2022-06-24

13º Domingo Tiempo Ordinario - C

«Deja que los muertos entierren a sus muertos. Tú, ve a anunciar el reino de Dios.»

Lucas 9, 51-62.



Eliseo. Pablo. Juan y Santiago… y muchos otros. ¿Qué tienen en común? Todos ellos fueron llamados a anunciar el reino de Dios. Todos ellos, en un momento de sus vidas, tuvieron que decidir. Y para ello tuvieron que dar un giro radical y romper, en cierto modo, con su pasado, sus tradiciones, costumbres y ataduras culturales. Eliseo, labrador, sacrifica sus bueyes, quema el yugo y los ofrece a Dios. Con la carne prepara un banquete, obsequia a su familia y se despide para seguir al profeta Elías, que lo ha llamado a ser su sucesor. Pablo, el fariseo fervoroso, perseguidor de los cristianos, se convierte en el apóstol de Cristo más entusiasta. De la esclavitud de la ley judía pasa a la libertad de los hijos de Dios, donde la única ley es el amor.

Jesús amonesta a sus discípulos y advierte a quienes quieren seguirlo. A Santiago y Juan los riñe para que no sean fanáticos y respeten a quienes no quieren recibirlos. ¡La libertad de conciencia es sagrada! El mismo Dios respeta a quienes lo rechazan, ¿cómo no vamos a hacerlo nosotros? Pero a quienes se sienten atraídos por él les pone el listón muy alto. Muchas personas se entusiasman con Jesús por su carisma. Igualmente sucede hoy: puede haber líderes, sacerdotes o misioneros que atraen con su personalidad vibrante y por su vida de fe coherente y apasionada. El éxito y el testimonio atraen. Pero pocas personas están dispuestas a las renuncias que pide el seguimiento de Jesús. ¿Sabrán desprenderse de sus bienes, aceptar el riesgo, el cambio, la provisionalidad, la crítica, el rechazo? ¿Sabrán aceptar la cruz?

Quien echa mano del arado y mira atrás no vale para el reino de Dios, dice Jesús. Es duro, pero real: quien se aferra a sus seguridades y a sus prejuicios, sus ideas, sus conceptos, su clan familiar, su dinero… no puede abrirse a la novedad incesante del Espíritu Santo, que sopla donde quiere y lleva a lugares insospechados. Para ser cristiano hay que ser libre. Y San Pablo explica maravillosamente qué es ser libre de verdad: es libre quien vence al egoísmo. Seguir la carne aquí significa vivir centrado en uno mismo y buscar solo el propio bien, con lo cual en seguida saltan los conflictos con los demás y las envidias. Pablo sabe muy bien lo que ocurre en una comunidad dominada por los egoísmos y el afán de poder: se devoran unos a otros. En cambio, el Espíritu Santo es un impulso de amor, de servicio, de unidad, de búsqueda del bien del otro por encima del propio. La auténtica libertad es vencer al propio tirano: el ego, y entregarse a amar a los demás. Sed esclavos unos de otros por amor. El amor al prójimo no es una atadura, sino la ruptura de todas las cadenas. Porque, como nos recuerda el apóstol, nuestra vocación es la libertad.

2022-06-03

Ven, dulce huésped del alma


Domingo de Pentecostés

Hechos 2, 1-11

Salmo 103
1 Corintios 12, 3-13
Juan 20, 19-23

Descarga aquí la homilía en pdf.

Hoy celebramos la fiesta de Pentecostés, el nacimiento de la Iglesia. ¡Dos mil años de historia! Mirando atrás, y viendo todas las vicisitudes pasadas, más de uno se puede preguntar: ¿cómo la Iglesia ha sobrevivido hasta hoy? Porque ha pasado épocas de persecución, otras de poderío y sumisión a los reyes, otras de gran expansión, pero también de corrupción. Por la Iglesia han pasado santos, héroes y villanos, los hombres más nobles y también los más canallas. Y, pese a sus errores y caídas, sigue en pie. Cuando Napoleón asedió el Vaticano y amenazó al papa diciendo que la Iglesia llegaba a su fin, este respondió: Si nosotros no hemos podido acabar con ella, menos aún podréis tú y tus tropas.

Y así ha sido. Y esto no es por mérito de los que formamos parte de ella, en absoluto. La Iglesia sobrevive y vivirá siempre porque su cabeza es Cristo y está animada por el Espíritu Santo. No hay mal ni muerte capaz de vencerlos.

La venida del Espíritu Santo convirtió a un grupo de discípulos espantadizos y llenos de dudas en un puñado de apóstoles valientes y arrojados, dispuestos a dar la vida por Jesús y su evangelio. Su fuerza alcanza hasta hoy, gracias a su coraje estamos aquí. La experiencia que tuvieron se ha transmitido de siglo en siglo, y esto es lo que mantiene viva la Iglesia. Lo más importante no es la institución y sus estructuras, sino que la Iglesia es familia de Dios, embajada del cielo en la tierra. A pesar de la frialdad y la debilidad en la fe de muchos, bastan unos pocos hombres y mujeres que realmente vivan la experiencia de Dios para continuar expandiendo su reino. Bastaron doce hombres y unas cuantas mujeres para cambiar el mundo…

Pero hoy podemos preguntarnos: ¿dónde está el Espíritu Santo? ¿Cómo actúa? ¿De qué manera afecta a mi vida? ¿He sido tocado, también, por ese espíritu? ¿Me dejo transformar por él?

El Espíritu Santo, dice un teólogo, está presente siempre, penetrando el universo entero con su fuerza y su gracia. Todo está bañado en el amor de Dios, que todo lo crea y todo lo sostiene. ¿Cómo percibir su presencia?

La Iglesia nos ofrece los sacramentos: en todos ellos actúa el Espíritu Santo. Especialmente en la misa, y en la comunión, él está presente, con Jesús. La oración, solitaria o en grupo, también es una ocasión para abrirnos a sus dones. El Espíritu no deja de soplar, y está deseando hacer llover sobre nosotros una catarata de regalos.

¿Cómo se nota que una persona ha recibido el Espíritu Santo? En los apóstoles fue llamativo su don de lenguas, su capacidad de comunicar de manera que todos podían comprenderlos. Más que habilidad lingüística, el Espíritu les dio el don de comunicar de corazón a corazón, conectando con los demás, abriendo sus oídos y su alma. San Pablo explica que el Espíritu reparte muchos carismas. Son los dones o talentos personales que todos tenemos, y que podemos poner al servicio de los demás, para el bien. Si los invertimos en amar al prójimo, ¡nunca nos faltarán esos talentos! Siempre tendremos más. Si nos los guardamos por egoísmo o por miedo… Esos talentos se desperdiciarán y los perderemos.

Pero la acción del Espíritu se nota sobre todo en las obras, en la forma de vivir y de tratar a los demás. No todos recibimos dones espectaculares, de lenguas, de sabiduría, de sanación o de conocimientos ocultos. No todos somos “profetas” o grandes oradores. Pero todos, sin excepción, recibimos el don mayor, el mejor carisma, según san Pablo: la capacidad de amar. Este es el don superior, el mayor de todos y el que nos asemeja a Dios.

Se notará que estamos llenos del Espíritu por la caridad en nuestras relaciones, por la delicadeza, la comprensión, la ternura y el servicio a los demás. El Espíritu es un dulce huésped que nos llena de amor y nos permite amar al modo de Dios. Pero también es viento poderoso que nos empuja a vencer el miedo, y es fuego que derrite los hielos de un corazón duro e impenetrable. A veces en las iglesias hay tantos corazones helados… Ojalá el fuego del Espíritu, hoy especialmente, pueda arder en nuestras parroquias y comunidades, y nos encienda, y nos anime a salir de nosotros mismos para encontrarnos con los demás. El mundo espera. El mundo está hambriento de amor. El mundo está sediento de Dios, aunque no lo sepa. Y Dios necesita brazos, y voces, y mentes creativas. En nuestras manos está que, en medio de la oscuridad, ardan nuevas hogueras que den luz y calor.