Éxodo 17, 8-13
Salmo 120
timoteo 3, 14-4, 2
Lucas 18, 1-8
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Las lecturas de hoy nos hablan de la fe. La fe mueve montañas, propicia la victoria,
nos impulsa a seguir contra viento y marea y, al final, corona nuestros
esfuerzos. La fe no es exclusiva de nuestra religión cristiana. Muchos gurús de
la autoayuda y líderes de diferentes religiones hablan del poder del deseo, de
la fuerza de la voluntad y de la intención, afirmando que cada cual atrae
aquello que desea fervientemente. Sin fe en el resultado no habría motivación
posible ni perseverancia en el esfuerzo. Sin fe tampoco serían posibles las
relaciones humanas, ni la cooperación, ni empresa alguna, ya que todo cuanto
hacemos se fundamenta en la confianza. Pero ¿de qué fe estamos hablando?
¿En quién confiamos los cristianos? ¿Dónde se asienta nuestra fe? ¿Es fe en
nosotros mismos? ¿Es fe en las fuerzas del universo? ¿Es fe en nuestro esfuerzo
y en nuestro trabajo? ¿Fe en otras personas? ¿Fe en un ideal?
Bueno es confiar en los demás, sobre todo cuando tenemos pruebas de que nos
quieren y desean nuestro bien. Y es bueno confiar en nuestras capacidades, que
a menudo son mucho más grandes de lo que pensamos. Pero la fe de los cristianos
no es creer en una idea ni en uno mismo: nuestra fe descansa en Dios.
La doctrina del “cree en ti mismo” es muy atractiva, pero puede encerrar
una trampa. La fe ha de apoyarse en algo muy sólido, que nunca falle, y las
personas siempre acabamos fallando porque no somos dioses y nos equivocamos una
y otra vez. La fe robusta se apoya en Alguien: el único que jamás falla, el que
siempre es fiel y no nos abandona. El que nos ama hasta el punto de entregarse
por nosotros y morir. Jesús es el rostro de este Dios en quien confiamos. Un Dios
personal, con cara y nombre, con quien podemos dialogar y compartir afecto. Un
Dios que no es lejano ni indiferente, que se preocupa por nuestra vida
cotidiana, por nuestras pequeñas y grandes batallas. Un Dios que sostiene,
cuida y responde.
La viuda del evangelio es una mujer tenaz. No se cansa de pedir justicia al
juez, aun sabiendo que es un hombre que no respeta a nadie. Perseverando consigue
lo que busca. Si un juez inicuo puede otorgar justicia, ¡cuánto más Dios nos
dará lo que necesitamos, si se lo pedimos! Pero Jesús entonces se hace una
pregunta terrible: Cuando el hijo del hombre venga, ¿encontrará fe en esta
tierra?
¿Cómo rezamos? ¿Con qué actitud le pedimos ayuda a Dios? ¿Qué le pedimos?
¿Esperamos que él va a responder y que nos dará todo lo bueno, o cosas todavía mejores
de lo que nos atrevemos a pedirle?
Santa Teresa rezaba y pedía a San José que le ayudara a enderezar sus
peticiones, si no iban bien encaminadas. San Pablo afirma que el Espíritu Santo
ora por nosotros, y él nos enseña a rezar bien. ¿Por qué lo dice? Porque no
siempre pedimos lo que nos conviene. A veces tampoco estamos preparados para recibir
lo que pedimos. Porque recibir un don supone una responsabilidad y un
compromiso. Y quizás es más cómodo seguir arrastrando nuestras carencias y lamentarnos,
antes que levantarnos y emprender un nuevo rumbo en nuestra vida. Pidamos con
fe en Dios, sin dudar de él. Perseverar en la fe abre las puertas del cielo. Demos
gracias, de corazón, y lloverán bendiciones.
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