El primer domingo de
Cuaresma leemos el evangelio de las tentaciones de Jesús en el desierto. El
lugar de oración se convierte en un campo de batalla donde dos fuerzas libran
su combate por ganar el alma humana. Tampoco Jesús, como hombre, se libró de
esta pugna.
¿Qué significan el pan,
el poder sobre todos los reinos del mundo, la protección angélica ante un acto
temerario? Jesús podía caer en estas tres tentaciones que nos acechan a todos
los cristianos y a toda persona llamada a una misión de servicio. ¿Reducimos
todo a la economía y al sustento? ¿Nos basta con procurar el bienestar
material? ¿Creemos que el poder es necesario? ¿Se puede conseguir un fin bueno
con cualquier medio? ¿Cultivamos una fe milagrera, que necesita prodigios y
signos para creer en Dios? Jesús responde con firmeza. No solo de pan vive el
hombre. ¡No podemos endiosar la economía ni el dinero! Tampoco podemos adorar a nadie más que a Dios. Adorarnos a nosotros mismos, a nuestra obra, nuestro esfuerzo y
logros, nos convierte en tiranos o en esclavos, por mucho que queramos hacer el
bien. Y finalmente, como diría San Juan de la Cruz, lo más importante para
crecer espiritualmente no son los milagros ni las experiencias sobrenaturales,
sino la fe pura, desnuda, que se entrega sin condiciones aún sin tener pruebas
de nada: esto es amor.
En el fondo de las tentaciones hay una base común: la adoración de uno mismo, inducida por el diablo que nos quiere alejar de Dios y romper nuestra relación con él. Creernos dioses, en realidad, nos destruye. La primera lectura del Éxodo recuerda la historia de Israel y su deber de gratitud hacia Dios, que le ha dado la tierra prometida. Quien se cree autosuficiente, ¿a quién tiene que agradecer nada? San Pablo en la segunda lectura nos habla de la palabra que salva: la que se aloja en el corazón y aflora en los labios. La fe del corazón nos redime: es allí, donde se alberga el amor, donde nacen la confianza y la gratitud que nos hacen adorar a Dios y verlo como el que es. Cuando reconocemos a Dios como fuente de nuestro ser y nuestra vida, podemos experimentar su ternura y sentirnos profundamente agradecidos. La gratitud nos hace humildes y adoradores. Nos hace conocernos. Y nos salva.
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