Macabeos 7, 1-14
Salmo 16
Tesalonicenses 2, 16. 3, 5
Lucas 20, 27-38
Aún tenemos reciente la
celebración de Todos los Santos y de los Fieles Difuntos y las lecturas de hoy vuelven
a tocar este tema. La muerte, uno de los grandes misterios que nos acechan, nos
hace pensar, y a menudo dudar y temer. Lo único que sabemos de la vida es que
tiene un límite: empieza en un momento y termina en otro. Antes de ser
engendrados, no existíamos, pero… ¿qué sucederá después? ¿Realmente hay otra
vida? ¿Es el alma eterna e inmortal? ¿Resucitará nuestro cuerpo algún día? ¿O
son todo fantasías y consuelos, aptos sólo para personas de mente simple y
supersticiosa?
Hay un hecho, y es que
desde los albores de la historia el ser humano ha intuido que el espíritu no
puede morir, y tiene que haber algún tipo de vida más allá de la muerte. No hay
una sola cultura que no contemple esta posibilidad. Un entierro digno, una creencia
en un más allá, son signos distintivos de todas las civilizaciones. Pero la
incredulidad también es algo antiguo. Pensar que todo se acaba aquí no es
exclusivo materialismo ni del ateísmo moderno. Siempre ha habido escépticos. En
tiempos de Jesús los saduceos no creían en la resurrección y se burlaban de
estas creencias. Por eso ponen a prueba a Jesús con este ejemplo extremo. Una
mujer que ha enviudado siete veces, ¿de quién será la esposa, en el más allá?
Jesús es rotundo en su
respuesta. En primer lugar, la vida más allá de la muerte no es equiparable a
nuestra vida mortal, finita y limitada. No existe la muerte ni las necesidades
biológicas que nos afectan a todos, por tanto no tiene sentido procrear, pues
todos seremos eternos. Las relaciones entre personas serán distintas. ¡No
podemos imaginarlo! En segundo lugar, cuestionando la resurrección los saduceos
están cuestionando al mismo Dios. Un Dios de Abraham, de Isaac, de Moisés…, de
tantos que fallecieron hace tiempo, ¿puede seguir siendo su Dios, si están
muertos? Dicho de otro modo: ¿qué clase de Dios es el que llama a la existencia
a unas criaturas para luego permitir que sean aniquiladas por la muerte? ¿Qué sentido
tiene crear para luego destruir? Si una madre desearía que sus hijos no
murieran jamás… ¿no lo va a desear Dios, que es amor infinito? La conclusión
lógica es que Dios no nos condena al exterminio. Dios es un Dios de vivos. Nos hace eternos. Terminará la vida
mortal, en esta tierra. Nuestro cuerpo físico perecerá, pero la muerte no será
un final definitivo, sino un paso. Será el umbral de otra vida que perdurará
para siempre, de otro modo y en otra dimensión, que llamamos cielo.
Aún y así podríamos
pensar que todo son conjeturas fruto del deseo… pero no es así. Jesús regresó
de la muerte para contárnoslo. Sus apariciones después de resucitado transformaron
radicalmente a sus discípulos. Ya no creemos porque nos gustaría: creemos
porque Jesús vino, lo anunció y le creemos a él y a sus testimonios. ¿Qué sentido
tendría inventar algo tan increíble y asombroso? A donde él fue iremos todos y
viviremos para siempre. También nosotros tendremos, un día, un cuerpo glorioso
y resucitado.
La convicción de que no
somos caducos, sino que más allá de la muerte nos espera una vida inimaginable,
plena y hermosa, nos da valor y entereza para afrontar cualquier dificultad de
la vida. Esta es la convicción que hizo de los apóstoles un grupo de hombres
llenos de coraje, sin miedo a nada, capaces de morir por comunicar a Jesús y su
gran noticia. Esta es la convicción que puede hacer de nosotros, cristianos de
hoy, unos hombres y mujeres libres que no teman a nada ni a nadie, como los valientes
Macabeos, cuya historia leemos en la primera lectura. Creemos en la palabra de
Cristo, la única que, como afirma san Pablo, nos da fortaleza, paciencia y
perseverancia. La única que llena de paz nuestros corazones y nos hace libres
de todo mal.
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