Domingo de Pentecostés
Salmo 103
1 Corintios 12, 3-13
Juan 20, 19-23
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Hoy celebramos la fiesta de Pentecostés, el nacimiento de la
Iglesia. ¡Dos mil años de historia! Mirando atrás, y viendo
todas las vicisitudes pasadas, más de uno se puede preguntar: ¿cómo la Iglesia
ha sobrevivido hasta hoy? Porque ha pasado épocas de persecución, otras de
poderío y sumisión a los reyes, otras de gran expansión, pero también de
corrupción. Por la Iglesia han pasado santos, héroes y villanos, los hombres
más nobles y también los más canallas. Y, pese a sus errores y caídas, sigue en
pie. Cuando Napoleón asedió el Vaticano y amenazó al papa diciendo que la
Iglesia llegaba a su fin, este respondió: Si nosotros no hemos podido acabar
con ella, menos aún podréis tú y tus tropas.
Y así ha sido. Y esto no es por mérito de los que formamos
parte de ella, en absoluto. La Iglesia sobrevive y vivirá siempre porque su
cabeza es Cristo y está animada por el Espíritu Santo. No hay mal ni muerte
capaz de vencerlos.
La venida del Espíritu Santo convirtió a un grupo de
discípulos espantadizos y llenos de dudas en un puñado de apóstoles valientes y
arrojados, dispuestos a dar la vida por Jesús y su evangelio. Su fuerza alcanza
hasta hoy, gracias a su coraje estamos aquí. La experiencia que tuvieron se ha
transmitido de siglo en siglo, y esto es lo que mantiene viva la Iglesia. Lo
más importante no es la institución y sus estructuras, sino que la Iglesia es
familia de Dios, embajada del cielo en la tierra. A pesar de la frialdad y la
debilidad en la fe de muchos, bastan unos pocos hombres y mujeres que realmente
vivan la experiencia de Dios para continuar expandiendo su reino. Bastaron doce
hombres y unas cuantas mujeres para cambiar el mundo…
Pero hoy podemos preguntarnos: ¿dónde está el Espíritu
Santo? ¿Cómo actúa? ¿De qué manera afecta a mi vida? ¿He sido tocado, también,
por ese espíritu? ¿Me dejo transformar por él?
El Espíritu Santo, dice un teólogo, está presente siempre,
penetrando el universo entero con su fuerza y su gracia. Todo está bañado en el
amor de Dios, que todo lo crea y todo lo sostiene. ¿Cómo percibir su presencia?
La Iglesia nos ofrece los sacramentos: en todos ellos actúa
el Espíritu Santo. Especialmente en la misa, y en la comunión, él está
presente, con Jesús. La oración, solitaria o en grupo, también es una ocasión
para abrirnos a sus dones. El Espíritu no deja de soplar, y está deseando hacer
llover sobre nosotros una catarata de regalos.
¿Cómo se nota que una persona ha recibido el Espíritu Santo?
En los apóstoles fue llamativo su don de lenguas, su capacidad de comunicar de
manera que todos podían comprenderlos. Más que habilidad lingüística, el
Espíritu les dio el don de comunicar de corazón a corazón, conectando con los
demás, abriendo sus oídos y su alma. San Pablo explica que el Espíritu reparte
muchos carismas. Son los dones o talentos personales que todos tenemos, y que
podemos poner al servicio de los demás, para el bien. Si los invertimos en amar
al prójimo, ¡nunca nos faltarán esos talentos! Siempre tendremos más. Si nos
los guardamos por egoísmo o por miedo… Esos talentos se desperdiciarán y los
perderemos.
Pero la acción del Espíritu se nota sobre todo en las obras,
en la forma de vivir y de tratar a los demás. No todos recibimos dones
espectaculares, de lenguas, de sabiduría, de sanación o de conocimientos ocultos. No todos
somos “profetas” o grandes oradores. Pero todos, sin excepción, recibimos el
don mayor, el mejor carisma, según san Pablo: la capacidad de amar. Este es el
don superior, el mayor de todos y el que nos asemeja a Dios.
Se notará que estamos llenos del Espíritu por la caridad en
nuestras relaciones, por la delicadeza, la comprensión, la ternura y el
servicio a los demás. El Espíritu es un dulce huésped que nos llena de amor y
nos permite amar al modo de Dios. Pero también es viento poderoso que nos
empuja a vencer el miedo, y es fuego que derrite los hielos de un corazón duro
e impenetrable. A veces en las iglesias hay tantos corazones helados… Ojalá el
fuego del Espíritu, hoy especialmente, pueda arder en nuestras parroquias y
comunidades, y nos encienda, y nos anime a salir de nosotros mismos para
encontrarnos con los demás. El mundo espera. El mundo está hambriento de amor.
El mundo está sediento de Dios, aunque no lo sepa. Y Dios necesita brazos, y
voces, y mentes creativas. En nuestras manos está que, en medio de la
oscuridad, ardan nuevas hogueras que den luz y calor.
1 comentario:
Que bonita enseñanza, que el Espíritu Santo cambie nuestro corazón de piedra por un corazón de carne, para que no seamos indiferentes ante el sufrimiento ajeno.Ven Espíritu Santo y llena mi vida
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