El texto que leemos hoy es continuación del pasado domingo. Narra lo que sucede después de la proclamación de Jesús del texto del profeta Isaías en la sinagoga. Todos quedan maravillados de sus palabras. Pero, a continuación, el discurso de Jesús contiene un alto nivel de exigencia. De la aprobación y la admiración, la gente de su pueblo pasa a la crítica y al deseo de matarlo. El pueblo se extraña de la profundidad de sus palabras y se pregunta: “¿Quién es éste? ¿No es el hijo del carpintero?” Lucas pone ya de manifiesto el progresivo recelo del pueblo judío hacia Jesús. Un hombre de un entorno sencillo y humilde, ¿cómo puede expresar estas bellas y profundas verdades? Surgen el desprecio y los celos hacia él. Envidia y desprecio que se irán fraguando hasta llegar a una hostil actitud de rechazo.
Jesús expresa apenado que nadie es profeta en su tierra. No escapa ante las críticas y recelos propios del ser humano. Cuántas veces hemos oído esta frase en boca de grupos, de familias, de comunidades, de vecinos… "Este, ¿nos puede decir algo?" Con nuestro desdén manifestamos la inseguridad y una falta de humildad para reconocer y ver lo bueno que tienen los demás, quizás aún mejor que nosotros. Los judíos se enfurecen especialmente cuando Jesús hace referencia a personajes y episodios del Antiguo Testamento, como Elías y la viuda de Sarepta y Eliseo y el leproso Naamán. Con estas narraciones, Jesús pone el dedo en la llaga ante la actitud de cerrazón de su pueblo. Se refiere claramente a su hipocresía religiosa, les insinúa que sólo los que abren el corazón a Dios serán salvados y escogidos. Su don y su gracia serán para los humildes y sencillos que pongan sus vidas a su servicio. El rechazo hacia Jesús se va recrudeciendo, porque habla con claridad y no tiene miedo a nada ni a nadie.
Pasar de la crítica al bien hablar
Esta lectura es un revulsivo para los cristianos de hoy. Gastamos horas sin fin para criticar a los demás: qué hacen, qué piensan, cómo hablan… Perdemos un tiempo precioso de la forma más absurda.
Ante el anuncio de la buena nueva, debemos sentirnos impulsados a hablar de cosas buenas y bellas, para sacar a la luz aquello de bueno que tiene cada persona. Una de las grandes misiones del cristiano es justamente ir a contracorriente en esto. No hablemos nunca mal de nadie.
Para dejar de hacer críticas destructivas necesitamos, por un lado, ser comprensivos y misericordiosos, a la vez que muy conscientes. Es una frivolidad perder el tiempo en críticas banales. Una actitud humilde nos ayudará a reconocer los dones de los demás. En la sencillez se manifiesta el soplo del Espíritu. Las palabras de las gentes de Nazaret pueden resultarnos familiares. ¿Quién es éste o ésta? Si lo conocemos de hace tanto tiempo… ¿qué tiene que decirnos de nuevo? Pues bien, aquella persona humilde que vive a nuestro lado también nos puede enseñar muchas cosas.
Pedimos milagros
La gente espera milagros espectaculares de Dios. El gran milagro ya se ha producido: somos herederos de su palabra. El gran milagro es su permanencia constante en la Eucaristía. Dios se nos da a sí mismo: lo que nos dé por su providencia será por añadidura. Pero el mayor regalo ya lo tenemos: Cristo resucitó y nos abrió el camino a una nueva vida.
No podemos salir de una celebración eucarística admirados de cuanto hemos oído y volver a nuestras actitudes fáciles y cómodas de criticar y señalar a los demás. Aprendamos a valorar el milagro inmenso de la presencia de Cristo entre nosotros. Ser conscientes de la grandeza de este don transformará nuestra vida. Nos hará responsables a la hora de emplear nuestro tiempo y nuestras palabras. Que nuestras palabras reflejen la bondad de Dios, y nuestro tiempo sea invertido en acrecentar su Reino.