Génesis 14, 18-20
Salmo 109
1 Corintios 11, 23-26
Lucas 9, 11b-17
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Desde pequeños hemos
aprendido que comulgar el pan y el vino significa tomar el cuerpo y la sangre
de Cristo. ¡Comer al mismo Dios! Hacer de Dios parte de nuestra carne y nuestra
sangre… ¿somos conscientes de lo que estamos haciendo? Quizás tantos años de
misas y liturgias repetidas, domingo tras domingo, nos han apagado el asombro y
la pasión que deberíamos sentir ante un misterio tan grande y la generosidad desbordante
de nuestro Dios.
En las religiones
antiguas se sacrificaban animales para ofrecerlos a Dios. En la nuestra se da
un giro sorprendente: es Dios mismo quien se ofrece a los hombres… ¡y se da
como alimento! Los papeles se cambian. Si Melquisedec, el sacerdote del Antiguo
Testamento, aceptaba las ofrendas de Abraham para darlas a Dios, Jesús, el
nuevo sacerdote, se ofrece a sí mismo a los hombres. Melquisedec ofrece lo que
tiene: los frutos de la tierra y del trabajo humano. Jesús ofrece lo que es:
toda su humanidad, su cuerpo, su sangre, pero también su divinidad. Una divinidad
que no pide sacrificios, sino solamente apertura a su amor. ¡La gran y única
necesidad de Dios es que le dejemos amar!
En el evangelio de la
multiplicación de los panes vemos unidas las dos ofrendas. Dadles vosotros de comer, dice Jesús a sus discípulos, ante la
multitud hambrienta. El esfuerzo del muchacho que da lo poco que tiene, unos
pocos panes y peces, es el valor del sacrificio humano. Su gesto generoso
provoca la respuesta de Dios: el milagro del pan abundante para todos. La
generosidad humana dispara la Providencia de Dios. Y todos comen, y se sacian.
El misterio del pan de
Dios va ligado a una necesidad básica: el alimento. Las personas tenemos hambre,
necesitamos comida para vivir. Pero tenemos otra hambre más honda, y aunque no
lo parezca, la necesitamos para vivir con mayúscula, para no morir en vida,
para que nuestra existencia sea Vida de verdad, buena, bella, con sentido. El pan
material nos nutre, y Jesús en la oración del Padrenuestro incluye una plegaria
para que nunca nos falte. Pero el pan que alimenta nuestra alma es él mismo.
Si Cristo es pan de vida,
ser cristiano significa que cada uno de nosotros también ha de convertirse en
pan. Pan para los demás: para el cónyuge y los hijos, para el vecino necesitado,
para el pobre, para el triste, para el hambriento de justicia y misericordia,
de escucha y de amistad. Hoy es la fiesta del cuerpo y la sangre de Cristo.
Nosotros somos parte de ese cuerpo. Seamos generosos, seamos entregados, seamos
buen pan.