2008-11-30

Primer domingo de Adviento –ciclo B–

“Velad entonces, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa, si al atardecer, a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer; no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos. Lo que os digo a vosotros lo digo a todos: ¡Velad!”
Mc 13, 33-37


Iniciamos hoy un nuevo tiempo litúrgico: el Adviento. La Iglesia nos propone reflexionar en este tiempo que precede a la Navidad sobre la virtud teologal de la esperanza. Adviento es un tiempo de preparación para un gran acontecimiento: Cristo Jesús está llegando. A lo largo de estas cuatro semanas iremos profundizando sobre esta espera y la llegada del Mesías. Nos prepararemos con gozo para celebrar el nacimiento del niño Dios.

Adviento, una espera activa y confiada

La Iglesia, sabia en su cometido pedagógico, nos invita a adentrarnos hacia la luz por el camino de la esperanza. El evangelio de hoy ya nos predispone a mantener una actitud de alerta. Se acerca algo importante, o más bien, alguien, y hay que estar preparado para ese encuentro.

Jesús viene en nuestra búsqueda y quiere llenar de sentido lo que somos y hacemos. Estar en vela significa vivir atento, pendiente, dispuesto. Significa saber esperar de una manera confiada, con una actitud activa, convirtiendo esa espera en una alegría anticipada ante la venida del Señor. Esto implica un proceso interior que nos lleva a adoptar una actitud receptiva y que, en muchos casos, comporta una fuerte exigencia y un cambio de nuestra conducta ante el inminente encuentro con Cristo. Puede significar plantearse desde lo más hondo de nuestro corazón cómo vivimos nuestra esperanza cristiana en medio del mundo.

El mundo necesita esperanza

Ahora, más que nunca, nuestra sociedad necesita razones para la esperanza. El desconcierto nos asedia y a veces nos sentimos abatidos y frágiles; corremos el riesgo de caer en la trampa de creer que el mundo está mal y nada podemos hacer, y nos deslizamos por la pista del fatalismo. Socialmente hablando, hay razones para preocuparse: los medios de comunicación nos bombardean constantemente con noticias sobre la crisis económica, el paro, el terrorismo, el creciente vandalismo, la pobreza, la guerra, la corrupción política y el liberalismo acérrimo que contribuyen a la atomización de la sociedad. ¿Cómo podemos tener esperanza en un mundo que parece ir en declive hacia su propia autodestrucción? El relativismo moral ha calado transversalmente en la sociedad. Uno se pregunta si vale la pena seguir creyendo en sus convicciones religiosas. La Iglesia –Cristo– y los cristianos, tenemos la clave.

¡Que nunca muera en nosotros la esperanza! Pese al desánimo, que nunca se doblegue; pese al cansancio, que nunca se duerma. No escuchemos sin más el insistente y locuaz discurso mediático sobre los problemas del mundo, sino hagámoslo desde una actitud más serena. Pongamos una distancia adecuada, reflexionemos profundamente, desde una perspectiva ética y cristiana, y veremos que realmente el mundo está mal, pero si hacemos una relectura de la situación hay suficientes razones, y convincentes, para elevar las alas de la esperanza.

Dios viene a nosotros

Cristo viene a permanecer en el corazón del hombre. Los cristianos tenemos que convertirnos en una pista de aterrizaje que facilite el encuentro de Jesús con la humanidad. En medio de la noche oscura de nuestra existencia, aparece una hermosa estrella que nos señala hacia un lugar: hacia Cristo, que es la misma luz. No hay amanecer sin anochecer, no hay primavera sin invierno. La oscuridad precede a la luz y no hay gracia sin perdón, ni alegría sin tristeza.

Dios viene a nosotros. No hemos de esforzarnos por buscarlo, desesperadamente, desde nuestras tinieblas. Él se acerca. Lo único que hemos de hacer, sencillamente, es dejarle entrar en nuestra casa. Éste es su deseo más hondo; Dios anhela nuestra acogida. Su presencia llena de sentido y de luz el horizonte de nuestra existencia.

2008-11-23

Cristo Rey

Ciclo A
“Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis”
Mt 25, 31-46


La prueba crucial ante Dios

Con la fiesta de Cristo Rey culminamos el ciclo litúrgico. A lo largo de este tiempo hemos profundizado en el misterio de la salvación hasta la proclamación de Jesucristo como Rey del Universo. Esta fiesta, con sabor escatológico, precede al nuevo año litúrgico y va más allá de las imágenes bucólicas que leemos en el evangelio. Llegará un momento en nuestra vida en que Cristo aparecerá en su gloria, con sus ángeles, y nos dará la última lección a fin que estemos preparados para el encuentro definitivo con él.

Las preguntas que nos hará no serán cuestiones de alta teología ni un examen catequético. Tampoco nos preguntará si hemos ido a misa todos los domingos o si hemos sido generosos con nuestros donativos, si hemos evangelizado lo suficiente o si hemos anunciado sin descanso la buena nueva. Es curioso que en el momento culminante ante el encuentro con Dios, Jesús no contabilizará cuánta gente hemos convertido. No condicionará nuestra entrada en el reino del cielo a la eficacia de nuestro trabajo pastoral, sino que nos situará ante esta realidad: ¿hemos amado lo suficiente?

La fe y el amor son obras

Con esto, Jesús nos está diciendo que la fe y el amor son obras, son acciones, y no palabras bonitas. Jesús no quiere que seamos sólo buenos predicadores, y que digamos aquello que es “políticamente correcto”. Jesús quiere que seamos valientes y capaces de encarnar su amor, especialmente hacia los más desvalidos y olvidados. La condición para entrar en su gloria es encarnar en nuestra vida las obras de misericordia.

Hoy, muchas personas se lamentan del fuerte impacto secularizador de nuestra sociedad, de la pérdida progresiva de la fe y de la falta de compromiso. Yo me preguntaría, más bien, si no nos habremos limitado a predicar, a hacer cosas por cumplir y si no habremos caído lentamente por el tobogán de la rutina. Tal vez también hemos caído en la trampa de racionalizar la teología y hemos querido encajar la revelación en un discurso demasiado intelectual.

Lo esencial y genuino del Cristianismo es el amor, no las palabras. La entrega a los demás no es un discurso bien elaborado. Lo genuino del cristiano es asumir el riesgo, la pasión, la aventura, el coraje, y no la comodidad, la rutina ni el miedo. Lo esencialmente cristiano son la alegría, la generosidad y la confianza, y no la tristeza, el egoísmo y la desconfianza. El miedo nos paraliza y nos convierte en personas estériles. Es propia de Dios la donación sin mesura, y no la mezquindad.

No seamos miopes ante la realidad

“Benditos de mi Padre”, dice el Señor, “porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; estuve encarcelado y me visitasteis; fui forastero y me acogisteis…” Hoy, la enorme crisis que está flagelando a Estados Unidos y a toda Europa está generando nuevos grupos de pobres que viven junto a nosotros y que a veces carecen de lo más básico para subsistir. ¿Estamos tan ensimismados en nuestros asuntos y en nuestra estrechez de miras que nos hemos convertido en auténticos miopes ante la realidad? El gemido de los pobres clama a Dios. En la parábola del buen samaritano, un sacerdote pasó de largo ante el herido porque, posiblemente, tenía que cumplir con sus obligaciones en el templo. ¿Hacemos lo mismo en nuestras iglesias? Dar calor, acogida, ropa y techo; ofrecer pan, consejo y una sonrisa amable… ¿tanto nos cuesta?

Amar a Dios en los demás, sin mesura

Hoy, desconfiamos del pobre. Es verdad que hay que tener en cuenta algunos criterios a la hora de ayudar, para verificar que esa pobreza es real y la necesidad de la persona acuciante. Pero no nos excedamos con esos criterios porque en el fondo, ser consecuente con el evangelio es mucho más que prestar una atención profesional y rigurosa. ¿O es que tenemos miedo a descubrir la terrible exigencia evangélica? ¿Tememos descubrir que nos hemos instalado en la apatía y que nuestra forma de esquivar la realidad no es otra que ceñirnos a cumplir lo que toca, sin salir de la línea marcada, hundidos en la rutina, por miedo a la luz reveladora de Cristo, que nos pide darlo todo?

Sólo quien vive y practica las obras de misericordia será bendito de Dios y tendrá abiertas de par en par las puertas del reino. Ojalá Dios reine en el universo de nuestra existencia y sea el verdadero rey de nuestra vida. Y ojalá sepamos ver en cada una de estas personas, solas, olvidadas y que necesitan auxilio, su más vivo retrato. Que en nuestra ayuda y en nuestra atención hacia ellas sepamos servirlas con amor, delicadeza y respeto, como al mismo Cristo.

2008-11-16

Has sido fiel en lo poco, pasa al banquete de tu señor

32º Domingo Tiempo Ordinario. Ciclo A
“Como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu señor”.
Mt 25, 14-30

Dios nos da talentos a todos

En la liturgia de este domingo, el evangelio nos propone la parábola de los talentos. El texto nos narra como un señor, antes de viajar, pone en manos de sus empleados la administración de sus bienes para que, a su regreso, pueda percibir los beneficios de su hacienda. A uno le da cinco talentos, a otro dos y al último le da un talento. Sus empleados inmediatamente se ponen a trabajar, pero no todos. Y cada cual obtiene un fruto diferente.

Dios siempre ha creído en su criatura y ha querido contar con todos nosotros para que, junto a él, podamos co-participar de la salvación del mundo. Así, nos ha dado carismas y capacidades para culminar su obra salvadora. A todos nos da fuerza e inteligencia para que pongamos al servicio de su reino nuestra creatividad y saquemos lo mejor de nosotros, multiplicando los bienes espirituales que él nos ha dado.

La confianza hace florecer los talentos

El que tiene su confianza puesta en Dios inmediatamente se pone a trabajar con entusiasmo y obtiene frutos de esos dones. Es hermoso sentir como Dios confía plenamente en nosotros en la administración de sus bienes. Y es grande que cuente con nosotros. Como bien dijo Benedicto XVI en su discurso de investidura, Dios no sólo no nos quita nada, sino que nos lo da todo, y con creces. No hemos de temer nada: Dios nos regala la eternidad. A los que saben producir y multiplicar los talentos recibidos, les dará el cien por el uno. Así es su respuesta, derrochadora e inconmensurable.

La desconfianza esteriliza

Pero la parábola nos cuenta también que el que recibió un talento, por miedo y desconfianza hacia su señor, lo escondió y no lo puso a producir beneficios. El señor se enoja con este siervo y lo llama insensato y holgazán, porque al menos podía haberlo puesto en un banco, donde habría dado sus intereses.

Cuántas veces, por desconfianza, por pereza y porque malpensamos, descuidamos nuestras obligaciones y dejamos de potenciar las capacidades que Dios nos ha dado. Cuántas veces la falsa humildad, el temor y el recelo nos esterilizan hasta hacernos perder todo cuanto teníamos. ¿O es que creemos que Dios es injusto? ¿Creemos que reparte mal sus talentos? ¿Tememos su exigencia, o que nos lo pida todo?

Sólo los que abren su corazón a Dios serán dichosos. Pero los que se cierran, lo pierden todo, incluso lo poco que tenían, y serán infelices. En cambio, el hombre que reconoce a Dios como el centro de su vida recibirá innumerables bienes materiales y espirituales que lo harán plenamente feliz.

La Iglesia, llamada a dar fruto

Todos los cristianos estamos llamados a hacer fructificar como mínimo el talento que Dios nos ha dado a todos: su amor. Este don no le ha sido negado a nadie y lo regala en abundancia, de manera que puede multiplicarse en todos y cada uno de nosotros.

Dios ha concedido a su Iglesia unos dones espirituales para que los potencie. El legado de la caridad es esencial para que nuestra coherencia cristiana crezca. Este es un don muy potente que Dios nos ha dejado para que hagamos expandirse su reino.

Pero, ¡cuántas veces no sólo por pereza o miedo, sino por una falsa prudencia, dejamos de hacer lo que podríamos hacer! Tenemos miedo al riesgo, a equivocarnos, a que la gente nos critique. O simplemente, lo que queremos emprender no es “políticamente correcto”. O, como dice el Papa en su encíclica Deus Caritas est, la burocracia y un análisis excesivamente sociológico nos hacen caer en la trampa de convertir la obra social de la Iglesia en meras abstracciones y números. No olvidemos que el servicio de la caridad está por encima de los criterios empresariales, entre ellos, la competitividad, la búsqueda del rendimiento o de la pura eficacia, sin tener en cuenta otros aspectos humanos más difíciles de contabilizar.

La Iglesia no es una empresa, sino una familia. La gran comunidad de Cristo ha de evitar caer en la persecución de simples resultados y estadísticas; ha de ir a la personalización real de la caridad, sabiendo tratar a cada persona como al mismo Cristo. Sólo así podremos hablar de fecundidad evangélica, y no tanto de eficacia institucional.

No cortemos las alas al Espíritu Santo

No tengamos miedo a desarrollar los talentos que Dios nos ha dado. Tampoco estorbemos que los demás potencien sus talentos; no ahoguemos los proyectos que Dios pone en el corazón de las personas y que ni la Iglesia, ni las jerarquías eclesiales ni las instituciones humanas deberían impedir ni abortar. Nadie puede evitar que Dios haga explotar su generosidad y derrame sus talentos sobre quien quiera y como quiera; nadie debería poner frenos al Espíritu Santo, y mucho menos debería erigirse en juez. No podemos ahogar las buenas iniciativas que brotan en los demás.

En muchos casos, queremos poner trabas con argumentos aparentemente realistas, apelando a la sensatez, que en realidad esconden celos, envidias y miedo. Bajo una apariencia de prudencia y bondad pueden ocultarse enormes fantasmas que nos impiden hacer crecer a los demás.

No temamos ser creativos ni caigamos en el minimalismo de la fe raquítica, que se contenta con un puro cumplimiento de preceptos. Ya en el Deuteronomio se nos recuerda que hemos de dar a Dios lo máximo: amarle con toda nuestra mente, con todo nuestro corazón, con todas nuestras fuerzas, con todo nuestro ser. Es decir, amar a Dios con intensidad, volcando nuestra vida en él. Sólo así, desde esta profunda adhesión, se puede dar fruto en abundancia.

Somos templo de Dios

Dedicación de la Basílica de Letrán. Ciclo A
“Quitad esto de aquí, no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre.
…y le preguntaron: “¿Qué signos nos muestras para obrar así?”. Jesús contestó: “Destruid este templo y en tres días lo levantaré”.
Jn 2, 13-22

Somos templos vivos

Hoy celebramos la dedicación de la basílica de San Juan de Letrán, la catedral de Roma y, podríamos decir, madre de todas las parroquias. La Iglesia de San Juan de Letrán es sede del obispo de Roma. Su terreno fue donado por el emperador Constantino y fue consagrada en el siglo IV por el Papa Silvestre, quien la dedicó inicialmente al Salvador. Más tarde, en el siglo XII, fue dedicada a San Juan Bautista. Residencia de papas y reyes, y sede de diversos concilios, después de siglos de guerras y persecuciones, fue el signo exterior de la victoria de la fe sobre el paganismo.

Esta fiesta nos hace sentirnos Iglesia viva y templo del Espíritu Santo. Para los judíos, el templo, junto con la ley, era un pilar de su religión. Para los cristianos, Jesús se convierte en el templo de Dios. Lo más importante no es el edificio, sino la persona de Jesús. Cristo es el altar viviente. San Pablo lo dirá muy bellamente: cada uno de nosotros es templo de Dios desde el momento de su bautismo. Y todos nosotros somos miembros del cuerpo de Cristo, formamos parte de Dios.
Para los cristianos, Cristo es el verdadero templo. Él nos cura y nos hace santos.

El celo que consume a Jesús

Para san Juan, “subir a Jerusalén” significa el inicio del itinerario hacia la cruz. Jesús es consciente de que Jerusalén será el punto de partida de una larga agonía. Siente que su pueblo lo rechaza y no acepta la novedad de sus palabras y su mensaje. Podríamos decir que su pasión empieza ya en la infancia, cuando ha de huir a Egipto. Más tarde, ha de sufrir el desprecio, las críticas y los murmullos, las ambigüedades de su propio pueblo. El excesivo legalismo religioso de los judíos se rebela ante la novedad y la frescura de Jesús y lleva a sus dirigentes a condenarlo. Con este telón de fondo podemos entender mejor las palabras y la actitud vigorosa y exigente de Jesús ante los vendedores del templo.

Profundamente unido a su Padre, no entiende cómo un espacio sagrado puede prostituirse de tal manera. Para él, el templo es un lugar de comunicación íntima con el Creador. Por eso defiende el templo como casa de su Padre. El celo ardiente le lleva a consumirse hasta cumplir su voluntad.
Y hoy, ¿qué hacemos con nuestros templos?

El mensaje de Jesús nos alcanza hasta hoy. La casa del Padre no se puede rebajar a un lugar donde se mercantilizan los bienes para obtener beneficios puramente materiales. Dios no quiere que el espacio dedicado a su persona sea un simple mercado.

Sorprende la furia y el enojo de Jesús. En lo más hondo de su ser, está tan unido al Padre que no puede tolerar que su lugar sagrado quede mancillado. “La casa de mi Padre es casa de oración”, afirma. Es el hogar donde nos comunicamos con el Padre, allí donde uno puede abrirse de todo corazón para dejarse llenar por él. Es la esfera íntima donde dejamos que Dios nos acoja en sus brazos y, en esa intimidad, podemos sentirnos hijos suyos.

Tampoco convirtamos nuestro cuerpo y nuestra vida en pasto de mercaderes, ávidos de arrebatarnos lo más precioso que tenemos. Convirtamos nuestro corazón en un espacio de oración.

Luchar por la libertad interior

Jesús se siente hijo del Padre. Por eso lucha con fuerza para tirar abajo los dioses falsos, como el dios dinero. Y lo hace con aparente violencia, que asombra e incluso escandaliza viniendo de él, que es un hombre pacífico. Jesús nos enseña a sacar nuestra energía cuando se trata de defender nuestra relación con Dios. Muchos pueden extrañarse y quedarse pasmados. Se trata de salvar algo íntimo que yace en lo más hondo de nuestra alma. Me refiero, también, al valor de la vida y a luchar por el derecho y el respeto a nuestra libertad religiosa. Jesús se muestra rotundo cuando se trata de defender algo tan suyo.

Las ideologías imperantes quieren hacernos callar y reducir nuestras manifestaciones de fe al ámbito privado. Podemos defender nuestra identidad cristiana y ni leyes ni ideas pueden impedirnos que seamos fieles y vivamos según el modelo de hombre nuevo que nos propone Jesús. Aunque por esta lealtad experimentaremos el esfuerzo de una fuerte subida hacia la Jerusalén de nuestra vida. No nos sorprenda. Ser rechazado es entrar en la pasión de Cristo. No olvidemos que en el horizonte cristiano siempre asomará el misterio de la cruz.

2008-11-02

Fieles Difuntos

Ciclo A
“En casa de mi padre hay muchas estancias, y me voy a prepararos sitio. Cuando vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que a donde estoy yo, estéis también vosotros”.
Jn 14, 1-6

El paso intermedio hacia la luz

Celebramos hoy la festividad de los Fieles Difuntos, una fiesta en la que la Iglesia nos invita a rezar por muchos seres queridos que nos han precedido. Tras la muerte, ellos transitan por el camino de la luz, ese trayecto que los conducirá hasta Dios. Esta celebración es la continuidad de la fiesta de Todos los Santos, es decir, todos aquellos que ya están disfrutando del abrazo eterno de Dios Padre y ya han entrado en la intimidad más genuina, que es su mismo corazón. Estos ya están gozando de la poderosísima gloria de Dios.

Nuestros difuntos se hallan en ese paso intermedio, durante el cual poco a poco se van adaptando a la luz potentísima de Dios, que es fuego ardiente de amor. Por eso nuestras oraciones y las eucaristías que ofrezcamos por ellos son necesarias, pues los acompañan en ese proceso y agilizan su paso.

Una respuesta ante la muerte

En esta liturgia, la Iglesia quiere ayudarnos a reflexionar sobre la muerte, una situación vital que a todos, creyentes y no creyentes, nos interpela profundamente.

Delante de la muerte nos sentimos desconcertados e inseguros. Especialmente nos inquieta que un día dejemos de existir. Nos asalta la cuestión más fundamental: el sentido de la existencia humana, y nos preguntamos qué hay detrás de la muerte, de ese fino velo que separa la vida terrena del más allá. Ante este misterio, nos sentimos sobrecogidos e indefensos.

La muerte marca existencialmente a todas las culturas, desde la más remota hasta la nuestra, llena de soberbia y orgullo, cuya petulancia científica cree tener respuestas para todo.

Pero los cristianos encontramos la respuesta en Jesús: en la resurrección del cuerpo y del alma.
Para nosotros la muerte es un paso necesario para un encuentro en el más allá, el abrazo de Dios con su criatura. Porque Dios nos ama tanto que nos ha regalado una vida eterna que nos permita disfrutar de su presencia sin fin.

Nos debe preocupar la vida

A los cristianos no debería preocuparnos la muerte, porque ya sabemos el final generoso que nos regala Dios, sino que ha de preocuparnos cómo vivir la vida. Hemos de temer, antes que la muerte, vivir equivocadamente, al margen de los demás; hemos de temer una vida hinchada de soberbia, una vida vacía, sin sentido, apagada y sin amor; una vida llena de enfrentamientos en la convivencia. Hemos de temer lo que nos engaña y nos hace infelices.

Teniendo presente la perspectiva de la eternidad, nuestra vida puede cambiar y ser mucho más serena y fructífera. Tenemos un tiempo en esta tierra para hacer el bien, sin temor y sin vacilación alguna.

La victoria de Cristo sobre la muerte es la gran respuesta a esta cuestión antropológica tan honda: Cristo es nuestra salvación y quiere que todos se salven y tengan vida eterna, como dice san Juan en su evangelio: “He venido para que tengan vida, y vida en abundancia”. Vivir como él lo hizo, “pasar haciendo el bien” y entregando nuestra vida por amor, es el trayecto más seguro para afrontar la muerte con paz.

Dios nos guarda un lugar

El deseo de Jesús es que no seamos cobardes, que tengamos fe en él y en Dios Padre, porque en casa de su padre hay muchas moradas y él nos hará un lugar. El deseo más genuino de Dios es conservarnos vivos para permanecer con él. Sólo es necesario nuestro sí para el encuentro definitivo, el abrazo con él en la eternidad.

Jesús nos dice que Dios nos tiene un sitio preparado: ya ocupamos un lugar en su corazón. San Pablo nos dirá también que la resurrección del cuerpo glorioso de Cristo también es la resurrección de nuestro cuerpo mortal. Esta es la gran dicha del cristiano: viviremos para siempre y nos encontraremos con el Padre en el cielo.