2025-11-28

Vivir despiertos: el Adviento que empieza dentro

Primer domingo de Adviento - ciclo A

Lecturas: Isaías 2, 1-5
Salmo 121
Romanos 13, 11-14
Mateo 24, 37-44


Comenzamos un nuevo año litúrgico, y con él, el tiempo de Adviento: un camino de espera y de vigilancia. El Evangelio de este domingo (Mateo 24, 37-44) nos invita a mirar la vida con ojos despiertos, a vivir con atención amorosa, sin dejarnos arrastrar por la rutina que adormece el corazón. Jesús nos llama hoy a despertar. A no vivir “en piloto automático”. A preparar el alma para su venida.

“Velad, pues, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor. Estad preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre.” (Mt 24, 42. 44)

El discurso de Jesús en este pasaje pertenece a los últimos capítulos de Mateo, cuando el Señor habla a los discípulos sobre los tiempos finales y sobre la importancia de la vigilancia. No se trata de generar miedo, sino de abrir los ojos. Jesús no pretende que vivamos obsesionados con fechas o señales, sino que aprendamos a reconocer su paso cotidiano, su presencia silenciosa en lo pequeño y en lo inesperado.

Jesús pone un ejemplo provocador: los días de Noé. La gente comía, bebía, compraba y vendía, se casaba… Vivía la vida, sí, pero dormida, sin preguntarse por Dios, sin mirar más allá de lo inmediato. No hicieron espacio en su interior para la voz que llamaba a la conversión, y cuando llegó el diluvio estaban desprevenidos. La cuestión no es si comían o bebían —son actos naturales y buenos, en sí—, sino cómo vivían: con el alma cerrada, distraída, sin horizonte.

Adviento nos coloca justo delante de esta llamada: despertar. San Pablo, en la segunda lectura (Rom 13, 11-14), lo expresa con fuerza: “Es hora de despertaros del sueño”. Y el profeta Isaías, en la primera lectura, nos muestra hacia dónde camina el corazón que se despierta: hacia la montaña del Señor, hacia la paz, hacia la luz que vence las armas y las sombras.

Vigilar no significa vivir tensos, sino vivir atentos. Con el corazón disponible. Con los ojos abiertos a los signos de Dios en lo cotidiano: en una conversación que nos toca, en un gesto inesperado de cariño, en una oportunidad de perdón, en una luz interior que aparece sin haberla buscado.

Adviento es la escuela del corazón despierto. Jesús no nos pide grandes proezas, sino algo más sencillo: vivir presentes, no dejar pasar la vida sin saborearla ni reconocer la visita de Dios que llama suavemente a la puerta.

Este domingo puedes hacer un pequeño ejercicio: elige un momento del día —cinco minutos bastan— y detente a mirar cómo está tu corazón. Pregúntate: ¿estoy viviendo despierto? ¿O voy de un lado a otro sin detenerme, sin interioridad, sin espacio para Dios?

Proponte un gesto concreto de vigilancia amorosa: apagar diez minutos el móvil, caminar sin prisa, escuchar a alguien sin interrumpir, rezar una oración antes de dormir. Son maneras sencillas de abrirle una puerta al Señor que viene. Adviento no es un calendario, es una actitud. Empieza por un gesto pequeño y sostenido. La vigilancia nace de la constancia humilde.

Que este Adviento nos encuentre despiertos, con el corazón abierto a la presencia de Dios que se acerca cada día.

Señor, despiértame del sueño que me aleja de Ti. Enséñame a vivir atento, disponible, vigilante, para reconocer tu paso discreto en mi vida. Ven, Señor Jesús, y haz nueva mi esperanza.

2025-11-21

Un Rey que salva desde la cruz

Primera lectura: 2 Samuel 5, 1-3
Salmo 121
Segunda lectura: Colosenses 1, 12-20
Evangelio: Lucas 23, 35-43

En este último domingo del año litúrgico celebramos a Jesucristo, Rey del Universo, un Rey muy distinto a los que imaginamos. Su trono es una cruz, y desde allí revela un amor que no se impone, sino que se entrega. El evangelio de hoy nos invita a mirar esa realeza que transforma nuestras heridas en esperanza.

“Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino.” Él le respondió: “En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso.” (Lc 23,42-43)

La escena es sorprendente. Jesús, clavado en la cruz, parece derrotado. A su alrededor, algunos lo miran con desprecio, otros lo provocan, y muchos simplemente observan sin comprender. Aquellos que pocas horas antes aclamaban su nombre, ahora están ausentes. Y sin embargo, en medio de ese silencio y de esa injusticia, ocurre algo que cambia todo: un ladrón reconoce a Jesús como Rey.

Este «buen ladrón» —tradicionalmente llamado Dimas— no pide milagros, ni bajar de la cruz, ni resolver su sufrimiento. Solo pide algo humilde y profundo: acuérdate de mí. No cae en victimismos ni excusas; reconoce su propia fragilidad y su pecado, y mira a Jesús con una sinceridad que atraviesa el dolor. Y Jesús responde con una promesa que es puro consuelo: hoy estarás conmigo.

Aquí se revela el corazón del Evangelio: la realeza de Jesús no es poder, sino presencia. Es la soberanía del amor que no se rinde, que no abandona, que acompaña incluso cuando la vida parece rota.

¿Qué tipo de Rey es este?

Un Rey que perdona mientras sufre.

Un Rey que escucha cuando todos callan.

Un Rey que abraza a quienes la sociedad etiqueta como perdidos.

Un Rey que no se impone desde arriba, sino que se acerca desde abajo, desde nuestra propia cruz.

En esta fiesta de Cristo Rey, la Iglesia nos recuerda que su autoridad no se parece a la del mundo. Él reina no dominando, sino liberando; no exigiendo, sino ofreciendo; no a través del miedo, sino de la misericordia. Su trono, la cruz, es el lugar donde más vulnerable se hace, porque es ahí donde más ama.

Y quizá por eso este Evangelio toca tanto hoy. Porque también nosotros tenemos cruces, heridas, miedos, momentos en los que sentimos que el horizonte se oscurece. En esos lugares, Jesús no llega como un juez severo ni como un rey distante, sino como Alguien que se queda a tu lado. A veces no cambia la situación, pero sí cambia tu corazón desde dentro.

La pregunta del buen ladrón sigue siendo una oración eterna: Jesús, acuérdate de mí.

Es la súplica de quien reconoce que sin Él se pierde, y que con Él todo encuentra su sitio.

Hoy, en tu vida…

Te propongo algo muy sencillo: regálate un momento para mirar tu propia cruz. No para lamentarte, sino para invitar a Jesús a estar contigo en ese lugar concreto donde más lo necesitas. Puede ser una preocupación familiar, un miedo que te acompaña noche tras noche, una herida del pasado, un cansancio que pesa.

Repite despacio en tu interior: “Jesús, acuérdate de mí en esto.”
Pon nombre a ese “esto”: una situación, un rostro, un deseo, un dolor.
Déjate mirar por Él como miró al buen ladrón: con ternura, sin juicios, reconociendo en ti una dignidad que quizá tú mismo olvidaste. Hoy Cristo te recuerda que su Reino empieza allí donde le permites entrar.

Oración

Jesús, Rey crucificado, gracias por mirarme incluso cuando no lo merezco. Enséñame a dejarme amar por Ti, a reconocerte en mis pequeñas cruces y a confiar en tu promesa que salva.
Jesús, acuérdate de mí hoy. Acuérdate de los míos. Acuérdate de mi corazón que te busca.

2025-11-07

Dedicación de la Basílica de Letrán

Evangelio: Juan 2, 13-22.


Basílica de San Juan de Letrán, en Roma

La expulsión de los mercaderes del Templo es uno de los episodios más controvertidos de la vida de Jesús. Nos puede dejar perplejos por su radicalidad agresiva. 

Pero conviene entenderlo en su tiempo y en su lugar. Jesús, con este gesto tan rotundo, está lanzando dos mensajes a sus conciudadanos judíos y a las autoridades religiosas del Templo.

En primer lugar, es un gesto profético, desmesurado, llamativo, para captar la atención y transmitir un mensaje. También profetas como Jeremías y Ezequiel llevaron a cabo acciones sorprendentes y simbólicas para que el pueblo reaccionase.

En segundo lugar, es un gesto mesiánico. Sólo el Mesías, el Ungido enviado por Dios, puede renovar la fe del pueblo, depurándola de su lastre y sus desviaciones, y estableciendo una "nueva Ley" donde la adoración ya no se centrará en el culto, las ofrendas y los sacrificios (un auténtico mercado) sino en adorar a Dios "en espíritu y en verdad", como explicará Jesús a la samaritana (Juan 4, 23).

Las autoridades del Templo no lo arrestan ni lo encarcelan porque saben que el gesto de Jesús es profético y la gente del pueblo, impresionada, lo sigue. Pero sí le preguntan: ¿Qué signos nos das para hacer esto? Le están retando: ¿Quién eres tú? ¿Qué autoridad tienes? Si eres el Mesías, ¡haz algún signo prodigioso del cielo para convencernos. 

Los judíos buscan signos, dirá más adelante san Pablo. Quieren ver señales para creer. Jesús no se las dará, no caerá en la tentación del diablo de arrojarse del Templo para que una legión de ángeles lo recoja y todos caigan de rodillas, apabullados, para adorarlo. Jesús no abusará de su poder divino. 

Pero les deja un enigma: "Destruid este templo y lo levantaré en tres días". El evangelista nos aclara que el "templo" verdadero es el mismo Jesús. Él no destruirá nada, pero será destruido, azotado, torturado y clavado en cruz. El gran signo, que nadie espera ni imagina, es que resucitará. 

La resurrección de Jesús supera todos los signos y prodigios imaginables por los judíos. Y es la prueba certera de que puede obrar con autoridad ante el Templo de piedra, porque es Dios. 

¿Qué nos dice hoy Jesús?

¿Adoramos a Dios o adoramos nuestros templos, iglesias e instituciones? ¿Nos arrodillamos ante el Altísimo o ante la tradición? ¿Mercadeamos con Dios? ¿Queremos comprar el cielo a plazos, con misas, oraciones, sacrificios y ganando méritos? 

Jesús, como los profetas, no rechaza el culto ni las ofrendas, pero sí la hipocresía. En la mejor tradición profética, nos dice que todo esto es valioso si va acompañado de amor sincero a Dios y a los hombres. Si no es con caridad, si no van acompañadas de una vida coherente con la fe, de nada sirven las prácticas religiosas. Quedarán en letra muerta y en culto vacío. 

El verdadero templo es Jesús. Y él, ofreciéndose hecho pan, alimentándonos con su cuerpo, nos convierte a cada uno de nosotros en templo habitado por la presencia divina. ¡Dejémonos transformar por él!