22º Domingo Tiempo Ordinario. Ciclo A
El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo,
que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá;
pero el que la pierda por mí la encontrará.
Mt 16, 21-27
El dolor, un paso hacia el amor
De camino hacia Jerusalén, Jesús comunica a los suyos algo
importante: seguir la voluntad de Dios lo llevará a la ciudad, donde será
entregado y muerto en cruz. Por amor al Padre llegará a dar la vida, pasando
por el desprecio, el dolor y el rechazo.
Pedro, que poco antes ha confesado a Jesús como Mesías e
Hijo de Dios, no puede entenderlo, e increpa a Jesús: ¡eso no puede sucederte,
Dios no lo permita! Y Jesús le responde con palabras duras. La mentalidad de
Pedro es muy humana, aún no ha aprendido a ver las cosas desde la perspectiva
de Dios.
Entonces, después de reprenderlo, Jesús reúne a todos los
suyos y los alecciona: si quieren seguirle, tendrán que tomar su cruz, negarse
a sí mismos y caminar con él. Estos son los tres principales requisitos que los
cristianos también tenemos que tener en cuenta para seguir a Jesús.
Negarse a sí mismo
Esta es la auténtica revolución espiritual, la verdadera
conversión. Negarse a sí mismo implica dejar de autoidolatrarse y vencer el
orgullo existencial. No somos nada, apenas motitas de polvo perdidas en el
universo. Pese a nuestros estudios, nuestro dinero, nuestros éxitos o nuestro
estatus social, nuestra existencia es frágil, podemos morir en cualquier
momento. Somos casi nada, pero para Dios somos sus hijos. Por su amor, nos
convierte en criaturas penetradas de su divinidad, en estirpe suya.
¿Qué significa negarse a sí mismo? Negarse a sí mismo es
abrir el corazón y dejar que Dios sea el eje y el centro de nuestra vida. Nos
lleva a apartar todo lo que nos aleja de Dios y a renunciar al egocentrismo. El
otro se convierte en prioridad. En definitiva, se trata de vivir para los
demás, tal como lo hicieron los santos y las personas generosas que hemos
conocidos: padres, abuelos y tantos otros.
Sin embargo, no todo el mundo está dispuesto a negarse a sí
mismo. Dejar atrás el ego supone renunciar al poder, a la posesión, al dominio
sobre las personas… Sólo cuando tenemos el valor de olvidarnos para dejar que
emerja en nosotros Cristo, estaremos preparados para afrontar la cruz.
Tomar la cruz
Decir sí a Dios pasa por el dolor y la muerte. No porque
Dios lo quiera, ¡no hagamos lecturas masoquistas de este evangelio! Dios quiere
nuestra felicidad, pero Jesús nos avisa que alcanzar la libertad pide morir y
resucitar.
La libertad no es un simple hacer lo que nos viene en gana,
lo que nos complace en cada momento, sin ataduras de ninguna clase y sin
responsabilidad alguna. La libertad implica un compromiso y fidelidad. Sólo
quien es libre, como Jesús lo fue, puede volcar toda su vida por amor. El amor
a Dios conlleva una entrega absoluta de la vida.
El cristiano debe asumir su parte de pasión. Decir sí a Dios
nos hará avanzar hacia el viernes santo, hacia el silencio del sábado santo, la
muerte y, por fin, la resurrección. Ser fiel a Cristo y a la Iglesia hará inevitable
sufrir incomprensión y hasta rechazo.
La primera lectura de hoy, del profeta Jeremías, así lo
expresa (Jer 20, 7-9). Jeremías sufre porque anunciar a Dios le acarrea
escarnios y burlas. Está cansado y quiere dejar la predicación, pero la palabra
de Dios le quema por dentro y no puede dejar de comunicarla.
Enamorarse de Dios
Hoy, ser cristiano no está de moda, ni bien visto
socialmente. La sociedad desprecia los valores cristianos y religiosos. No nos
desanimemos. Jeremías se sintió seducido por Dios, tomado por él, arrebatado
por su amor. La lectura nos revela una relación hermosa y profunda entre el
profeta y su Creador. Podríamos preguntarnos: ¿nos sentimos nosotros seducidos
por Dios? ¿Nos atrevemos a proclamar y extender su palabra, sin temor?
Quizás lo más terrible de nuestra sociedad no sean las
burlas a la fe, ni siquiera la persecución, sino que la gente no quiera saber
nada de Dios. El vacío y la indiferencia
son mucho más graves. El mundo no tiene apetito de Dios, le falta hambre de
trascendencia. El relativismo y el pasotismo espiritual nos alejan, no sólo de
Dios, sino de la identidad humana.
Llenar la vida de sentido
¿De qué nos sirve tenerlo todo si nos falta Dios, el aliento
que nos da la vida? Muchas personas tienen de todo, disfrutan de muchos bienes
e incluso de personas que las quieren. Pero si no se tiene a Dios, no se tiene
nada. Si no sentimos que Dios nos ama, que nos mira a los ojos, con inmensa
ternura, que nos habla y cuenta con nosotros… nuestra vida queda reducida a muy
pocas cosas, efímeras y superficiales.
Lo mundano, nos recuerdan San Pablo y tantos otros santos,
no tiene sentido si no es a la luz del Dios. Nuestra vida no será santa si no
nos abrimos a Dios. La gran batalla a librar, la más dura, es contra nosotros
mismos y nuestras resistencias. Venceremos cuando lleguemos a ofrecernos, al
igual que el mismo Cristo, como “hostias vivas, santas y agradables a Dios”
(Ro, 12, 1) La victoria será la entrega de todo nuestro ser al servicio del
amor, a Dios y a los demás. Entonces nuestra existencia cobrará sentido y
probaremos el auténtico sabor de la alegría y la libertad.