2016-11-24

Andad como en pleno día

1 Domingo de Adviento - ciclo A

Isaías 2, 1-5
Salmo 121
Romanos 13, 11-14
Mateo 24, 37-44

Iniciamos otro año litúrgico con este primer tiempo fuerte: el Adviento, las cuatro semanas antes de la Navidad. Las lecturas de hoy nos hablan de preparación. ¿Para qué? Para el inicio de un tiempo nuevo, el reinado de Dios. En medio de nuestros afanes cotidianos y viendo cómo está el mundo, sumido en crisis y guerras, podemos dudar y preguntarnos dónde está el reino de Dios. ¿Es una realidad o un mero símbolo? ¿Es un sueño, o algo futuro y utópico? La profecía de Isaías habla de una era de paz y concordia, donde las espadas se convertirán en arados, los países dejarán de enfrentarse y habrá justicia para todos. ¿Es posible? Parece que el mundo va al revés de estas profecías y que, cada año, empeora. La paz es un anhelo universal del ser humano, como leemos en el salmo. Es valorada sobre todo cuando carecemos de ella. Pero ¿cómo alcanzarla? ¿Cómo lograr que cada persona desee el bien al otro, sin excepción? ¿Cómo tener paz fuera si dentro de nosotros mismos a menudo ya hay una guerra interna?

Jesús es muy realista: no vende humo ni sueños. Conoce los males que afligen al mundo y no dice que vayan a acabar de un día a otro. Pero no deja que nos hundamos en la impotencia o el desespero. El reino de Dios no es un gobierno al estilo de los poderes del mundo. Está por encima de todo y al mismo tiempo en lo más profundo de la realidad: dentro de nosotros mismos. Somos nosotros, con nuestras obras diarias, quienes estamos preparando su venida. Ante los desastres del mundo cabe una actitud activa y despierta: Velad porque no sabéis el día que vendrá vuestro Señor, dice Jesús. Velar es vivir despierto, como en pleno día, dice San Pablo, con dignidad. Velar es espera activa, amar sin cansarse y devolver bien por mal. Velar es ser conscientes de que nuestra vida es una pequeña parte de una historia muy grande, la historia de amor de Dios con la humanidad. Nada de lo que hagamos se perderá: hasta el más sencillo gesto de caridad está contribuyendo a este reino que está más cerca de lo que podamos imaginar.

Descarga aquí la homilía en versión para imprimir.

2016-11-17

En él reside la plenitud

34º Domingo Ordinario - Cristo Rey del Universo

Samuel 5, 1-13
Salmo 121
Colosenses 1, 12-20
Lucas 23, 35-43


Entre la primera lectura y el evangelio de hoy vemos un dramático contraste. En la primera, las tribus de Israel van a ver a David, el héroe triunfante, se proclaman «hueso tuyo y carne tuya» y lo aclaman rey. Es un rey querido por sus gentes, que se sienten unidas a él en la victoria y en la bonanza.

En cambio, en el evangelio vemos a Jesús clavado en la cruz. Toda su misión parece haber acabado en una derrota. No sólo muere sangrando, abandonado de todos, sino que en la misma tortura es humillado y escarnecido, blanco de la mofa de quienes le rodean. En medio de esta escena cruel, las palabras del buen ladrón, crucificado a su lado, son impresionantes y asombrosas. ¿Cómo este hombre, condenado por sus crímenes, ha podido ver en Jesús a un verdadero rey, más allá de todos los reinados y poderes del mundo? ¿Cómo ha sabido ver, además de su bondad, su divinidad? Sin duda, esa lucidez fue un último regalo de Dios en su azarosa vida. En el trágico final, Dios le tiende una mano, le ofrece la reconciliación y él la acoge. Señor, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino. Y Jesús, rostro de Dios, aunque cubierto de sangre y contraído por el dolor, hace un último gesto de realeza: Esta noche estarás conmigo en el paraíso. Con la magnanimidad del Padre, olvida todo pecado, borra toda culpa y le abre las puertas del cielo.

Los reyes humanos se encumbran; el rey divino se humilla y se abaja. Los reyes humanos se entronizan sobre las vidas de otros arrebatando oro, sudor y sangre. Jesús se entroniza en una cruz dando su vida, su sudor y su sangre por todos. Los reyes humanos quieren endiosarse. Dios, en cambio, se humaniza hasta el límite: el sufrimiento, la vergüenza y la muerte. No se libra de nada, apura hasta el final la copa del dolor y la maldad del mundo. Por eso, ante el misterio del mal que siempre nos acecha, no podemos decir que Dios sea indiferente: Dios lo ha sufrido, Dios lo conoce, Dios nos comprende cuando estamos enfermos, heridos, humillados. Sabe del miedo y la soledad, sabe del espantoso vacío que muchos experimentan ante una muerte cruel.

La muerte de Jesús —¡Dios se muere!— es un misterio que nos sobrepasa. Pero es así como Dios muestra el verdadero sentido de su realeza. Jesús muere porque lo da todo, y hay quienes temen y rechazan tanto amor. El concepto de rey en la Biblia no es el de un tirano, sino el de un pastor, un padre, un protector. Aunque luego los reyes humanos cayeran en los errores de todos los gobernantes del mundo. En el evangelio, ser rey es más aún: rey es el que da la vida por los demás. Rey es el que ha vivido en plenitud y trabaja para que esta plenitud llegue a los demás. Esto es el amor, y esta es la esencia de Dios. Jesús vino para que todos fuéramos reyes y reinas en este sentido: personas capaces de vivir plena y gozosamente, desplegando nuestra bondad y talentos. ¿Cómo será posible? Olvidándonos de nosotros mismos y entregándonos, como Jesús lo hizo. Él marca el camino. Como explica san Pablo, con su muerte y resurrección Jesús reconcilia el cielo y la tierra, la vida y la muerte, el mundo herido por el mal con la plenitud del reino de Dios.

Descarga aquí la homilía en pdf.

2016-11-11

Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas

33º Domingo Ordinario - C

Malaquías 3, 19-20
Salmo 97
Tesalonicenses 3, 7-12
Lucas 21, 5-19


Las lecturas de hoy nos pueden impresionar por su tinte apocalíptico. Todas ellas se dan en un contexto de sufrimiento y persecución. Cuando la vida corre peligro, ¿cómo mantener la esperanza? La profecía de Malaquías nos habla del juicio de Dios, un día ardiente en que los malvados perecerán como la paja y los justos brillarán como el Sol. Quizás este sea el deseo de muchas personas que sufren injustamente: ¡el mal no puede tener la última palabra! No es que Dios quiera destruir a nadie, pero serán las consecuencias de su mal obrar las que llevarán a la ruina a los injustos.

San Pablo avisa a los cristianos de Tesalónica. Corría la creencia de que el fin del mundo estaba próximo y, por tanto, algunos creían que no valía la pena esforzarse por trabajar ni preocuparse por la economía. Esto provocaba conflictos en la comunidad: había quienes vivían ociosos, ganduleando y enredando en las vidas ajenas. Pablo es rotundo. Mientras estemos en esta tierra hemos de trabajar y esforzarnos como el primer y el último día, con ganas y siendo solidarios con los demás. 

Jesús también recoge el temor social al fin del mundo. Es un miedo que nos resulta muy familiar: guerras, hambrunas, cambio climático, terrorismo… Para muchos el fin es inminente, y no pocas corrientes religiosas e ideológicas fomentan este pánico colectivo. ¿Qué hacer? Jesús es realista y claro: no sabemos el día ni la hora, y quienes pretendan dar una fecha concreta son farsantes o iluminados, falsos profetas de los que conviene no fiarse. Hay que seguir viviendo, cada día su afán, y haciendo lo mejor que podamos, sin perdernos en fabulaciones sobre el futuro. Que no cunda el pánico. Es en el presente donde se da la salvación, día a día, con perseverancia.

El escrito de Lucas recoge una situación que vivieron las primeras comunidades cristianas: la persecución religiosa. Las palabras de Jesús, por un lado, son crudas. No oculta lo que les espera a los creyentes: sufrirán rechazo y represión, incluso serán traicionados y abandonados por familiares y amigos. Pero al mismo tiempo también da esperanza: para Dios no se pierde nadie, él está con sus fieles amigos hasta el final, protegiendo hasta el último de sus cabellos. Dios no nos ahorrará problemas, porque respeta tanto nuestra libertad como la de nuestros perseguidores. Pero sí nos garantiza una cosa: él estará a nuestro lado. Con él venceremos, aunque quizás de una manera diferente a como lo esperamos. La nuestra será la victoria de la cruz. Y todos sabemos que, después de la cruz y la noche llega el alba de la resurrección.

Jesús no es un gurú que nos halaga y nos da falsas esperanzas. No promete un éxito fácil. Pero sí nos promete algo que vale más que todo: su ayuda y su presencia. El Espíritu Santo nos inspirará nuestra defensa y jamás quedaremos abandonados. Esta convicción ha de darnos fuerzas para superar absolutamente todos los retos que se nos presenten cada día, ¡sin miedo! Con confianza. Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.

Descarga la homilía en formato para impresión.

2016-11-03

Para Dios todos están vivos

32º Domingo Ordinario - C

Macabeos 7, 1-14
Salmo 16
Tesalonicenses 2, 16. 3, 5
Lucas 20, 27-38


Aún tenemos reciente la celebración de Todos los Santos y de los Fieles Difuntos y las lecturas de hoy vuelven a tocar este tema. La muerte, uno de los grandes misterios que nos acechan, nos hace pensar, y a menudo dudar y temer. Lo único que sabemos de la vida es que tiene un límite: empieza en un momento y termina en otro. Antes de ser engendrados, no existíamos, pero… ¿qué sucederá después? ¿Realmente hay otra vida? ¿Es el alma eterna e inmortal? ¿Resucitará nuestro cuerpo algún día? ¿O son todo fantasías y consuelos, aptos sólo para personas de mente simple y supersticiosa?

Hay un hecho, y es que desde los albores de la historia el ser humano ha intuido que el espíritu no puede morir, y tiene que haber algún tipo de vida más allá de la muerte. No hay una sola cultura que no contemple esta posibilidad. Un entierro digno, una creencia en un más allá, son signos distintivos de todas las civilizaciones. Pero la incredulidad también es algo antiguo. Pensar que todo se acaba aquí no es exclusivo materialismo ni del ateísmo moderno. Siempre ha habido escépticos. En tiempos de Jesús los saduceos no creían en la resurrección y se burlaban de estas creencias. Por eso ponen a prueba a Jesús con este ejemplo extremo. Una mujer que ha enviudado siete veces, ¿de quién será la esposa, en el más allá?

Jesús es rotundo en su respuesta. En primer lugar, la vida más allá de la muerte no es equiparable a nuestra vida mortal, finita y limitada. No existe la muerte ni las necesidades biológicas que nos afectan a todos, por tanto no tiene sentido procrear, pues todos seremos eternos. Las relaciones entre personas serán distintas. ¡No podemos imaginarlo! En segundo lugar, cuestionando la resurrección los saduceos están cuestionando al mismo Dios. Un Dios de Abraham, de Isaac, de Moisés…, de tantos que fallecieron hace tiempo, ¿puede seguir siendo su Dios, si están muertos? Dicho de otro modo: ¿qué clase de Dios es el que llama a la existencia a unas criaturas para luego permitir que sean aniquiladas por la muerte? ¿Qué sentido tiene crear para luego destruir? Si una madre desearía que sus hijos no murieran jamás… ¿no lo va a desear Dios, que es amor infinito? La conclusión lógica es que Dios no nos condena al exterminio. Dios es un Dios de vivos. Nos hace eternos. Terminará la vida mortal, en esta tierra. Nuestro cuerpo físico perecerá, pero la muerte no será un final definitivo, sino un paso. Será el umbral de otra vida que perdurará para siempre, de otro modo y en otra dimensión, que llamamos cielo.

Aún y así podríamos pensar que todo son conjeturas fruto del deseo… pero no es así. Jesús regresó de la muerte para contárnoslo. Sus apariciones después de resucitado transformaron radicalmente a sus discípulos. Ya no creemos porque nos gustaría: creemos porque Jesús vino, lo anunció y le creemos a él y a sus testimonios. ¿Qué sentido tendría inventar algo tan increíble y asombroso? A donde él fue iremos todos y viviremos para siempre. También nosotros tendremos, un día, un cuerpo glorioso y resucitado.

La convicción de que no somos caducos, sino que más allá de la muerte nos espera una vida inimaginable, plena y hermosa, nos da valor y entereza para afrontar cualquier dificultad de la vida. Esta es la convicción que hizo de los apóstoles un grupo de hombres llenos de coraje, sin miedo a nada, capaces de morir por comunicar a Jesús y su gran noticia. Esta es la convicción que puede hacer de nosotros, cristianos de hoy, unos hombres y mujeres libres que no teman a nada ni a nadie, como los valientes Macabeos, cuya historia leemos en la primera lectura. Creemos en la palabra de Cristo, la única que, como afirma san Pablo, nos da fortaleza, paciencia y perseverancia. La única que llena de paz nuestros corazones y nos hace libres de todo mal.

Descarga la homilía en versión imprimible aquí.