2016-05-27

Dadles vosotros de comer

El Cuerpo y la Sangre de Cristo
Génesis 14, 18-20
Salmo 109
1 Corintios 11, 23-26
Lucas 9, 11b-17

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Desde pequeños hemos aprendido que comulgar el pan y el vino significa tomar el cuerpo y la sangre de Cristo. ¡Comer al mismo Dios! Hacer de Dios parte de nuestra carne y nuestra sangre… ¿somos conscientes de lo que estamos haciendo? Quizás tantos años de misas y liturgias repetidas, domingo tras domingo, nos han apagado el asombro y la pasión que deberíamos sentir ante un misterio tan grande y la generosidad desbordante de nuestro Dios.

En las religiones antiguas se sacrificaban animales para ofrecerlos a Dios. En la nuestra se da un giro sorprendente: es Dios mismo quien se ofrece a los hombres… ¡y se da como alimento! Los papeles se cambian. Si Melquisedec, el sacerdote del Antiguo Testamento, aceptaba las ofrendas de Abraham para darlas a Dios, Jesús, el nuevo sacerdote, se ofrece a sí mismo a los hombres. Melquisedec ofrece lo que tiene: los frutos de la tierra y del trabajo humano. Jesús ofrece lo que es: toda su humanidad, su cuerpo, su sangre, pero también su divinidad. Una divinidad que no pide sacrificios, sino solamente apertura a su amor. ¡La gran y única necesidad de Dios es que le dejemos amar!

En el evangelio de la multiplicación de los panes vemos unidas las dos ofrendas. Dadles vosotros de comer, dice Jesús a sus discípulos, ante la multitud hambrienta. El esfuerzo del muchacho que da lo poco que tiene, unos pocos panes y peces, es el valor del sacrificio humano. Su gesto generoso provoca la respuesta de Dios: el milagro del pan abundante para todos. La generosidad humana dispara la Providencia de Dios. Y todos comen, y se sacian.

El misterio del pan de Dios va ligado a una necesidad básica: el alimento. Las personas tenemos hambre, necesitamos comida para vivir. Pero tenemos otra hambre más honda, y aunque no lo parezca, la necesitamos para vivir con mayúscula, para no morir en vida, para que nuestra existencia sea Vida de verdad, buena, bella, con sentido. El pan material nos nutre, y Jesús en la oración del Padrenuestro incluye una plegaria para que nunca nos falte. Pero el pan que alimenta nuestra alma es él mismo.

Si Cristo es pan de vida, ser cristiano significa que cada uno de nosotros también ha de convertirse en pan. Pan para los demás: para el cónyuge y los hijos, para el vecino necesitado, para el pobre, para el triste, para el hambriento de justicia y misericordia, de escucha y de amistad. Hoy es la fiesta del cuerpo y la sangre de Cristo. Nosotros somos parte de ese cuerpo. Seamos generosos, seamos entregados, seamos buen pan.

2016-05-20

Amor que se derrama

Santísima Trinidad

Proverbios 8, 22-31
Salmo 8
Romanos 5, 1-5
Juan 16, 12-15


Las lecturas de este domingo siguen un camino de descubrimiento de Dios, in crescendo. La primera es del libro de los Proverbios y nos habla de Dios Padre. Contemplando el cosmos, el hombre no puede menos que atisbar, intuir, la mano de un Creador inteligente detrás del orden y la belleza del universo. Pero ¿por qué un Dios creador iba a entretenerse creando galaxias, estrellas y un planeta que bulle de vida? El autor bíblico nos sorprende con una frase: «jugaba con la bola de la tierra, gozaba con los hijos de los hombres». Para Dios crear es un deleite. No se puede explicar por qué ha creado todo cuanto existe si no entendemos que lo ha hecho por amor. Igual que una madre, se goza en sus criaturas.

El salmo 8 canta la maravilla de la creación, donde el hombre es un ser pequeñísimo pero… ¡al mismo tiempo inmenso! Su inteligencia lo hace capaz de dominar la naturaleza y ser consciente de sí mismo. De todos los seres creados, es el más semejante a Dios, «poco inferior a los ángeles». El dominio de la naturaleza, como recuerda el Papa Francisco en su encíclica Laudato si’, no debe entenderse como explotación. La Biblia no habla de expolio, sino de uso y custodia, disfrute y a la vez cuidado responsable. El universo es la casa que Dios ha dispuesto para sus hijos.

Del Creador pasamos a la creación y al ser humano. San Pablo nos habla del Hijo, la segunda persona de la Trinidad. Siendo Dios, Jesús alcanza la cima de la humanidad. Su vida, muerte y resurrección nos reconcilian con Dios. Es el puente entre Creador y criatura: por él los hombres estamos llamados a «alcanzar la gloria de Dios», es decir, que con Jesús la humanidad puede un día divinizarse y compartir la vida de plenitud que Dios sueña para toda su creación. Dios ya no es el lejano, el ausente o el enemigo; no es el tirano caprichoso que juega con sus criaturas ni el creador relojero sin alma, sino el Padre bueno que ama tiernamente a sus hijos. Y Jesús, unido a él, entrega su vida hasta morir, también por amor.

¿Quién nos revelará estas verdades que van más allá de la ciencia y de lo visible, pero que laten detrás de toda la realidad? El Espíritu Santo. Nos falta conocer a esta tercera persona de la Santa Trinidad, que es el fuego que hace arder la vida, el calor que une, da sabiduría y caridad, comprensión y alegría. Desde Jesús podemos acceder al Padre y al Espíritu, aunque los tres están inseparablemente unidos entre sí: son una comunión de amor creador que se nos entrega. Nosotros, unidos a la Trinidad, podemos conocer una vida nueva de una hondura y una belleza inimaginable.

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2016-05-13

Domingo de Pentecostés

Hechos 2, 1-11
Salmo 103
1 Corintios 12, 3-13
Juan 20, 19-23

Las lecturas de este domingo nos hablan del Espíritu Santo, el fuego divino, el dulce huésped del alma que es brisa y es huracán, es hogar y es llamarada; fuerte voz y silencio fecundo.

¿Cómo describir al Espíritu Santo, la persona más esquiva y desconocida de la Santísima Trinidad? Para muchos es difícil pensar en él. Jesús tiene naturaleza humana, nombre, rostro, carne viva. El Padre es el Creador y siempre podemos imaginarlo como una potencia de amor entrañable que nos crea y nos cuida. Pero, ¿cómo imaginar, y cómo rezar al Espíritu que no tiene rostro ni nombre?

Y, sin embargo, de las tres personas de la Trinidad divina, el Espíritu es quizás la más cercana, la más íntima, la que late más profundamente en nosotros. La Biblia dice que, al principio, el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas. Hoy los teólogos dicen que el Espíritu está presente en todo ser creado, desde las estrellas hasta las mariposas, desde una piedra hasta una flor, desde los árboles hasta las aves. El Espíritu da existencia y anima toda criatura viva. Todo cuanto existe lleva su sello. También nosotros.

Los santos y los místicos lo han encontrado en su interior, el refugio favorito, el hogar preferido de Dios. El Espíritu, si queremos, puede alojarse en nosotros. Y cuando le abrimos las puertas, este dulce huésped del alma no se queda inactivo. Es un invitado agradecido: ¡nos trae muchos regalos! Su presencia lo cambia todo.

San Pablo nos habla de los dones del Espíritu Santo. Son aquellas virtudes, cualidades y capacidades que nos permiten hacer un bien y servir a los demás: desde el don de lenguas hasta la intuición sabia, desde el consejo hasta la templanza; desde la profecía hasta la paciencia y la dulzura. ¡Cuántos regalos! Incluso nuestros talentos naturales son un don del Espíritu.

Pero el mayor regalo del Espíritu Santo es él mismo. Vivir habitados por Dios nos une con el Padre y con Jesús, pues es imposible amar a una persona de la Trinidad sin amar a las otras dos. Vivir habitados por Dios ilumina nuestra vida, llena nuestro vacío, funde el hielo que nos paraliza, como reza la Secuencia. La buena noticia, hoy, es que ese mismo Espíritu que transformó a unos discípulos cobardes en apóstoles intrépidos también desciende sobre nosotros. ¿Sabremos abrirle la puerta? ¿Nos dejaremos llenar por él? Y más aún: ¿dejaremos que nos lleve a donde él quiera? ¿Nos atrevemos a convertir nuestra vida en una aventura de amor y servicio?

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2016-05-05

Ascensión del Señor

Hechos 1, 1-11
Salmo 46
Efesios 1, 17-23
Lucas 26, 46-53



En las lecturas de hoy, fiesta de la Ascensión, se da un doble movimiento. Por un lado, Jesús sube al cielo, asciende hacia el Padre, de quien ha venido. Pero, por otro lado, sus discípulos no se quedan huérfanos ni abandonados. El Espíritu Santo, el Defensor, bajará para acompañarlos hasta el fin de los tiempos. Él les dará fuerza, coraje y también inteligencia para comprender todo lo que ha ocurrido. Será el fuego que prenda en su interior y les ponga palabras en la boca y pasión en el corazón. Con el Espíritu, sus vidas cambiarán para siempre de manera irrevocable.

Jesús sube al cielo, el Espíritu baja y llena la tierra. Ascenso y descenso, este es el movimiento entre el cielo y la tierra, la comunicación de un Dios que no se conforma con crear y dejar la Creación a su suerte. Es un Dios que ama, que vela, que escucha y que cuida. Un Dios que no puede esperar al final de los tiempos para enviar su ayuda al hombre. La encarnación de Jesús es un anticipo, un avance de esa plenitud final que llegará. Como dice el Papa Francisco, Dios siempre es el primero: se avanza a amar, a tender la mano, a socorrer a su criatura. Jesús es el rostro de este Dios que «primerea» porque no puede aguardar más. El amor activo siempre corre y se adelanta.

Ver la vida, la muerte y la historia de nuestro mundo desde la resurrección nos da una perspectiva amplia y luminosa. No estamos aquí sólo para sufrir. El mundo no es un caos sin sentido. La historia no camina hacia un final catastrófico y absurdo. Si únicamente miramos lo que vemos y lo que sabemos, podemos llegar a una conclusión muy pesimista. Pero Jesús volvió, resucitado, para comunicarnos que la muerte y la destrucción no son nuestro destino final. El destino, nuestro y de todo el universo, es una vida gloriosa y resucitada, como no llegamos a imaginar. Esta es la esperanza a la que estamos llamados, como dice San Pablo. No es un saber lógico y racional, sino una certeza de fe, vivencial y profunda. El Espíritu Santo nos lo hará comprender. Es el mismo Espíritu que descendió sobre los apóstoles y les hizo vivir la aparente ausencia de Jesús con alegría. ¡No estaban solos! Tampoco los cristianos de hoy lo estamos. Tenemos siempre con nosotros a la Santa Trinidad, velando como Padre, cuidando como madre, animándonos con su fuego y su luz. Tenemos a María, la mujer llena de gracia. La Iglesia nos ofrece los sacramentos, regalos preciosos que nos permiten alimentarnos de Dios. Vivamos cada liturgia, cada misa, como una nueva efusión del Espíritu Santo derramado sobre nosotros.

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