2012-01-27

Hablar con autoridad

IV Domingo tiempo ordinario

Entraron después en Cafarnaúm, y Jesús comenzó en los sábados a enseñar al pueblo en la sinagoga. Y estaban asombrados de su doctrina, porque su modo de enseñar era como de persona que tiene autoridad, y no como los escribas.
Mc. 1, 21-28

La coherencia otorga autoridad

Jesús predicaba recorriendo lugares, pueblos y caminos, dirigiéndose a las gentes allí por donde pasaba. Como rabino, Jesús también solía ir a la sinagoga a escuchar la lectura de la Torah, la palabra de Dios.
La narración de hoy recoge el carisma especial de Jesús. Era un gran comunicador que llegaba a la gente, tocando su corazón. No dejaba indiferente a nadie. Pero, especialmente, Jesús tenía un don que todos cuantos le escuchaban reconocían: la capacidad de convicción. Muchos admiraban su autoridad. ¿Por qué?
El discurso de Jesús era claro y rotundo porque hablaba de aquello que sentía y experimentaba. Su enorme claridad pedagógica se nutría en su rica experiencia de Dios. En Jesús no se daba fisura alguna entre aquello que decía y vivía; no había contradicción entre sus palabras y su vida, pues tenía una profunda sintonía con Dios. De aquí que todos alabaran su autoridad. En ella reconocían la autenticidad y la coherencia de su mensaje. Jesús predicaba con ardor lo que vivía, así es como lograba penetrar en los corazones de quienes lo escuchaban.

Ante la autoridad, los espíritus inmundos huyen

El evangelio sigue relatando cómo en la sinagoga había un hombre poseído por un espíritu inmundo, que se enfrenta a Jesús. En estas personas, atacadas por fuerzas diabólicas, podemos ver la aparente fuerza del mal, que despierta reacciones violentas e iracundas en las personas. Una de las armas del maligno es, precisamente, lograr que el hombre se enfrente a Dios y rechace su bondad. Así, el hombre poseído increpa a Jesús y lo acusa de causar su perdición.
También hoy se dan actitudes de rechazo radical a Dios, y se tiende a culpar a las religiones, en especial al Cristianismo, de muchos males que aquejan a la sociedad. Se difunde una imagen de Dios muy errada, presentándolo como un juez tirano que condena a la humanidad.
Ante el estallido de furia, Jesús responde con rotundidad: “Enmudece”. ¡Calla! El mal se rinde y abandona inmediatamente al hombre poseído, porque nada puede vencer la fuerza de Dios. La intervención contundente de Jesús nos demuestra que el amor es mucho más poderoso que las fuerzas del mal. En ocasiones, además, debe mostrarse enérgico y radical. Jesús, que vive lleno de Dios, puede hablar con el vigor y la autoridad necesarios para expulsar a los demonios.
Así mismo, los cristianos de hoy no hemos de vacilar ante los acosos del mal. No podemos acobardarnos y rendirnos. Pero nuestra lucha ha de ser humilde y confiada en Dios. No somos fuertes, sino débiles, y nuestra naturaleza puede caer fácilmente. Pero contamos con la fuerza del Padre, que nos sostiene y nos insufla su Espíritu. Si pretendemos trabajar para aliviar los sufrimientos y problemas que sufre el mundo, necesitamos contar con él. Con nuestras fuerzas solas no podremos vencer. Pero, en cambio, el mal huirá ante la luz y la fuerza arrebatadora del amor de Dios.

Una doctrina nueva

Esa autenticidad de Jesús, la estrecha unión entre sus palabras y su vida, es la que confiere a su mensaje una novedad fresca que admira a sus contemporáneos. No se trata de la doctrina de los escribas o los maestros de la Ley, que repiten y propagan lo que fue escrito en los libros sagrados. Jesús no habla de promesas, sino de una realidad actual, de un Dios cercano, de un reino de los cielos que ya está entre nosotros. En realidad, Jesús se está mostrando a sí mismo como la auténtica palabra de Dios. Él es el núcleo de su mismo mensaje: Dios ya está en medio del mundo, cohabitando con nosotros. Si le hacemos lugar en nuestras vidas, su amor reinará y transformará nuestra existencia.

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