22º Domingo Ordinario B
Evangelio: Marcos 7, 1-8. 14-15. 21-23
En su misión evangelizadora Jesús tuvo numerosos choques con
algunos grupos de judíos muy religiosos y devotos: los fariseos. Estos tenían un
alto concepto de sí mismos, pues se preciaban de cumplir toda la Ley de Dios, a
rajatabla, sin omitir ni un precepto. Miraban por encima del hombro a la
inmensa mayoría del pueblo, que no los cumplía todos, y criticaron
continuamente a Jesús y a sus discípulos porque no solo no cumplían, sino que el
Maestro parecía alentar las infracciones.
Hemos de clarificar algunas ideas para comprender este texto
y estas discusiones. En primer lugar, la importancia de la Ley para todo buen
judío. La Ley no era lo que hoy entendemos como un código legal: era mucho más.
La palabra hebrea Torá significa enseñanza, decreto, palabra, incluso sabiduría
de Dios. Cumplir la Ley significaba ni más ni menos que hacer la voluntad de
Dios. Y ¿cómo agradar a Dios? Obedeciendo sus preceptos. Los principales eran
los Diez Mandamientos, todos ellos de naturaleza teológica y moral: son las
diez normas básicas que rigen la relación entre Dios y los hombres, y entre los
seres humanos en sociedad.
Pero Israel, además, se concebía como pueblo santo, reservado
para Dios. Y esto requería que fuera un pueblo puro, sin mancha. Aquí es donde conviene
explicar qué significaba pureza para los judíos, pues no era lo mismo que entiende,
quizás, un cristiano de hoy. Puro es lo que puede ser apartado y consagrado a
Dios. La pureza era un requisito de personas, lugares y objetos para participar
en el culto divino. Y esta pureza debía ser moral y ritual. La pureza moral se
refiere siempre a la conducta. La pureza ritual tiene que ver con el contacto
con sustancias diversas y es un rasgo distintivo de un pueblo o comunidad, un signo
de su identidad que lo diferencia de otros.
Jesús en su enseñanza dio enorme importancia a la pureza
moral, aumentando incluso la exigencia básica de los mandamientos. En cambio,
la impureza ritual no la consideró importante. ¿Acaso te hace más santo tocar o
dejar de tocar sangre o cierto tipo de animales o alimentos? Para los fariseos
todo era importante, lo moral y lo ritual. Pero llegaron a dar tantísima
importancia a la pureza ritual que acabaron convirtiéndola en su rasgo
distintivo: a esto se refiere el evangelio cuando habla de lavar manos, vasos,
platos y objetos. No era simple higiene: era un ritual purificador. En los
fariseos acabó siendo un motivo de orgullo y discriminación de quienes no
podían cumplir con todos estos mandamientos rituales.
Jesús distingue entre la ley de Dios y las tradiciones de
los hombres. Una cosa es lo que quiere Dios, otra cosa las costumbres culturales.
Lo primero es firme y esencial; lo segundo cambia según los tiempos y los
lugares. Jesús ataca a quienes se aferran a las tradiciones dándoles la misma
importancia que el querer de Dios. En la misma línea que los profetas, critica
el culto vacío, la hipocresía y la vanidad del perfecto cumplidor que, por
fuera, es intachable, pero por dentro está lleno de malicias y sombras.
La frase de Jesús es tajante: no es lo de afuera lo que hace
impuro al hombre. No te hará impuro tocar, comer o pisar esto o aquello.
Tampoco te purificará lavarte las manos. La higiene puede limpiar tu cuerpo,
pero no tu corazón. Es lo de adentro lo que impurifica al ser humano, y es
dentro de nosotros donde se incuban y crecen las semillas del mal. Un daño o un
delito fueron intenciones e ideas torcidas antes de convertirse en acción.
Hoy, Jesús nos da un toque moral a los creyentes. ¿Y si nosotros
también estamos dando más importancia a los preceptos humanos que a la ley de
Dios? ¿Qué quiere Dios de nosotros? ¿Creemos que con cumplir viniendo a misa,
recibiendo los sacramentos o siguiendo los preceptos de la Iglesia ya somos puros?
Podemos ser perfectos cumplidores y, al mismo tiempo, estar muy alejados de la
bondad y la misericordia de Dios. ¿Creemos que la tradición, el modo de hacer
de tiempos pasados, era mejor y que los cambios actuales nos llevan a la perdición?
Cuidado, porque si viajamos a los tiempos de Jesús, veremos que muchas de
nuestras tradiciones son «costumbres humanas» y culturales que la Iglesia ha
ido adquiriendo con el paso de los siglos, pero que nunca formaron parte del
mundo de Jesús y los apóstoles?
Sepamos discernir lo esencial de lo accidental; lo que viene de Dios de lo cultural; lo moral de lo ritual. ¿Cómo lo sabremos? El termómetro es la caridad: esto que hago, ¿me acerca o me aleja de mis hermanos? Si no me ayuda a amarlos más, también me estará alejando de Dios. La pureza no es una lavandería de almas; lo que nos hace puros es enamorarnos, cada día más, de nuestro Dios, y trasladar este amor al prójimo.