2025-06-27

Santos Pedro y Pablo

 


Lecturas

Hechos 12, 1-11.

2 Timoteo 4, 6-8. 17-18.

Mateo 16, 13-19.

La festividad de hoy une a dos pilares de la Iglesia, dos apóstoles, amigos de Jesús, que llevaron su mensaje muy lejos. Ambos murieron mártires, en Roma. Ambos dieron su vida por Cristo. Y aunque durante su vida tuvieron diferencias, ambos supieron madurar y ser fieles a su misión hasta el final.

El evangelio de Mateo nos presenta un estadio inicial de la vocación de Pedro. Aun es un discípulo de Jesús. Aún está aprendiendo junto a su maestro. Pero cuando este pregunta a todo el grupo de los Doce: ¿Quién decís que soy yo? Pedro es el primero que responde, en nombre de todos: Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo.

Jesús lo bendice porque esta inspiración no le viene por sí mismo, sino por el mismo Padre. Simón ha tenido lucidez porque se ha abierto a la palabra de Dios. Cuando el hombre se abre a la divinidad, el Espíritu Santo lo inspira y le da sabiduría.

Acto seguido, Jesús da a Pedro una misión. Es el líder del grupo, el que tendrá que afianzar la comunidad cuando el Maestro falte. Simón todavía es una piedra frágil y tiene mucho que aprender, pero el amor lo irá puliendo. Jesús asegura a Pedro que el poder de la muerte no podrá derrotar la nueva comunidad que va a fundar. La Iglesia es una familia de Dios, del Dios que es de vivos, y no de muertos. Por eso, afirma Jesús, nada podrá derrotarla. La Iglesia podrá sufrir persecución y acoso, como estamos viendo hoy. Podrá sufrir grandes crisis y dificultades, privaciones y ataques de todo tipo. Pero si está sostenida en Cristo, nada podrá erradicarla. Su raíz está en los cielos.

La segunda lectura nos presenta a Pablo al final de su misión. En su carta a Timoteo, Pablo reconoce que está acabando su carrera, le queda poco para morir. Prevé su martirio, pero mira hacia atrás y está contento, porque sabe que lo ha dado todo. Pero no se enorgullece de sí mismo, sino que agradece al Señor, que le ha dado fuerzas y lo ha librado de mil peligros.

Cuando Dios llama, da fuerzas, da recursos, da todo cuanto necesitamos para emprender este camino. Pablo así lo declara. Y cuando ya no nos salve de la muerte, porque ha llegado nuestra hora, como dice Pablo: “me librará de toda obra mala y me salvará llevándome a su reino celestial”.

Mientras bregamos en este mundo, sostenidos por la fe, en medio de adversidades, recordemos estas palabras. Pidamos a Dios, no tanto que nos libre de problemas, que todos tendremos, sino que nos libre de hacer el mal, de responder mal, de enfadarnos, hundirnos o abandonar cuando vienen las cosas torcidas. Que no se nos muera el alma, que no nos cansemos de amar y obrar el bien.

Pedro y Pablo, tan distintos, tan iguales en su amor y en su entrega, a Dios y a los demás, que dieron su vida por sus comunidades, son dos ejemplos para todos los cristianos de hoy. Imitemos su heroísmo, cada cual a su manera y en su lugar. Lo que Jesús nos pide no es más que lo que les pidió a ellos: fidelidad y adhesión. Después, cada uno sabrá, allí donde esté, qué debe hacer.

Que Pedro y Pablo nos inspiren y nos animen a no desfallecer nunca, a terminar la carrera y conservar la fe, con una profunda gratitud.

2025-06-20

Corpus Christi - C

«Dadles vosotros de comer.»

Lucas 9, 11b-17


Desde pequeños hemos aprendido que comulgar el pan y el vino significa tomar el cuerpo y la sangre de Cristo. ¡Comer al mismo Dios! Hacer de Dios parte de nuestra carne y nuestra sangre… ¿somos conscientes de lo que estamos haciendo? Quizás tantos años de misas y liturgias repetidas, domingo tras domingo, nos han apagado el asombro y la pasión que deberíamos sentir ante un misterio tan grande y la generosidad desbordante de nuestro Dios.

En las religiones antiguas se sacrificaban animales para ofrecerlos a Dios. En la nuestra se da un giro sorprendente: es Dios mismo quien se ofrece a los hombres… ¡y se da como alimento! Los papeles se cambian. Si Melquisedec, el sacerdote del Antiguo Testamento, aceptaba las ofrendas de Abraham para darlas a Dios, Jesús, el nuevo sacerdote, se ofrece a sí mismo a los hombres. Melquisedec ofrece lo que tiene: los frutos de la tierra y del trabajo humano. Jesús ofrece lo que es: toda su humanidad, su cuerpo, su sangre, pero también su divinidad. Una divinidad que no pide sacrificios, sino solamente apertura a su amor. ¡La gran y única necesidad de Dios es que le dejemos amar!

En el evangelio de la multiplicación de los panes vemos unidas las dos ofrendas. Dadles vosotros de comer, dice Jesús a sus discípulos, ante la multitud hambrienta. El esfuerzo del muchacho que da lo poco que tiene, unos pocos panes y peces, es el valor del sacrificio humano. Su gesto generoso provoca la respuesta de Dios: el milagro del pan abundante para todos. La generosidad humana dispara la Providencia de Dios. Y todos comen, y se sacian.

El misterio del pan de Dios va ligado a una necesidad básica: el alimento. Las personas tenemos hambre, necesitamos comida para vivir. Pero tenemos otra hambre más honda, y aunque no lo parezca, la necesitamos para vivir con mayúscula, para no morir en vida, para que nuestra existencia sea Vida de verdad, buena, bella, con sentido. El pan material nos nutre, y Jesús en la oración del Padrenuestro incluye una plegaria para que nunca nos falte. Pero el pan que alimenta nuestra alma es él mismo.

Si Cristo es pan de vida, ser cristiano significa que cada uno de nosotros también ha de convertirse en pan. Pan para los demás: para el cónyuge y los hijos, para el vecino necesitado, para el pobre, para el triste, para el hambriento de justicia y misericordia, de escucha y de amistad. Hoy es la fiesta del cuerpo y la sangre de Cristo. Nosotros somos parte de ese cuerpo. Seamos generosos, seamos entregados, seamos buen pan.

2025-06-13

Santísima Trinidad

«Cuando venga el Espíritu de la Verdad, os guiará hasta la verdad plena».

Juan 16, 12-15.


Dios es familia

La fiesta de hoy nos revela las entrañas del mismo Dios: un Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Dios no es un ser solitario ni aislado. La soledad es el primer mal, como señala el Génesis, cuando dice: «No es bueno que el hombre esté solo». Dios tampoco permanece en la soledad, sino que es una familia de tres personas estrechamente unidas: es relación y comunicación.

El Padre Creador

La primera persona de Dios es el Creador. Nos regala la vida, el universo, se complace en la belleza de todo lo creado y vuelca todo su amor en su criatura predilecta, hecha a su imagen y semejanza: el ser humano.

Dios Padre, esta figura de la paternidad de Dios, nos es revelado por Jesús. Su relación con Él es de hijo a padre, una relación de comunicación, de amistad, de confianza. Evoca donación, generosidad y amor. En definitiva, Jesús nos descubre a un Dios cercano y personal, que ama a su criatura.

El Hijo, Palabra encarnada

Dios Hijo es el Verbo encarnado, Jesucristo. En Jesús el amor de Dios Padre se personifica, se hace humano y se manifiesta en medio de nosotros. Cristo ama como Dios ama. Esta es la gran novedad del Cristianismo: Dios no está alejado de la humanidad. Viene a habitar entre nosotros, hasta el punto de hacerse hombre con todas las consecuencias.

Del Hijo hemos de aprender su vida, su opción por los pobres, su delicadeza con los enfermos, su capacidad de entrega, de dar hasta la vida por amor.

El aliento sagrado de Dios

El Espíritu Santo es el aliento, la fuerza, el beso de Dios. Es el amor de Dios que se extiende entre los seres humanos. Así como a Dios Padre podemos adivinarlo reflejado en la Creación, y a Cristo lo vemos a nuestro lado como hermano, el Espíritu Santo lo llevamos dentro. Es un regalo que Dios nos da: somos templos de su Espíritu.

El Espíritu Santo despierta nuestra conciencia de unidad. Él es quien nos infunde la fuerza para salir fuera de nosotros mismos, ir hacia los demás y construir comunidad, Iglesia, pueblo de Dios. Es el Espíritu de amor, de unidad, de amistad. Para el cristiano de hoy, el espacio de comunicación por excelencia es la Iglesia. 

Cultivar nuestra dimensión trinitaria

El cristiano está llamado a ser trinitario en todos los aspectos de su vida, cultivando la devoción a la Trinidad, que es la esencia más sublime de Dios.

¿Cómo ser trinitarios?

Aprendamos a ser creadores, como Dios Padre. Podemos crear belleza a nuestro alrededor, podemos levantar pequeños universos de buenas relaciones. Aprendamos a ser constructores de bien. Los cristianos hemos de ser muy creativos. La persona que tiene a Dios dentro es bella porque ama, crea, se entrega, está llena de su Espíritu e inspirada por Él.

Seamos también como Cristo. Imitemos su vida. Nuestra mejor enseñanza son las bienaventuranzas, maneras directas de encarnar el amor de Dios en el mundo. Recorramos nuestras Galileas y anunciemos la buena noticia de Dios. Seamos buenos predicadores, curemos a los enfermos, aliviemos el dolor de los que sufren, hasta dar nuestra vida por aquello que creemos. Imitar a Cristo significa abrirse a la voluntad de Dios y configurar en ella nuestra vida.

¿Cómo imitar al Espíritu Santo? Siendo dulzura y bálsamo, y a la vez soplo potente, fuerza, empuje. Estamos llamados a ser fuego en medio del mundo, propagadores de la Verdad. Somos inspirados por el Espíritu Santo cuando trabajamos por la unión y por la paz.

2025-06-06

Domingo de Pentecostés

Antes de subir al cielo, Jesús envía su Espíritu Santo sobre los discípulos reunidos con él y les da una misión. Lecturas: Hechos 2, 1-11; Salmo 103; 1Cor 12, 3b-13; Juan 20, 19-23.

Descarga aquí la homilía para imprimir.


Dios es Señor de vivos, y no de muertos. Nuestra fe se sustenta en la resurrección: el paso de una vida terrenal, finita, a otra vida eterna y gloriosa. Dios es autor de la vida y amigo de la belleza, la alegría, la fiesta. No le ha bastado crear el universo y crearnos a nosotros, sus hijos: ha querido estar entre nosotros para que nuestra vida y nuestro gozo sean completos.

Primero envió a Jesús, su hijo. Jesús es nuestro pan y nuestra agua viva, el alimento que nos sostiene, el camino hacia la Vida con mayúsculas. La vida de Jesús es la que todos estamos llamados a vivir: una vida de servicio, de humildad, de amor a los amigos y ayuda a los que sufren. Una vida que trae luz y alegría allí donde hay oscuridad, miedo y muerte.

Jesús regresa junto al Padre… pero no nos deja solos. Ahora es el Espíritu Santo quien viene. Si Jesús era pan y agua viva, el Espíritu Santo es fuego y viento. Jesús nos sostiene, el Espíritu nos transforma y nos impulsa. Jesús enseñó a sus discípulos y los amó hasta el fin; el Espíritu los cambió por completo, convirtiendo a un grupo de hombres acobardados e indecisos en un equipo de valientes apóstoles. El Espíritu les infundió coraje y fortaleza para anunciar la vida de Dios incansablemente, afrontando toda clase de peligros y hasta la muerte. Y les dio capacidad de comunicación: todos los oían hablar en sus lenguas. Y es porque hay un lenguaje universal, el del amor, que todos pueden entender.

La Iglesia nace en Pentecostés. Hoy estamos aquí, reunidos, porque un día el Espíritu sopló sobre los apóstoles, reunidos con María. ¿Qué significa para nosotros esta fiesta? No es un mero recuerdo: Pentecostés sucede hoy, y el Espíritu Santo está soplando siempre. ¿Sabemos oír su voz? ¿Nos dejamos llevar por su soplo? ¿Dejamos que su fuego descongele nuestro corazón? Nuestras plegarias, ¿se abren a su acción?

Jesús sigue alimentándonos en la eucaristía y el Espíritu está presente en todos los sacramentos. ¡Es el mismo Espíritu que descendió sobre los apóstoles! No somos tan diferentes de ellos. ¿Sabemos recibirlo y acoger a este dulce huésped del alma? Quizás tenemos miedo de tanto viento, de tanto fuego, y nos pertrechamos tras mil excusas porque, en el fondo, no queremos cambiar. No queremos anunciar, no queremos vivir con tanta plenitud. ¿Nos da miedo el gozo? ¿Nos da miedo la vida eterna? ¿Nos asusta el cielo? ¿Nos atrevemos a vivir de verdad o nos contentamos con sobrevivir?

Nuestro Dios nos llama a una vida grande. Somos antorchas llamadas a sembrar luz. No tengamos miedo. Con el Espíritu Santo llegan muchos dones: el primero, la paz. Otro gran don: la unidad y la fraternidad. Y otros: un coraje y una alegría desbordante, sin límites.