2019-02-15

Como un árbol plantado junto al agua

6º Domingo Ordinario - C

Lecturas:

Jeremías 17, 5-8
Salmo 1
1 Corintios 15, 12-20
Lucas 6, 17-26

Homilía:

Las lecturas de hoy culminan con el evangelio, que nos presenta las bienaventuranzas. Jesús se dirige a sus discípulos, no a toda la multitud. Es de ellos de quien está hablando ahora, de quienes quieren seguir su camino. Por un lado, los avisa: sufrirán pobreza, exclusión, hambre de justicia… Llorarán y experimentarán qué es sufrir soledad y rechazo. El seguidor no será menos que el maestro. Como él, se toparán con la incomprensión del mundo y hasta con la persecución. Pero después Jesús los anima. Todo esto no debe desalentarlos, porque tendrán una recompensa más grande. Y no será solo en la otra vida, sino ya en esta, como dirá en otro momento. El reino de Dios ya se está forjando aquí en la tierra, y es aquí donde los discípulos comenzarán a vivir esa alegría enorme de saber que forman parte del proyecto de Dios. Aquí recibirán ayuda, consuelo, fortaleza. Aquí tendrán madre, padre y hermanos, mucho más allá de la familia de sangre. Aquí serán saciados de un pan que no se agota, y de una justicia que rebasa toda ley humana. Dios no abandona a sus fieles.

En el fondo, las bienaventuranzas están hablando de las mismas personas que habla el profeta Jeremías, en la primera lectura, y el salmo 1, que escuchamos hoy. Son esas personas que dejan a un lado su ego, su orgullo y sus certezas, y se apoyan sólo en Dios. Dejan a un lado sus construcciones humanas, sus ideas y prejuicios, y deciden arraigar no en sí mismos, sino en la fuente de todo ser, que es Dios. Son humildes, reconocen su pequeñez y sus contradicciones, sus límites. Pero no hacen de eso un problema, porque se saben amados y sostenidos por un amor más grande que todo esto. Son como ese árbol que echa raíces junto al río, y crece frondoso, y da frutos. Así somos nosotros si, en vez de empeñarnos en crecer por nuestros propios medios, arraigamos en Dios. Él nos hará crecer y, sin que tengamos que forzar las cosas, hará que nuestra vida sea fecunda.

En los últimos años se ha esparcido mucho la idea de autorrealización, de autoafirmación de uno mismo, de empoderamiento personal. Es verdad que el ser humano tiene capacidades maravillosas y todos estamos llamados a hacerlas florecer: son los talentos que Dios nos ha dado. Pero esta mentalidad tiene un riesgo, que es olvidar que nosotros no somos los autores y dadores de la vida. No somos los dueños de nada, ni siquiera de nuestro propio cuerpo. Somos cuidadores, administradores, artesanos en cuyas manos se confía nuestra vida, la de otras personas y la del planeta. Si actuamos como dueños, es fácil que acabemos siendo tiranos y explotadores, de nosotros mismos, de los demás y de la naturaleza. Pero si actuamos con la humildad de un jardinero amoroso, sin creernos amos de nada, todo cuanto hagamos florecerá.

 Esta es la pobreza de espíritu de la que hablan las escrituras. El pobre de Dios es el que no se deifica a sí mismo ni la obra de sus manos. Es dócil, es pacífico porque no tiene enemigos con quien luchar ni posesiones que defender, tiene el corazón tierno porque se sabe amado y sabe que todos necesitamos compasión y comprensión. Es libre, porque no se ata a los afanes de poder, fama y dinero que mueven el mundo. Tampoco se ata a sus propios ideales y juicios. Y esa libertad le abre a otra dimensión de la vida: la que explica san Pablo en su carta, la resurrección. Resucitar es nacer a una vida nueva que ya no muere. Jesús es la prueba viviente de esta promesa que nos espera a todos.  Pero la resurrección se puede empezar a vivir ya en esta vida cuando uno ama, cuando está trascendido y abierto a Dios.

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