2024-03-15

Padre, glorifica tu nombre

5º Domingo de Cuaresma B

Evangelio: Juan 12, 20-33



La lectura de hoy nos lleva a Jerusalén, en los días antes de la muerte de Jesús. Él ha llegado a la ciudad con sus discípulos y predica en los atrios del templo. La gente se apiña a su alrededor para escucharlo y, entre ellos, aparecen unos griegos que se acercan a Felipe, el de Betsaida. ¡Queremos ver a Jesús!

¿Quiénes son estos griegos que han acudido a Jerusalén? Seguramente eran judíos de la Diáspora, de habla griega, que habían llegado para celebrar la Pascua. Y quizás se dirigen a Felipe y Andrés (dos discípulos que llevan nombres griegos) porque, siendo galileos, tal vez hablaban su lengua y podían entenderse con ellos. La petición de estos hombres es apremiante: quieren ver a Jesús. Es como un preludio de lo que será la futura misión de los apóstoles, que saldrán de Jerusalén y se esparcirán por el ancho mundo para saciar la sed de Dios de miles de almas.

Jesús se dirige a sus seguidores y los avisa. Si quieren ir tras él, deberán desprenderse de todo y ser libres para volcar su vida. Si se aferran a sus bienes, a sus miedos y seguridades, lo perderán todo. Esto es lo que significa «perder la vida y guardarla para la vida eterna». Jesús no habla de ninguna renuncia suicida ni de la autoaniquilación, sino de la entrega total.   

Después, viendo inminente la hora de su muerte, Jesús nos deja ver su lado más humano y se angustia. ¿Qué diré?, exclama, rezando ante su Padre del cielo, ¿Líbrame de esta hora? El debate interno que libró en Getsemaní empieza ahora, días antes. ¡Qué batalla debió librar Jesús en su interior! Porque humanamente era natural tener miedo y querer escapar del sufrimiento. Jesús conocía bien a los suyos, sabía ya que uno lo traicionaba y que las autoridades judías tarde o temprano acabarían con él. Pero no iba a escapar a su destino. Y convertiría su muerte en una ofrenda. No fallaría a su Padre. Por eso le pide: ¡Glorifica tu nombre! Es decir, muestra tu gloria, que todos vean cómo es el Dios que adoran. El Padre responde desde una nube, como un trueno, en una imagen muy bíblica. En el evangelio de Juan, es la primera vez que oímos la voz del Padre. En los otros evangelios la escuchamos cuando Jesús se bautizó, en el Jordán, y en el monte alto, durante la transfiguración. Jesús es fiel a su Padre; su Padre tampoco le fallará, aunque de por medio tenga que pasar una muerte muy dolorosa.

Jesús se vuelve a dirigir a la multitud con palabras que suenan un poco misteriosas y que deben ser explicadas. La voz del Padre ha sonado para ellos, para que crean que Jesús viene enviado por el cielo. ¿Qué es el juicio del mundo y quién es el príncipe de este mundo? El príncipe representa a todos los poderes que rechazan a Dios y a Jesús, los que le condenarán a muerte. ¿Cómo serán juzgados? Con la resurrección. Después de su muerte en cruz (cuando «sea elevado»), Jesús atraerá a muchos: muchos serán los que creerán en él cuando sus discípulos comiencen a dar testimonio de su resurrección. Pero los que se cierren a su luz, los que lo rechacen, ya han sido juzgados. Ellos mismos se juzgarán, eligiendo vivir en la oscuridad y rechazando la vida que Jesús les ofrece. Permanecer en las tinieblas será su condena.

Hoy nosotros podemos reflexionar. Seguir a Jesús es nacer de nuevo e iniciar una vida con sentido e intensidad. Una vida desafiante, pero con una belleza y un gozo incesante. Una vida que empieza en la tierra y seguirá en la eternidad. Pero hay que dar el paso, y Jesús promete y no engaña, pero siempre avisa. Para lanzarse al mar hay que soltar lastre; para seguirlo hay que renunciar a las ataduras. Y la principal atadura es el egoísmo acompañado del miedo, que nos llevan a querer «guardar» nuestra vida, ahorrándola y dando lo mínimo, para no perder nada. Es la manera más fácil de acabar perdiéndolo todo. En cambio, quien es generoso para darse a los demás y sigue a Jesús sin reservas, lo ganará todo y mucho más de lo que pueda imaginar.

2024-03-08

Tanto amó Dios al mundo

4º Domingo de Cuaresma B

Evangelio: Juan 3, 14-21

El evangelio de hoy nos lleva a un diálogo nocturno, a escondidas, entre Nicodemo, jefe de los fariseos, y Jesús. Nicodemo ha conocido a Jesús en Jerusalén, lo ha oído predicar y ha visto cómo expulsaba a los mercaderes del Templo; quizás ha visto u oído de sus milagros y está asombrado e inquieto. Algo en su interior lo lleva a hablar con él porque intuye que en sus palabras late la verdad. Pero Nicodemo todavía vive atrapado en su esquema mental antiguo, en la Ley judía y en sus enseñanzas. Jesús, poco a poco, le irá abriendo el horizonte.

Y lo que Jesús le revelará es de una belleza y hondura vertiginosa. Dios, este Dios que todo buen judío debía adorar con todas sus fuerzas, llevando su ley impresa en el corazón, no es un juez. No es un rey autoritario, no mira el mundo con ira, esperando detectar a los pecadores para condenarlos. No está vigilando a ver si uno cumple o no cumple, si falla o acierta, si es puro o impuro, según las leyes rituales y las tradiciones. 

Jesús desvela un rostro diferente de Dios. En primer lugar, ama. Ama al mundo sin límites. En segundo lugar, ¡tiene un hijo! Dios es Padre, y su hijo es él mismo. Y en tercer lugar, Dios está dispuesto a sacrificar a ese hijo amado para que todos los demás seres humanos se salven.

En la mente de un hombre antiguo esto no podía caber. ¿Cómo Dios va a sacrificar a su propio hijo? ¿Cómo Dios va a dar algo por los hombres? ¿No debería ser al revés? Son los hombres los que deben entregarse, ofrecer sacrificios y adorar a Dios. Y he aquí que Jesús revela un Dios que está listo para hacer lo contrario, porque no quiere juzgar, sino salvar. Y no pide nada a cambio, más que confiar en él. Dios ofrece porque ama, y ama porque quiere. Lo único que necesita hacer el hombre es abrir su corazón a la luz.

Esta lectura enlaza con el prólogo de Juan, un poema bellísimo que contiene, condensado, todo el mensaje del cuarto evangelio. Jesús, enviado por Dios, es la luz que viene al mundo. Pero una parte del mundo la rechaza. ¿Por qué? La explicación es bien simple: la luz lo descubre todo, bueno y malo. La luz señala defectos, pecados e imperfecciones. Y nadie quiere verse totalmente expuesto. El orgullo y el miedo a menudo dominan la voluntad humana. Muchos quieren tapar sus sombras y les molesta la luz.

La misión de Jesús no es juzgar ni condenar, sino salvar. La luz también es una llamada a cambiar y a obrar el bien. Quienes rechazan la luz se pierden a sí mismos. La tiniebla es su condena, y no el decreto de Dios. Por eso Jesús avisa una y otra vez. Mientras dure nuestra vida, siempre nos llamará para que nos aproximemos a la luz y, con humildad, nos dejemos curar por su amor. 

2024-03-01

El celo de tu casa me devora

3r Domingo de Cuaresma B

Evangelio: Juan 2, 13-25

En este evangelio leemos la expulsión de los mercaderes del Templo, un gesto profético de Jesús en la línea de los sorprendentes gestos que profetas como Jeremías y Ezequiel hicieron, ante todo el mundo, para transmitir un mensaje de forma rotunda.

Los profetas rompían jarras, yugos y cadenas. Pero Jesús va a hacer algo que impactará en la sociedad judía de su tiempo. Tanto, que este episodio es recogido por los cuatro evangelios y, de una manera u otra, se insinúa que es uno de los motivos por los que las autoridades planearon su muerte.

El Templo de Jerusalén era un pilar de la fe de Israel. Era el lugar sagrado por excelencia, símbolo de la unidad del pueblo. Era el lugar donde se ofrecían sacrificios a Dios, donde los hombres se reconciliaban con el Señor y los sacerdotes hacían efectiva su presencia en medio del pueblo. El Templo era un puente entre el cielo y la tierra.

Pero también, hay que decirlo, era la sede de la autoridad religiosa, un inmenso mercado y un banco. El Templo de Jerusalén era el motor económico de Jerusalén y la comarca de Judea, feudo de cuatro grandes familias que se repartían el poder y los beneficios de la gestión del santuario. Reconstruido tras el exilio de Babilonia, ampliado y embellecido por Herodes el Grande, rodeado de inmensos pórticos y patios, el Templo de Jerusalén era un recinto fastuoso que ocupaba casi una cuarta parte de la superficie de la ciudad. Era la meca de todo judío devoto, al menos una vez al año. Para Jesús, desde los doce años, era también la «casa de su Padre». Pero ¿en qué se había convertido esta casa?

A golpe de látigo, Jesús purifica el templo. ¿Son los animales, las monedas o los mercaderes los que lo mancillan? ¿No se ganan la vida estas buenas gentes, vendiendo los animales que las familias van a ofrecer en sacrificio? ¿No son necesarios los cambistas para que judíos de toda la Diáspora puedan cambiar sus monedas extranjeras por los shekels del Templo? ¿Qué culpa tienen los bueyes, los corderos y las palomas? ¿Por qué Jesús estorba el culto en el lugar santo?

Jesús, con su gesto profético, está diciendo algo mucho más profundo. Apela a la limpieza de corazón, a la rectitud de intenciones y a una fe honesta y libre de intereses. El culto que quiere Dios es un corazón lleno de amor, solidario con los pobres, sincero y fraterno, humilde y compasivo. A Dios no se le puede comprar con ofrendas ni sacrificios, como bien rezan los salmos penitenciales. Dios quiere misericordia y no sacrificios, como decían los profetas. Jesús, en el fondo, está atacando la religiosidad mercantil: Yo te doy para que tú me des. Con mis rituales y ofrendas compro la salvación. Y, de paso, nutro el negocio del Templo.

Una casa de oración, lugar de encuentro con Dios, se convierte en un mercado. El edificio acaba siendo un gigantesco ídolo. Cuando los judíos piden a Jesús un signo de autoridad, reconociendo el gesto profético, él responde con una frase enigmática que nadie entiende: Destruid este santuario y en tres días lo levantaré. Sólo sus discípulos entenderán, tiempo más tarde, que el santuario es su cuerpo.

El verdadero santuario es Jesús, su cuerpo, su vida. El santuario está también en nosotros, que somos templo del Espíritu Santo. Lo demás, el culto externo, el edificio, los adornos de la liturgia, está bien, pero no es imprescindible. No idolatremos las formas, la estructura, las paredes y el ritual por encima de lo esencial. A Dios se le puede adorar, en espíritu y en verdad, en todas partes. Y en ninguna mejor que allí donde estamos amando a los demás, encarnando el amor generoso de Dios como Jesús nos enseñó.