2008-02-17

La transfiguración

2 Domingo de Cuaresma -A-
Mt 17, 1-9


Una experiencia mística en el Tabor

Jesús lleva a sus discípulos más allegados, Pedro, Santiago y Juan, a un monte elevado, y allí se transfigura ante ellos. En el Antiguo Testamento, la montaña se define como un lugar donde Dios se revela. El texto de la transfiguración es una teofanía, es decir, una manifestación de Dios. Leemos cómo el rostro de Jesús cambia y sus vestidos aparecen blancos como la luz. Es una forma de expresar cómo Jesús revela a sus amigos la experiencia íntima que tiene con Dios. Desvela su identidad como hijo del Padre y a la vez corre el velo de las entrañas de Dios. Los tres discípulos son testigos de una experiencia luminosa.

En el centro de este pasaje evangélico también encontramos a Moisés y a Elías, dos figuras clave del Antiguo Testamento, conversando junto a Jesús. Moisés representa la Ley, Elías el profetismo, la línea de profetas que anuncian la venida del Mesías. Jesús, en el centro de ambos, representa la culminación de la Ley y de los profetas. Él es la única ley: la ley del amor, y el único profeta, que nos anuncia el reino de los cielos, la nueva humanidad, que alcanza su plenitud en su persona.

Pedro dice a Jesús: ¡Qué bien se está aquí! Construyamos tres tiendas. Para él, es una experiencia hermosa y agradable que querría eternizar. Es testigo del anuncio de la resurrección de Jesús, atisba una vida plena que va más allá de la muerte. Por eso quiere permanecer en ese éxtasis, en esa plenitud. Tanto él como sus compañeros, Santiago y Juan, quedan profundamente impactados por la experiencia.

Escuchadle

De la nube sale una voz que dice: “Este es mi hijo el amado, el predilecto: escuchadle”. Se pone de manifiesto la relación paterno-filial entre Jesús con Dios Padre. Para el Padre, Jesús es su hijo, el que lo llena de gozo, y en él tiene puestas todas sus esperanzas para la redención del mundo. A la vez, Jesús se siente hijo pleno del Padre. Es desde esta sintonía entre ambos que el Padre nos dice: “Escuchadle”.

Hoy se habla mucho. Políticos, filósofos, medios de comunicación… no cesan de transmitirnos mensajes. Sin embargo, ¡qué poco se escucha! La actitud de escucha es fundamental en la vida del cristiano. Sólo si sabemos escuchar y tenemos tiempo para ello aprenderemos a discernir lo que realmente quiere Dios para nosotros.

La escucha atenta es necesaria para forjar nuestra vida espiritual. Especialmente, esta escucha tiene que ir dirigida a la palabra de Dios y a los signos de los tiempos: saber leer entre líneas lo que Dios nos está queriendo decir a través de los acontecimientos y las personas que nos rodean.

Mirar las cosas desde Dios

Jesús les dirá a sus amigos que no cuenten nada hasta que él resucite de entre los muertos. A esto, en teología, se le llama secreto mesiánico. Jesús no quiere precipitar los acontecimientos, pero sí deja claro que quiere ir a Jerusalén, sabiendo que el camino hacia Jerusalén significa ir hacia la cruz, hacia la pasión, hacia el Gólgota.

La vida del cristiano tiene estos dos momentos: la experiencia luminosa del encuentro con Cristo y, por otro lado, la experiencia de dolor y de cruz, como vivencia de abandono total en manos de Dios.

Hoy, cada domingo, los cristianos estamos siendo testigos de la experiencia del amor de Dios, como aquellos apóstoles. Cada eucaristía es un Tabor que nos ayuda a transformarnos con el pan y el vino. Nuestra alma adquiere luminosidad con la presencia de Cristo. Tomar a Cristo ha de transfigurarnos y elevarnos para saber vivir con serenidad y mirar nuestra vida desde la trascendencia, desde “la montaña”. En definitiva, la comunión nos hará contemplar el mundo desde Dios.

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