2011-07-16

El trigo y la cizaña


16º Domingo Tiempo Ordinario - ciclo A

Mateo 13, 24-43

El campo del mundo

Las imágenes de las parábolas reflejan unas enseñanzas sobre el Reino de los Cielos. En cada parábola hay un fin pedagógico que acerca a los oyentes al misterio de Dios. El domingo pasado, reflexionábamos sobre la parábola del sembrador, en la que veíamos que no toda la tierra es fecunda. Hoy, en la parábola del trigo y la cizaña, el autor pone de manifiesto dos realidades que coexisten siempre: el bien y el mal.

El sembrador es Cristo y el campo es el mundo. También es una imagen que puede aplicarse a la Iglesia y a nuestro propio interior.
El deseo de Dios es llegar a fecundar el corazón de su criatura; por ello hará un esfuerzo educativo para que su designio llegue a ser conocido y aprendamos a amar. Así, Jesús siembra en nosotros la palabra de Dios.
La Iglesia ha sido creada por Cristo para preparar la tierra y que pueda dar frutos abundantes. Pero junto a la bondad también encontramos mucha maldad. Hay otro ejército de sembradores que plantan cizaña en el mundo y en el corazón humano. La Iglesia está llamada a trabajar para hacer crecer nuestro corazón y orientarlo hacia Dios. Hemos de fortalecernos para evitar que los sembradores del mal impidan el crecimiento de la bondad. Lo van a intentar torpedear, generando dudas, tristeza, incertidumbre y odio. Muchos medios de comunicación e ideologías están sembrando el desconcierto y el temor, propagando la mala hierba. Quieren apoderarse del gran campo de la Iglesia y del mundo, para devorarlo.

Dios siempre espera

En la parábola, los jornaleros avisan al dueño del campo: ha aparecido la cizaña. En nuestro interior, a veces también brota la mala hierba del pecado, el orgullo y el egoísmo. En las familias, incluso en familias buenas y cristianas, también pueden vivirse situaciones de ruptura y soledad. La cizaña se extiende por todas partes.
¿Qué hace Dios, ante tantas realidades de mal y dolor? La parábola sigue explicando que los jornaleros se ofrecen al señor del campo para ir y arrancar las malas hierbas. Pero él les dice: Dejad que crezcan juntos hasta la siega.
La siega es imagen del final del mundo, y también de nuestra muerte, el final de nuestra vida terrenal. En esta parábola, vemos como el Dios de Jesús no es un Dios exterminador e implacable. Es un Dios de bondad y misericordia. “Esperad hasta el final”, nos dice. Hasta el final de nuestros días, Dios siempre espera que nuestro corazón se convierta. Es un juez bueno, paciente, que sabe aguardar hasta el último momento.

Más allá de la justicia humana

Hemos de aprender ese modo de hacer de Dios. Los cristianos estamos llamados a ser misericordiosos y compasivos, a tener siempre esperanza en la mejora de los demás. A menudo actuamos con dureza y nos convertimos en jueces implacables, que segaríamos las malas hierbas sin piedad. Y queremos que Dios también sea así. No comprendemos su tolerancia ante el mal. Pero nuestra dureza no nos lleva a nada. La justicia humana nos puede llevar a grandes errores. La justicia, sin amor, puede provocar muchas muertes de inocentes y causar enormes daños e injusticias.
La justicia de Dios está muy por encima del castigo. Dios hace llover sobre justos y pecadores, y hace que el sol brille sobre buenos y malos. Es tanta su bondad, que hasta a los pecadores ama y protege, como lo hizo con Adán en su expulsión del paraíso y con Caín tras haber matado a su hermano.

Aprendamos a ser comprensivos

Si queremos ser imagen de Dios, hemos de tender a esta pedagogía divina. Siendo humanos, nos arrogamos un poder divino y nos precipitamos a juzgar y condenar a las gentes. Querríamos segar y arrancar de raíz todo mal, cuando muchas veces estamos obcecados y tachamos de “malos” a aquellos que simplemente no piensan ni actúan como nosotros.
Hemos de aprender a tener un corazón tierno y misericordioso, especialmente con los pecadores y los que se alejan de Dios. La Iglesia ha de ser comprensiva y escuchar, incluso a quienes la critican, con paciencia y humanidad. Sólo así estaremos sembrando buenas semillas del Reino de Dios en medio del mundo.

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