9º Domingo Tiempo Ordinario. Ciclo A
Mt 7, 21-27
“No todo el que me dice: “Señor, Señor”, entrará en el reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo”.
Mt 7, 21-27
“No todo el que me dice: “Señor, Señor”, entrará en el reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo”.
Encarnar las palabras
Las palabras de esta lectura evangélica corresponden al final del sermón de la montaña. Jesús nos llama a la autenticidad. Nos recuerdan las palabras de Benedicto XVI a los cristianos de hoy: no es suficiente con asistir a misa para salvarse. O las palabras de San Pablo en su carta a los corintios: aunque hablara la lengua de los ángeles, aunque me dejara quemar vivo, si no tengo amor, nada tengo.
El origen de nuestro amor es Cristo. Él es nuestro fundamento. Más que sus palabras, su misma persona. Jesús incluso dirá, radicalizando su discurso: “Aquel día muchos dirán: Señor, hemos predicado en tu nombre y en tu hombre hemos hecho milagros. Y yo les diré: No os conozco. Apartaos de mí”.
Conocer a Jesús no consiste sólo en escuchar su palabra o en obedecerla. Conocer a Jesús es vivir de su palabra y encarnarla en nuestra vida. Jesús nos pide algo más que un servilismo religioso y una adhesión ritualista; nos pide que vivamos de él y que nos convirtamos en otros cristos en medio del mundo.
Fundamentos sólidos de nuestra existencia
En la parábola del hombre prudente que edifica sobre roca pueden verse reflejadas muchas personas que han sabido construir su vida a partir de la roca firme, que es Jesús. La alegoría va aún más allá de esa expresión. Nos hace meditar si hemos sabido levantar nuestras vidas en el fundamento de nuestra fe. Nos interpela a ser capaces de construir una Iglesia sólida que sabe desafiar los contratiempos. Y también nos cuestiona si hemos sido capaces de levantar una humanidad basada en profundos valores religiosos. Las personas que saben vivir de Dios y lo convierten en el centro de su existencia han sabido sobreponerse ante las riadas y contradicciones del mundo. Si reconocemos y enraizamos nuestra vida en el mismo corazón de Cristo, no hemos de temer a nada ni a nadie.
Edificar sobre arena
Pero el necio no logra mantener su vivienda sólida porque ha construido sobre la arena de la indiferencia, las ideologías y el orgullo de la vanagloria. Lo que se construye poniendo únicamente al hombre como fundamento acabará por destruirse, porque la falta de la dimensión trascendente hará que en su vida nada se aguante. Aquel que construye sobre arena ha caído en la ideología del relativismo —todo vale, nada es absoluto, todo es efímero—. ¿Cómo puede sostenerse algo sobre este fundamento?
Ahora nos preocupamos porque vemos a mucha gente alejada de la Iglesia, y es natural; hemos de hacer lo posible por acercarla y darle un motivo de esperanza. Pero no hemos de olvidar que los que estamos y seguimos dentro de la Iglesia hemos de procurar que nuestros cimientos nunca se debiliten. La comunión, el amor y la fidelidad forman la argamasa que consolida nuestra fe en Dios y en la Iglesia. Nadie se enfría si realmente está unido a Cristo.
No caigamos en la vanagloria
Queremos hacer muchas cosas buenas y a veces caemos en el hiperactivismo, incluso pastoral. “En tu nombre hemos hecho muchos milagros”, claman los hombres de la parábola evangélica. Quizás, inconscientemente, nos motivan el orgullo y la vanidad y toda esa proyección es nuestra obra antes que la obra de Dios. Por eso Jesús dice: “No os conozco”.
No olvidemos nunca que lo más importante es entrar en esa esfera íntima con Dios a través de la oración y la comunión con la Iglesia. Nuestra oración tal vez está llena de nuestra voz, pero nos falta escuchar más. Orar es un diálogo íntimo con el amigo que ocupa nuestro corazón. Sabemos dirigirnos a Dios y sincerarnos con él, pero… ¿sabemos escucharle? ¿Sabremos oír lo que él quiere para nosotros? Y si lo escuchamos, ¿sabremos acoger su mensaje? A eso se refiere Jesús cuando dice que se salvará “aquel que cumple la voluntad de mi Padre”.
Lo importante no es sólo lo que hacemos, sino lo que dejamos que Dios haga en nosotros. Sólo abandonados totalmente en Dios la fe de nuestra vida se mantendrá firme.
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