2012-09-21

Quien quiera ser el primero...


XXV domingo tiempo ordinario

 “…Llegaron a Cafarnaún y, una vez en casa, les preguntó:
¿De qué discutíais por el camino?
Ellos no contestaron, pues por el camino habían discutido quién era el más importante. Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo:
Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos.
Y acercando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo:
El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado”.
Mc 9, 29-36

Anuncio de una muerte inevitable

Jesús continúa su labor instructora a sus discípulos. Les comunica algo muy importante que marcará su trayectoria: su sufrimiento, su muerte y su resurrección. Pero será una muerte que no acaba en el desespero ni en un grito lanzado al vacío, sino que presagiará una nueva vida, la resurrección. Con estas palabras, Jesús sube la intensidad de la exigencia pedagógica y espiritual hacia los suyos. Les advierte que su misión tiene un precio muy elevado: su propia vida. Será inevitable pasar por una larga agonía; su fidelidad al Padre le pedirá apurar un sorbo terrible y amargo. Pero, finalmente, todo culminará con la resurrección, por la fuerza transformadora de su Espíritu.

Ante la hondura de este mensaje, los discípulos se inquietan y no osan preguntarle nada. Jesús, intuyendo lo que piensan, es quien se dirige a ellos para medir la resonancia de sus palabras. Sin embargo, los discípulos todavía están lejos del corazón de su maestro, y aún no entienden la dimensión martirial y el sacrificio que comporta su misión.

Acoger a Dios con corazón limpio

En cambio, por el camino, van discutiendo sobre quién es más importante entre ellos. Jesús, paciente, llama a los doce y les muestra a un niño, diciendo: «Quien acoge a un niño como éste a mí mi acoge, y quien me acoge a mí, acoge al que me ha enviado.»

Por un lado, Jesús está derribando sus pretensiones de poder y dominio sobre los demás. Abrazando a un niño, les muestra que para Dios hasta el más pequeño es importante, y que quien ama a un pequeño le está amando a él. El camino más corto para llegar a Dios pasa por el amor y la acogida al prójimo más cercano, incluso aquel que a veces nos pasa desapercibido.

También nos recuerda que si no nos volvemos como niños no entraremos en el Reino de los Cielos. Sólo si somos capaces de mirar, de sentir, de escuchar, como lo hacen los niños, podremos acoger a Dios. Porque un niño no está cargado de prejuicios; no está contaminado ideológicamente, siempre está abierto, receptivo. El adulto alberga desconfianzas y miedo, pasa todo cuanto ve por el tamiz de su experiencia subjetiva y, cuando ha sufrido una decepción, teme volver a confiar. Está mediatizado por todo lo que le sucede, haciendo lecturas a veces victimistas o muy parciales de la realidad. La apatía y la descreencia le impiden acoger como un niño a Jesús, con el corazón limpio y puro.

Acogerle también implica saber que estamos acogiendo a Dios. Aquel que tiene la capacidad de renacer sobre las cenizas del egoísmo, alberga en sí la semilla de una vida nueva. Desde una escucha silenciosa y serena podremos ser transformados y nuestra existencia se convertirá en un proyecto pleno de Dios.

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