2007-11-11

El Dios de Jesús, un Dios de vivos

Semana XXXII del tiempo ordinario. Ciclo C.
En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección, y le preguntaron:
“Maestro, Moisés nos dejó escrito: Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer, pero sin hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a su hermano. Pues bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete hermanos, y todos murieron sin dejar hijos. Por último murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella”.
Jesús les contestó: “En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles, son hijos de Dios, porque participan en la resurrección. Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor “Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob”. No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos”.
Lc 20, 27-38


La incredulidad que busca justificarse

La secuencia del evangelio de hoy recoge el sarcasmo y la incredulidad de un grupo de saduceos, que representan la élite intelectual y económica de la cultura judía. Con la insidiosa pregunta que hacen a Jesús sobre el caso de los siete hermanos fallecidos y su viuda, cuestionan la resurrección haciendo alusión a la ley de Moisés. Pero Jesús responde apelando a las mismas escrituras, recogiendo el episodio de la zarza ardiente y manifestando que el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob es un Dios de vivos. Con esta afirmación, Jesús asienta doctrina sobre la resurrección.

El valor del matrimonio

Los saduceos no sólo cuestionan la resurrección, sino el sentido profundo del matrimonio. En su pregunta se plantea, en realidad, de quién será la posesión de la mujer. Anteponen el poseer al amor del matrimonio. Para Jesús, el matrimonio es una realidad sagrada, una unión que trasciende los aspectos materiales y posesivos. Su respuesta es clave para entender el misterio de la resurrección. En el cielo las personas no se casan ni procrean, pues nunca mueren, viven para siempre. El cielo no es una continuidad de este mundo terreno. En él se da un salto cualitativo. “Seremos como ángeles”. ¿Qué significa esto?

Esta frase de Jesús indica que, en el cielo, estaremos en profunda comunión con Dios. El amor allí es trascendido, va más allá de la corporeidad y la sexualidad. Ser como ángeles expresa la pureza del amor.

Una cultura de la vida

El Dios cristiano es un Dios de vivos, opuesto a la cultura de la muerte y a la fragmentación del ser humano. Los cristianos de hoy hemos de generar cultura de la vida allá donde estemos. Las manifestaciones de la cultura de la muerte son muchas y diversas: el terrorismo, las guerras, la lucha por el poder, el desprecio ante la vida que se da en la tolerancia ante la pobreza, la eutanasia, la manipulación genética o el aborto. Los cristianos hemos de alejarnos de esa cultura de la muerte, hemos de pasar del nihilismo existencial al cristianismo gozoso del amor y de la vida.

Cuando somos capaces de abrirnos al otro, de acoger, de dialogar, de trabar amistad; cuando construimos algo positivo, entonces nos convertimos en apóstoles de la vida, dando vida a aquellos que no tienen o la tienen agonizante: los pobres, los enfermos, las personas solas y angustiadas… Cuando creamos organizaciones de caridad a favor de los demás, estamos contribuyendo a expandir la cultura de la vida.

El Dios de nuestros padres

Al Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob también podríamos llamarlo el Dios de nuestros padres, o el Dios de nuestros abuelos. Es el Dios de ese ejército inmenso de gente buena que ha vivido a lo largo de los siglos con una firme convicción: Dios está vivo en ellos. De esta manera, no sólo creeremos las palabras del Credo: “creo en la resurrección de la carne”, sino que viviremos el Credo. Como dice San Pablo, expiramos con Cristo y resucitamos con Cristo. En la medida que amamos y abrimos nuestro corazón a Dios empezamos a saborear la eternidad, aquí y ahora, y nos preparamos para vivir la plenitud del amor con Dios, cuando resucitemos para siempre.

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