2008-04-20

Yo soy el camino, la verdad y la vida

5º Domingo de Pascua –A–
Jn 14, 1-12
“Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocéis a mí, también conoceréis al Padre”


No temáis
Esta lectura del evangelio debemos situarla en el contexto de la última cena de Jesús con sus discípulos, antes de su pasión. Forma parte del llamado discurso del adiós y, con estas palabras, Jesús se está despidiendo de los suyos y dejándoles su legado espiritual.

“No tiemble vuestro corazón”, comienza diciendo. En los momentos más difíciles, Jesús nos pide que seamos fieles y nos mantengamos firmes. Él es la roca en la que se asientan nuestras convicciones. Nos pide tener valor en medio de las adversidades.

Creed en mí

Y no sólo esto, sino que también nos pide que creamos: “Creed en Dios, y creed también en mí”. Es en los momentos de dolor, de sacrificio y de prueba, cuando más podemos profundizar en nuestra fe. Es entonces cuando hemos de creer con más fuerza, y no porque Dios nos vaya a rescatar del sufrimiento o del miedo, sino porque nos ama y siempre está a nuestro lado. Sólo desde la fe podremos dar un sentido a todo cuanto nos sucede.

“Creed en mí”, dice Jesús. Nos está hablando de su figura y nos pide fidelidad total a su persona, como imagen viva del rostro de Dios. Nuestra vida como cristianos pasa por esa adhesión a Cristo, vivida en el seno de la Iglesia. Nuestra fe no es una fe desencarnada en un Dios abstracto y puramente espíritu: creer en él significa poner en Cristo nuestra esperanza, creer en sus palabras, en su anuncio y en todo cuanto hizo. Pues “El Padre, que permanece en mí, él mismo hace sus obras”. Jesús y el Padre son uno.

Dios nos reserva un lugar

“En casa de mi padre hay muchas estancias”, sigue Jesús. Su deseo es llevarnos a todos hacia el Padre. Es el puente, el hermano mayor que nos lleva de la mano. Y el Padre nos tiene ya reservado un lugar en su corazón, junto a él. Pero, antes de llegar al cielo definitivo, los cristianos ya tenemos un lugar: la Iglesia. Nuestro hogar es la comunidad, la familia de Dios. Él desea ardientemente acogernos y la Iglesia en la tierra son sus brazos, que se tienden a todos.

Buscando el camino

Tomás, el apóstol, duda y pregunta a Jesús. “Señor, ¿cómo podemos saber el camino?”. Jesús le responde: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”.

Muchos cristianos, como Tomás, siguen buscando el camino. Han nacido en una cultura cristiana, han vivido formando parte de la Iglesia, pero no encuentran el camino. Como Felipe, han estado con él y aún no lo ven. Jesús insiste: “Quien me ve a mí ve al Padre”. Pero, a veces, nos cuesta abrir los ojos.

Los cristianos de hoy tenemos el deber de autoevangelizarnos y recuperar nuestro norte. Si perdemos a Cristo como referencia y centro de nuestra fe, hemos perdido el camino. La Iglesia nos lo señala continuamente, pero a menudo nos perdemos en el laberinto del propio yo, en discusiones y enfrentamientos inútiles.

Reflejar el rostro de Dios

Ver a Jesús es ver a Dios. Hoy, ver a la Iglesia es ver a Dios. Por eso los cristianos hemos de reflejar ese rostro amoroso del Padre. Hemos de ayudarnos y ayudar a otros a encontrar el camino. Tenemos un enorme potencial, el don del Espíritu Santo, que nos capacita para recrear la vida de la fe.

“Yo soy el camino, la verdad y la vida”. Jesús no es sólo un guía: es el mismo camino, el único que nos lleva a Dios. Sus palabras, su testimonio, su vida, nos conducen directamente al Padre. Observemos que Jesús no dice que es “un” camino, sino “el” camino. Tampoco es una verdad, ni nos dice que hay muchas verdades, sino “la” verdad, la única que ilumina nuestra existencia y nos lleva a la felicidad auténtica. Y la vida de Jesús, que hemos de reproducir los cristianos, es la vida que realmente vale la pena. Cada cristiano es fuente de esa vida de Dios.

La reflexión que ha de despertar en nosotros el evangelio de hoy es ésta. Como Jesús, todos estamos llamados a ser camino que lleve a Dios, verdad que ayude a discernir y vida para los demás. De aquí, caminaremos hacia el cielo, convirtiendo una parcela de este mundo en pequeño Reino de Dios.

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