Ciclo A
Jn 20, 19-23
“Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo”.
Jn 20, 19-23
“Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo”.
El estallido del Espíritu
Hoy estamos aquí reunidos, celebrando la fiesta de Pentecostés, porque un día ocurrió un acontecimiento que daría lugar al nacimiento de la Iglesia: la irrupción del Espíritu Santo sobre los apóstoles.
La onda expansiva de esta vivencia espiritual llega hasta nosotros gracias al testimonio y al coraje de los primeros apóstoles. Sin su fe ardiente y su celo apostólico, no estaríamos celebrando hoy el sacramento de la presencia viva de Cristo.
Somos parte de una comunidad
Si para la formación del cristiano es bueno fortalecer la relación íntima con Dios a través de la oración, como Iglesia necesitamos fortalecer el vínculo con el Espíritu Santo, que es el que, en definitiva, nos hace sentirnos vivos dentro de ella. Conviene que los cristianos pensemos en qué medida nos sentimos Iglesia, miembros activos de la gran corporación de Cristo.
Los cristianos hemos de aprender a fortalecer los lazos entre nosotros, como comunidad. No somos pequeñas islas hambrientas de trascendencia; somos cuerpo de Cristo, somos hermanos. Estamos llamados a vivir la plenitud de la comunión dentro de la Iglesia.
La Iglesia es el espacio privilegiado donde podemos enriquecernos como familia de Dios. Del individualismo hemos de pasar a formar parte de una familia comprometida al servicio del anuncio gozoso de la buena nueva.
Nos une la misión
Con la Iglesia nace el sentido de la misión y la apostolicidad. El proceso de madurez espiritual del cristiano culmina en un profundo sentido de pertenencia y en el compromiso que se deriva de ésta.
A veces los cristianos somos buenos cumplidores del precepto, pero damos la impresión de querer ganar méritos personales para alcanzar la gracia, despreocupándonos de los demás. Podemos caer en el riesgo de mercantilizar nuestra relación con Dios: yo te doy, tú me das, y de centrarla en nuestras necesidades personales. La plenitud del cristiano pasa por la conciencia plena de ser no sólo receptor, sino transmisor de la experiencia viva de Dios.
Espíritu de unidad
¿Por qué vemos tantas iglesias vacías, o comunidades tan reducidas? Quizás por una pérdida de confianza y de valor. La Iglesia, ahora más que nunca, necesita de cristianos convencidos, auténticos, que descubran que vivir su fe implica abrir toda su vida a Dios, y no sólo en los momentos litúrgicos. Somos cristianos dentro y fuera del templo; en misa y en el trabajo; en la calle y en nuestros hogares. Si ya en el ámbito familiar vemos la necesidad de fortalecer los vínculos de sangre y notamos cuándo éstos se debilitan o se fracturan, provocándonos una gran soledad, lo mismo sucede con la Iglesia. Lo que nos une es más que la sangre: es el Espíritu de Dios. Él sella nuestro amor con Dios. Sin el Espíritu Santo, ni siquiera podríamos sentirnos cristianos.
Todos hemos de trabajar por la unidad de los cristianos. Benedicto XVI trabaja con tenacidad para unir iglesias y confesiones religiosas diversas. La unidad es un don del Espíritu Santo. Somos del único Cristo. Tenemos una sola fe. Siendo plenamente conscientes de esto podremos superar las barreras que dificultan la comunión.
Fiesta de la comunicación
Pentecostés es también la antítesis de Babel. El mito bíblico nos muestra al hombre que, en su orgullo, quiere sobrepasar a Dios o incluso colocarse en su lugar. Pero la falta de entendimiento con los demás le impide realizar sus planes. En cambio, Pentecostés es la fiesta de la comunicación, del lenguaje que todos entienden y que nos ayuda a alcanzar a Dios. Es cierto que en la Iglesia hemos de hacer un gran esfuerzo por adaptar nuestro lenguaje y hacer comprensible la palabra de Dios. Pero no olvidemos que tenemos un lenguaje común y universal, que siempre es comprendido: el lenguaje de la caridad.
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