones». Por otro, esta luz descubrirá lo que hay en los corazones, y despertará una violenta oposición. Será esa «bandera disputada» y provocará guerra y división, porque no todos lo aceptarán. De ahí vendrá la muerte en cruz y esa espada que atravesará el corazón de la madre.

Pablo, en su carta a los hebreos, explica este misterio de la doble naturaleza de Jesús. Como Dios, viene a salvarnos y a liberarnos de la muerte y del mal. Como hombre, debe pasar por todo lo que pasamos nosotros, incluida la muerte. Muriendo, nos da la vida. Sometiéndose, nos libera. Sufriendo, nos sana. «Como él ha pasado la prueba del dolor, ahora puede auxiliar a los que pasan por ella». Recordemos estas palabras cuando pasemos tiempos difíciles, situaciones conflictivas, grandes sufrimientos, físicos y morales, tristezas y soledad. Todo eso lo pasó también Jesús. Él conoce nuestro dolor, y está a nuestro lado. No desesperemos, porque con él, saldremos a flote y veremos la luz.