4º Domingo Cuaresma - A from JoaquinIglesias
Me puso barro en los
ojos, me lavé y veo.
Jn 9, 1-41
El evangelio del ciego de nacimiento, en este cuarto domingo
de Cuaresma, es un atisbo de la
Pascua , la luz de Cristo resucitado.
Jesús se encuentra con un ciego de nacimiento y hace que
pueda ver. Hemos de entender este milagro como un acto profundamente simbólico.
Curar a un ciego de nacimiento es un reto para Jesús. Este
hombre jamás ha podido ver. Pero Dios puede curar nuestras más profundas
cegueras, y no sólo las físicas. La máxima ceguera podríamos decir que se da cuando
negamos la evidencia de su amor.
La tierra engendradora
Jesús no pasa de largo ante el dolor de las personas. Cuando
ve al ciego, se detiene ante él. Pero no lo cura inmediatamente, sino que lleva
a cabo varios pasos. Primero, ensaliva la tierra y le mete el barro en los
ojos. Este gesto evoca el Génesis: con barro, Dios moldea al primer hombre,
Adán. Con su aliento divino, Dios también moldea nuestro espíritu y nuestra
vida.
El agua purificadora
Seguidamente, Jesús le dice al ciego que vaya a la piscina a
lavarse. El agua simboliza la purificación, la limpieza interior. Dios nos lava
de nuestra culpa, de nuestro pecado. El ciego obedece a Jesús y, al regresar
del baño, sus ojos se abren y recibe el don de la vista.
Ante Dios, todos somos indigentes y necesitamos pedir su
gracia y su amor para que nos cure, nos limpie y nos ayude a ver más claro el
horizonte de nuestra vida.
La incredulidad obstinada
Cuando queda curado, la gente a su alrededor queda atónita
ante el milagro. ¿Quién puede curar a un ciego de nacimiento? En Jesús, Dios
puede sanar hasta la enfermedad más grave y persistente. Quizás la peor de
todas las dolencias es cerrar los ojos y negar a Dios, la prepotencia de creer
que todo lo podemos sin él.
Los fariseos interrogan una y otra vez al ciego para pedir
explicaciones de cómo ha sucedido el milagro. En el ciego, la claridad es cada
vez más intensa, mientras que los judíos de la sinagoga, obcecados, cada vez
van cerrando más los ojos ante ese acontecimiento extraordinario. Su obstinación les impide ver lo ocurrido
porque no creen en Jesús. En cambio, el ciego reconoce en él a un gran profeta.
Su adhesión a Jesús crece en la medida que los fariseos se van alejando de él.
La ley y el hombre
Tras el milagro, surge también otra cuestión polémica, el
choque entre Jesús y el legalismo judío, la cuestión del sábado y la
observancia de la Ley
de Moisés.
Para Jesús, cumplir la ley es importante, pero también lo es
la dignidad de la persona y su vida. El hombre no está hecho para la ley, sino
la ley para el hombre. Los fariseos discuten si realmente puede ser hijo de
Dios, ya que no respeta el sábado. ¡Cuántas veces pesan más en nosotros los
ritos, las celebraciones, el cumplimiento del precepto, que el amor, la
caridad, la unión entre todos los cristianos!
La fe, puesta a prueba
El ciego sufre su pequeño vía crucis: pasa por un largo
interrogatorio en la sinagoga que, lejos de hacer tambalear su convicción, lo
lleva a afirmar con mayor fuerza su adhesión a Jesús. Pero esta afirmación lo
aboca al rechazo y es echado de la sinagoga.
Jesús lo busca, cuando se entera de que ha sido expulsado de
la sinagoga. El último diálogo entre ambos es crucial. Jesús le pregunta
directamente si cree en el hijo del hombre. Tras su proceso interior de
creciente iluminación, y tras el choque con los fariseos, el ciego aún le
pregunta una última vez. “¿Quién es el hijo del hombre, para que crea en él?”.
Y Jesús le confirma su identidad. “Soy yo”. Al pronunciar ante Jesús “Sí,
creo”, el ciego trasciende el aspecto físico del milagro. Ya no sólo ve
físicamente, sino con los ojos de la fe.
Al igual que el ciego, los cristianos de hoy, que vivimos de
forma entusiasta y convencida nuestra fe, podemos topar con el rechazo de
muchos sectores sociales. Una experiencia viva y personal para nosotros es
evidente, pero para otros puede ser increíble o inaceptable. Incluso podemos
ser vilipendiados por nuestras convicciones. Pero estas pruebas, comparadas con
el amor de nuestro Creador, no han de servir para otra cosa que reforzar nuestra
fe y buscar con mayor ahínco su luz.
Los cristianos sabemos que Cristo está presente en la
eucaristía, hecho alimento para todos. Hemos experimentado ya muchas veces que
nos ha amado y nos ha perdonado. Por ello, hemos de convertirnos en pequeños
faros luminosos para que otros puedan ver, con nuestro testimonio vivo, que
Cristo es nuestra luz y que su amor ha vencido las tinieblas, la oscuridad.
Como diría San Pablo, estamos instalados en la luz de Cristo.
Dios quiere nuestra salud
Dios quiere nuestra salud. El gesto de emplear saliva y
barro para curar los ojos puede significar también que Dios ha puesto en la
naturaleza todos los medios terapéuticos para mejorar nuestra calidad de vida.
Pero no hablamos sólo de la ceguera física, sino de la peor de las cegueras, la
de aquellos que, viendo, no quieren ver.
Dios nos da, no sólo la vida y el aire para respirar, sino
que continuamente obra pequeños milagros que van reforzando nuestra vida
espiritual. Hemos de saber ver a Dios en los demás, descubriéndolo en los
acontecimientos de cada día, seguros de que siempre está actuando y dándonos
vida y luz.
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