2012-03-17

Tanto amó Dios...

IV domingo de Cuaresma

Había un hombre de la secta de los fariseos, llamado Nicodemo, varón principal entre los judíos. Fue de noche a Jesús y le dijo: “Maestro, nosotros conocemos que eres un enviado de Dios, porque ninguno puede hacer los milagros que tú haces, de no tener a Dios contigo”. Respondió Jesús: “Pues en verdad, en verdad te digo que quien no naciere de nuevo no puede ver el Reino de Dios”...
“…tanto amó Dios al mundo que no paró hasta dar a su Hijo unigénito, a fin que todos los que creen en él no perezcan, sino que vivan vida eterna. Pues no envió Dios a su Hijo para condenar al mundo, sino para salvarlo”.
Jn 3, 14-21

Dios desea una vida plena para sus hijos

En este cuarto domingo de Cuaresma, el relato del evangelio recoge el sentido último de la revelación cristiana: Dios es amor. En su afán porque el mundo se salve, hace un gesto sublime entregando a su hijo. Su amor no tiene límites, y en Jesús vemos la encarnación de este amor llevado al extremo: entrega su vida en rescate para otros. El denso diálogo entre Jesús y Nicodemo es una catequesis sobre este amor de Dios, como tan bien recoge Benedicto XVI en su encíclica Deus Caritas est. En el texto vemos muy clara la misión que encomienda Dios Padre a Jesús: dar sentido y plenitud a la vida. La gran afirmación teológica del Cristianismo es que el hombre es criatura de Dios y está llamado a vivir para siempre con él. Sólo así será feliz. Su verdad será vivir según Dios.
La vocación de Jesús abriga un hermoso deseo, que comparte con el Padre: que todos se salven. En lo más hondo de su corazón desea que todos crean en Dios. También sabe que esto va ligado a una entrega que lo llevará hasta la muerte.

Proclamar la Buena Nueva

Los cristianos estamos llamados a dar a conocer al mundo la Buena Nueva de Jesús de Nazaret. Y esta Buena Nueva no es otra cosa que todos conozcan a Dios, lo amen y descubran el sentido trascendente de la vida. Esta es la gran misión de la Iglesia, a tiempo y a destiempo, y es tarea de todos los laicos bautizados y comprometidos, que forman la iglesia militante, el cuerpo místico de Jesús en la tierra. Después de encontrar el sentido de nuestras vidas, la misma vocación cristiana nos empuja a expandir el reino de los cielos.

Asumir el sacrificio

Dios ama tanto al mundo que entrega a su propio Hijo en rescate por todos. Bañados por la sangre de Cristo, todos estamos redimidos. Jesús asume libremente la situación límite de la muerte, el dolor, el sacrificio, el rechazo, para que todos, sin excepción, se salven. Ante esta generosidad de Dios, que nos entrega lo que más quiere, su propio Hijo, ¡qué menos podemos hacer que responder a su gesto! La respuesta puede implicar entregar parte de nuestra vida, de nuestro tiempo, para que otros puedan conocer a Jesús y descubrir la obra maravillosa de un Dios creador, generador de paz y de justicia. Estamos llamados a responder con la misma generosidad de Jesús, que fue capaz de dar su vida.
Cada cristiano, como bautizado, está invitado a seguir el itinerario de Jesús, hasta llegar a la completa comunión con Dios Padre. Este caminar muchas veces nos acarreará dolor y rechazo. Será nuestra cruz, la misma cruz que nos elevará para poder mirar el mundo con los ojos trascendidos de Dios, con su misericordia.

Dios nunca condena

Dios nunca condena a nadie. Como hemos oído muchas veces, Jesús nos dice que no ha  venido a condenar sino a salvar. Pero cuando alguien rehúsa la luz, cuando no ama, cuando es egoísta y vive ignorando el proyecto de Dios, se está auto-condenando. No hace falta que nadie le condene, él mismo se está apartando de la luz y, cuando vive lejos de la luz, cae en las tinieblas, ese abismo terrible.
Se salvará quien crea, nos dice el evangelio. Creer no es otra cosa que adherirse libremente a Jesús de Nazaret y, con él, ser apóstol y trabajar para que muchos otros puedan salvarse.
Esta es la ardua tarea de la Iglesia. Como cristianos, ¿cómo no vamos a comunicar algo que es tan importante para nosotros? Si no lo hacemos es porque vivimos al margen de esta realidad que debería centrar toda nuestra vida. Si realmente Dios colma nuestra existencia y nos sentimos elevados a la categoría de hijos suyos, trabajaremos para que su deseo se haga realidad.

Llamados a cultivar una fe viva

Los catequistas, los sacerdotes y la formación que brinda la Iglesia nos ayudan a ir profundizando en aquello que realmente Dios sueña del hombre. Nos orientan para que podamos contribuir a crear Reino de los Cielos en medio del mundo. La formación nos prepara para este combate tan importante. Pero nuestra forma de creer no ha de ser meramente abstracta o intelectual. Ha de ser una fe viva. Como bien dice San Pablo, una fe sin obras está muerta. Nuestra fe ha de ir acompañada de acciones, de una actitud, de una conducta vital cristiana. Esto pasa por dejar que nuestro corazón se revolucione, enamorado de Jesús y de su Iglesia. Pasa por convertirnos en auténticos militantes y anunciadores del evangelio. De esta manera estaremos salvados. Si creemos de verdad, permaneceremos en la luz y tendremos vida eterna, ya aquí.
La vida eterna empieza con Cristo resucitado. Cuando cumplimos el plan de Dios ya estamos instalados en el Reino de los cielos. Aunque no definitivamente, empezamos a saborear la plenitud de la vida y del amor.
Más allá  de los rituales, más allá de cumplir con unas normas, hemos de  responder con tenacidad ante la desidia de la gente que no cree. Tenemos la responsabilidad de que poco a poco la sociedad cada vez sea más cristiana. No dependerá  sólo de las escuelas, ni de las parroquias; dependerá de que en los hogares se hable de Dios y se rece. Es en las casas, en la calle, en nuestro ámbito cotidiano, donde se trata de dar una respuesta afirmativa a Dios.

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