2008-12-28

La Sagrada Familia –ciclo B–

Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.”
Lc 2, 2-40

Consagrar los hijos a Dios

Los padres de Jesús, como buenos seguidores de la ley de Moisés, cumplen con lo establecido: “todo primogénito será presentado al templo”. María y José, saben que su hijo es obra de Dios y, ante esta certeza, se lo ofrecen. No quieren ser posesivos ni impedir la intervención de Éste en su vida; no quieren ser obstáculo al plan de Dios sobre ese niño y, con humildad, asumen una paternidad directamente delegada por Dios.

Para las familias creyentes de hoy, María y José son un ejemplo. Todos los hijos, aunque engendrados y nacidos de sus padres, son finalmente hijos de Dios y, un día deberán ejercer su libertad para emprender su propio camino. Ofrecer los hijos a Dios es encomendarlos al Padre Creador y contribuir, con el cuidado y la educación, a que estos niños un día lleguen a vivir según la voluntad de Dios para cada persona: floreciendo y dando lo mejor de sí mismos. Por eso la misión de los padres, que ya humanamente es grandiosa, se reviste de un significado aún mayor: todo padre y madre colabora con Dios para que su hijo crezca y alcance su plenitud.

José, el padre

José se convertirá en el padre protector de la criatura. Asume el misterio de su encarnación y, como padre discreto, cuidará con esmero del niño. El silencio de José le ayudará a meditar sobre ese acontecimiento. Dios lo hará padre de su propio hijo y partícipe de un hermoso plan que va más allá de su comprensión. Dócil, acepta la voluntad de Dios.

El resto fiel de Israel

En Israel había un grupo de judíos fieles que anhelaban la llegada del Mesías. Este grupo, que es llamado “resto de Israel”, espera con entusiasmo el gran momento del cumplimiento de las expectativas mesiánicas. Uno de ellos es Simeón, hombre justo y piadoso que aguarda “el consuelo de Israel”. El Espíritu Santo sostiene su fe. Es el hombre que anhela, espera y se alegra de la venida del Señor; un hombre de fe que tiene la total certeza de que el Mesías es el Hijo de Dios. Simeón nos enseña a esperar y a tener fe en la obra salvadora de Dios. Por muchas dificultades que podamos pasar, o por mucho tiempo que vaguemos en la penumbra hemos de tener fe en que, finalmente, la tristeza se convertirá en alegría y las tinieblas se disiparán en una gran claridad.

Simeón y su profecía

Para los cristianos, Jesús aparece como el sol de nuestra existencia. Simeón va al templo, lugar de oración y encuentro con Dios, y allí lo ve. Nosotros, sólo en la medida en que sepamos encontrar un espacio para Dios en nuestra vida descubriremos la grandeza que nos revela: él se encarna en Jesús y nos hace copartícipes de este gran acontecimiento. La experiencia de Simeón es un momento pleno, una auténtica vivencia mística. Está experimentando algo sublime en el momento en que abraza a aquel niño que ha esperado toda su vida. Tanto, que dice que ya puede morir tranquilo; ha culminado todas sus aspiraciones, ha visto al “Salvador, luz de todas las naciones”.

Para José y María, ese momento debió ser revelador. Un anciano entrañable, emocionado, es testigo directo de un acontecimiento extraordinario. La emoción de Simeón debió conmover los corazones de sus padres. En la plenitud de esos instantes, y con especial lucidez, Simeón se atreve a profetizar y dirige a María unas palabras densas, anticipando su futuro sufrimiento y vaticinando así lo que sucederá en la historia de Jesús. Simeón atisba el rechazo del pueblo y la agonía de la pasión. María será testigo de este dolor y “una espada le atravesará el corazón” cuando contemple a su propio hijo en la cruz, agonizante.

Ana, la mujer que espera y anuncia

La profetisa Ana es otra anciana fiel que también aguarda con firme esperanza la liberación de su pueblo. Incansable, Ana no deja de esperar al Mesías que tiene que llegar. Cuando lo reconoce en ese niño que llevan sus padres al templo, prorrumpe en alabanzas y habla a todos cuantos la rodean de él. Es un ejemplo para los cristianos, que también hemos recibido la salvación y la hemos palpado, con la presencia viva de Cristo en los sacramentos. No dejemos nunca de hablar de aquel que está en el origen y centro de nuestra fe.

Ana no se alejaba del templo. Su confianza, puesta en Dios, se ve premiada con creces; la larga espera se convierte en gozo pleno.

Podríamos decir que ese resto de Israel, formado por la familia de Nazaret, Isabel, Zacarías, Juan el Bautista, Simeón, Ana… llega a formar parte de la primera familia de los creyentes en Jesús como el Mesías Libertador. En cierto modo, son los primeros cristianos.

La familia, una realidad sagrada

Hoy celebramos la fiesta de la Sagrada Familia. Es una celebración que ha de resonar de una manera especial en la familia cristiana. Creemos que la familia humana es un proyecto de Dios y que, como tal, es un espacio sagrado para el crecimiento humano y cristiano de aquellos que la forman. La familia no es sólo una entidad jurídica o un pacto convivencial. Es una auténtica vocación cristiana, que tiene como fin, no sólo la procreación, sino la constitución de una pequeña eclesiola en medio del mundo, tal como decía el Papa Juan XXIII. Dos libertades se unen para formar un espacio de cielo en la tierra, como lo hicieron José y María. Los cristianos no hemos de caer en la trampa ideológica de reducir la familia a un concepto estrecho y puramente social, despojándola de su aspecto trascendente. La ambigüedad de ciertas posturas políticas por puro interés electoral lleva a menospreciar la familia tradicional, facilitando y potenciando otras uniones que, por muy legales que sean, desde un punto de vista constitucional y semántico no son equiparables a la familia como siempre la hemos entendido. No caigamos en la petulancia de afirmar que es un descubrimiento de la sociología moderna. Son realidades totalmente diferentes, sin menospreciar otras formas de unión. No podemos caer en esta confusión, como pretenden algunos legisladores.

Para el cristiano, nuestro modelo de familia es la de Nazaret. Es una familia que va más allá de las obligaciones humanas: supieron abrir su casa y su corazón a Dios. La familia es una realidad sagrada que tiene la misión de hacer crecer humana y religiosamente a la persona, y prepararla para el gran devenir de su futuro. Una familia que cumple su misión, afrontando todas las dificultades naturales que pueda encontrar, educará a hijos responsables y contribuirá a armonizar la sociedad y a construir un mundo más justo y solidario.

2008-12-25

Navidad

“La Palabra era la luz verdadera que alumbra a todo hombre. Al mundo vino, y en el mundo estaba. El mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios….”
Jn 1, 1-18

Dios se encarna en la historia

Hoy se nos anuncia esta gran noticia del nacimiento de Dios. En la noche más larga, una luz ilumina la oscuridad.

La encarnación de Dios es la gran novedad de nuestra religión cristiana. Dios se hace hombre en un momento concreto y en un espacio; en la cultura judía y en un tiempo de expectación del pueblo. Dios irrumpe en la historia, y lo hace de manera suave, a través de un niño. No llega envuelto en poderío y con manifestaciones de fuerza, sino que ha querido encarnarse como todo ser humano, mostrándose con la humildad de un bebé recién nacido.

Este niño que nace es palabra y luz. Los cristianos contamos con el tesoro de la Biblia, escritura que recoge la palabra de Dios. Pero Jesús nacido es esa misma palabra hecha hombre. Entre el ser y el hacer está él, con su vida entregada para servir y amar.

Entra en nuestra vida

La palabra de Dios nos trae luz y paz. Dios entra, no sólo en nuestra historia, sino en nuestra propia vida. ¿Somos conscientes de ello? Si es así, este acontecimiento debería revolucionar nuestra vida y hacernos cambiar radicalmente.

La Navidad no es una fecha de recuerdo, sino la actualización constante de esa venida de Dios al mundo. Lo que sucede es que no sabemos extraer las consecuencias espirituales. Dejar nacer a Dios en nosotros no es debido a un mero cambio voluntarista, un querer ser un poco mejor hoy que ayer, sino que supone un cambio radical de ideas, formas de hacer, incluso de percepción de la realidad. En el fondo, es mirar, pensar y decir desde Dios.

Recuperar el sentido religioso de la fiesta

Entre el consumismo que impone la sociedad y la apatía de los propios cristianos, el sentido de la Navidad se nos escapa. Hemos de recuperar el sentido religioso de esta fiesta. El verdadero motivo de tantos encuentros familiares –el nacimiento de Dios –se desplaza y se le da más importancia al hecho de reunirse que al sentido religioso. Mucha gente se afana comprando y cocinando y olvida el motivo último de la Navidad. No tiene tiempo para dedicarse a Dios, cuando Dios debería ser el primero en nuestra escala de prioridades. Todo cuanto tenemos, incluida la familia, nos lo ha dado él.

La familia tiene una gran importancia, pero el excesivo culto a la tradición y a la gastronomía puede hacernos olvidar a Dios, o dejarlo en un segundo plano.

Ser como niños

La Navidad también nos recuerda que hemos de volvernos como niños. La gente tiende justamente a lo contrario: a hacerse como Dios y a ganar poder para dominar el mundo. En cambio, Dios renuncia al poder, se hace último, y pequeño. Esto es un hecho insólito que rompe todos los esquemas culturales y religiosos de su tiempo, pues en la cultura hebrea los niños no tenían derecho alguno ni se les reconocía su valor.

Por esto la Navidad también nos invita a reflexionar sobre la excesiva competitividad que impera en el mundo. No se trata de no potenciar lo bueno, es positivo superarse, por supuesto. Pero no podemos mesurar la valía de una persona sólo por sus capacidades o por aquello que posee, sino por su generosidad y por lo que es capaz de dar.

Nos afanamos por luchar y trabajar para tener muchos bienes. La gruta de Belén nos recuerda que nuestro esfuerzo ha de ser la renuncia a tener más y ser humildes.

La gran revolución que moverá el mundo no será política, ni siquiera cultural, ni llegará con la fuerza de las armas… La gran revolución, el cambio auténtico, llegará de la mano de la ternura. Este es el mensaje último de la Navidad, la fiesta de un Dios que viene al mundo pequeño e indefenso, es envuelto con amor por una joven sencilla y reclinado en un pesebre.

2008-12-21

El anuncio a María

Cuarto domingo de Adviento –ciclo B–

“No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús.”
Lc 1, 26-38

El anuncio de la maternidad de Dios

La lectura de hoy, tan conocida, nos relata la anunciación del ángel Gabriel a María. Es un episodio lleno de poesía y de una enorme delicadeza y profundidad. Dios decide acudir al mundo, hacerse hombre, y para ello cuenta con una mujer. María es la escogida para tal hermoso desempeño: ser la madre de Dios. Y es elegida por la grandeza de su humildad. Las entrañas de María están preparadas para convertirse en espacio sagrado que recibirá al Hijo de Dios.

Las palabras del ángel desprenden admiración, reconocimiento y ternura. La bendice y la alaba, la invita a alegrarse, porque María, la llena de gracia, está llena de Dios. Ha sido elegida porque su vida y su libertad están enteramente volcadas en él. Por eso el ángel dice “el Señor está contigo”. Dios ya habita en ella.

El santuario de Dios

En la lectura de hoy del Antiguo Testamento, vemos como el rey David quiere construir un precioso templo para Dios. En la actitud de David se mezcla un sincero afán de adoración con el orgullo de haber conseguido ser un gran rey, que habita en un palacio de cedro. Al pretender construir un templo a Dios, inconscientemente, se está poniendo a su mismo nivel. Y Dios se ocupa de recordarle quién le otorgó el poder del que ahora disfruta. A lo largo de la historia, el hombre siempre ha deseado construir espacios para albergar a Dios y encontrarse con él. Templos, iglesias y catedrales se levantan por todo el mundo, recordándonos su presencia. Pero Dios no necesita un templo, pues es Señor de todo el universo y elige dónde y cuándo manifestarse.

En cambio en el mensaje de la anunciación, es Dios quien escoge el lugar, y elige a una mujer, María, para ser el santuario que cobijará a su hijo.

Y María, humilde, sabe que la elección es iniciativa divina, no humana. Se turba, perpleja ante un don tan grande y, a la vez, tanta responsabilidad. Dios la ha elegido para convertirse en el arca de la alianza, en su templo, en su hogar. Toda ella queda impregnada de la presencia de Dios.

La paternidad de Dios

La concepción virginal de María hay que entenderla en clave teológica. El Espíritu de Dios fecunda las entrañas de María. Ella pregunta: “¿Cómo será esto, pues no conozco varón?”. La concepción del niño es obra de Dios, y no de un hombre. No podemos negar la concepción virginal de María, pero hemos de ir más allá de la realidad biológica. Dios atraviesa los principios de la física para hacernos a todos fecundos.

Todos los niños del mundo son también hijos de Dios; todos son criaturas espirituales de su Padre, porque Dios infunde su amor a toda vida engendrada.

María sabe que su hijo será grande porque es el Hijo de Dios. Por eso su reino de amor nunca tendrá fin.

Dios también viene a nosotros

Dios quiere reinar en el corazón de cada hombre, y también desea que cada persona convierta su vida en un lugar sagrado para él, es decir, que cada uno de nosotros llegue a ser su templo.

El rey David habla a Dios con palabras elocuentes y orgullosas, y Dios le responde, por medio del profeta: “¿Tú me has de construir una vivienda? Cuando he sido yo quien te saqué de los apriscos para hacerte jefe de mi pueblo, Israel…” En cambio, María, humilde, contesta al ángel con palabras muy sencillas: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí tu palabra”. Podríamos resumirlas en una sola: “Sí”.

El sí de María le basta a Dios. Su silencio expresa la densidad de su disponibilidad y entrega. María abre su corazón humilde y discreto al gran acontecimiento. Sus palabras, tan breves, están cargadas de un profundo silencio, y su silencio está lleno de resonancias. Ojalá, como María, sepamos decir sí a Dios, desde el silencio más hondo de nuestro interior; y dejemos que él intervenga en nuestra vida. Sólo así estaremos colmados de una inagotable alegría. Dios puede convertir nuestro corazón, árido y estéril como un desierto, en un vergel fecundo. Nuestro sí abrirá las puertas a Dios y a su lluvia benefactora, que fecundará toda nuestra existencia.

2008-12-14

Tercer domingo de Adviento –ciclo B–

“Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Este venía como testigo… No era él la luz, sino testigo de la luz.
Y le dijeron: ¿Quién eres?… El contestó: Yo soy la voz que grita en el desierto: Allanad el camino del Señor.”
Jn 1, 6-8. 19-28

Semana de la alegría

La figura de Juan el Bautista es clave en Adviento. Es más que un precursor: es el que prepara y va delante hacia el encuentro con el Señor. La liturgia de esta tercera semana de Adviento señala un momento de alegría y gozo, porque aunque todavía no ha llegado el Mesías, tenemos la certeza de que está llegando; y aunque todavía lo estamos esperando, sabemos que ya está casi entre nosotros.

Testimonio de la luz

El evangelista describe la figura de Juan con un lenguaje teológico que empapa todo el texto. Para él, Juan el precursor es un enviado por Dios para ir despertando a su pueblo, haciéndolo receptivo para el gran momento. Y lo prepara con intensidad y convencimiento, esperando el momento en que se culminará la expectativa mesiánica.

Para el evangelista Juan Bautista sólo es testigo de la luz, y no la misma luz. Este fragmento recuerda aquel texto que leemos en la misa el día de Navidad, sobre la Palabra. El precursor es testigo humilde de ese rayo de luz, que es Cristo encarnado que ilumina la humanidad. Juan reconoce que sólo viene a dar testimonio. Es un sencillo hombre que prepara a su pueblo para que se convierta a la fe.

Voces valientes que claman

En su testimonio ante los judíos que acuden a interrogarlo, Juan contesta sin dudar. Las autoridades le preguntan por su identidad y él, consciente de su misión, declara sin vacilar que él no es el Mesías. Ellos insisten; ¿eres Elías, o un profeta? ¿Qué dices de ti mismo?

Juan responde tomando unas palabras de Isaías: “Yo soy la voz que grita en el desierto”. Él es esa voz potente que clama. Nosotros, los cristianos de hoy, también tenemos que ser esas voces valientes y seguras que anuncian el reino de os cielos, que anuncian la esperanza; voces que alertan a los fieles a no dormirse; a levantarse y a evangelizar nuestro mundo. A veces, a los cristianos nos falta valentía para no enmudecer cuando se cometen atropellos hacia los más débiles. No sólo callamos, sino que giramos la cara hacia otro lado cuando vemos sufrir al desvalido.

El profeta Isaías dice que el Señor reposa sobre su aliento y su Espíritu está sobre él. Confiemos a pesar del sufrimiento. La voz de la Iglesia y de los cristianos ha de ser clara, entusiasta, pedagógica y valiente, comprometida y, sobre todo, surgida de una profunda convicción. Una voz que instruya, que hable de lo que siente y vive desde su fe. En definitiva, una voz que brote desde el alma, desde el corazón de la vida, unida a Dios. Ha de ser una voz que cale en lo más hondo del ser humano.

Sólo así será una voz auténtica e iluminadora, que surge desde la oración y desde la comunión con Dios. Por eso Juan es más que el que anuncia: es el que cierra el anillo del profetismo judío. Es el puente que une el Antiguo y el Nuevo Testamento, cuando la gran esperanza se convierte en una persona real que revelará el designio de Dios para su pueblo.

Llevar esperanza al mundo

Juan camina sin desfallecer porque ya sabe, en su corazón, que su propia esperanza quedará colmada ante aquel que tiene que llegar y que él mismo anhela, tanto como su pueblo. Es el arquetipo de la esperanza para la humanidad.

Él sabe quién es el que viene tras sus pasos, y se reconoce indigno de arrodillarse ante él. En Juan y Jesús se da el cruce entre una expectativa que se convierte en realidad, colmando todos los anhelos humanos.

Los cristianos estamos llamados a ser testigos de la luz de Cristo resucitado. Hemos de hacerlo con humildad, pues no somos dioses, estamos limitados. Pero seamos muy conscientes de que tenemos una tarea encomendada: ser testimonios de esperanza ante un mundo caído por causa de su propia soberbia. Como San Juan, hemos de saber dar razón de nuestra fe ante el mundo, por más convulso que esté, y no esconder nuestra identidad.

2008-12-07

Una voz en el desierto

Segundo domingo de Adviento –ciclo B–

“Una voz grita en el desierto: Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos”
Mc 1, 1-8

Seguimos avanzando hacia la luz de la noche de Navidad. Con la encarnación de Dios en su hijo Jesús, el hombre ve colmado todo su deseo de trascendencia. Dios se nos hace cercano. Por amor, Dios se hace hombre para salvarnos y sacarnos de las tinieblas. Es por esto que la liturgia nos ayuda a adentrarnos en ese misterio de un Dios que se hace niño.

Juan, el precursor humilde

El evangelio de Marcos da comienzo presentándonos la figura de Juan Batista, el precursor que anuncia la llegada del Mesías. Juan es el humilde que sabe reconocer que el que viene tras él es mucho mayor. Reconoce que con él se cumplirán todas las expectativas mesiánicas del pueblo judío. Juan es consciente de este momento, porque también lo espera y ayuda a su pueblo en esa esperar, preparándolo para el gran acontecimiento.

El bautismo de conversión

Juan predica un bautismo de conversión. Clama, con toda la potencia de su voz: “Preparad el camino al Señor”. Preparar significa convertir nuestro corazón, liberándolo de tantos pecados. Juan reclama en el desierto la pureza de corazón, necesaria para recibir al Señor. Pide un cambio de actitud; dejemos que sus palabras resuenen con ímpetu en nuestro interior. También los cristianos de hoy tenemos que prepararnos y convertirnos. Necesitamos el poder de Dios para estar limpios y dispuestos a vivir la gran experiencia de su cercanía.

El profeta Isaías, en la primera lectura, nos urge de manera poética y simbólica. Esa voz que grita en el desierto cala en lo más hondo de nuestro corazón. Apartemos todo aquello que dificulte la entrada de Dios en nuestra ida, enderecemos nuestras intenciones, limpiemos hasta dejar puros nuestros corazones.

Allanad el camino

Juan Bautista se hace eco de Isaías y toma sus palabras: preparad el camino del Señor, abridle una ruta. La Iglesia también nos dice hoy: abrid paso al Señor, preparad vuestro corazón para que Dios pueda entrar en él. Como cristianos, estamos llamados a vivir plenamente este camino de la esperanza hacia la luz. La preparación pasa por alisar el terreno escabroso de nuestra alma: saquemos de ella todos los obstáculos que nos impiden avanzar con fluidez. La voz de la Iglesia también ha de resonar con la misma fuerza en nuestras vidas.

El profeta Isaías continua: “Allanad en la estepa una calzada”. Es decir, igualad todo lo tumultuoso que hay en nuestro interior, preparad una pista libre para que él pueda descender hacia nosotros. “Que los valles se levanten”, es decir, que nuestros ojos sepan mirar más allá de una realidad inmanente y aprendan a contemplar el mundo desde la óptica de Dios. Aprendamos a descubrir desde la oración la hermosa realidad de Dios. Sólo así tendremos una perspectiva de la dimensión de nuestra realidad existencial y espiritual.

El desierto

Ese desierto en el que Juan predica también puede leerse como una imagen de nuestro mundo, árido y sediento de Dios. La lejanía con el Creador seca nuestros espíritus y también nuestra cultura y nuestra sociedad, arrebatándole la sabia que le da vida y la renueva. La petulancia y el orgullo hacen más desértica y estéril nuestra vida. San Juan Bautista es un paradigma de la humildad del que se sabe pobre y necesitado de Dios. Desde la humildad puede acogerse el regalo de Dios. Sólo su amor podrá regar nuestras almas secas y endurecidas; sólo su aliento hará florecer nuestro mundo. Nosotros, como sencillos jardineros, podemos abrir los cauces por donde fluirá su agua de vida.

2008-11-30

Primer domingo de Adviento –ciclo B–

“Velad entonces, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa, si al atardecer, a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer; no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos. Lo que os digo a vosotros lo digo a todos: ¡Velad!”
Mc 13, 33-37


Iniciamos hoy un nuevo tiempo litúrgico: el Adviento. La Iglesia nos propone reflexionar en este tiempo que precede a la Navidad sobre la virtud teologal de la esperanza. Adviento es un tiempo de preparación para un gran acontecimiento: Cristo Jesús está llegando. A lo largo de estas cuatro semanas iremos profundizando sobre esta espera y la llegada del Mesías. Nos prepararemos con gozo para celebrar el nacimiento del niño Dios.

Adviento, una espera activa y confiada

La Iglesia, sabia en su cometido pedagógico, nos invita a adentrarnos hacia la luz por el camino de la esperanza. El evangelio de hoy ya nos predispone a mantener una actitud de alerta. Se acerca algo importante, o más bien, alguien, y hay que estar preparado para ese encuentro.

Jesús viene en nuestra búsqueda y quiere llenar de sentido lo que somos y hacemos. Estar en vela significa vivir atento, pendiente, dispuesto. Significa saber esperar de una manera confiada, con una actitud activa, convirtiendo esa espera en una alegría anticipada ante la venida del Señor. Esto implica un proceso interior que nos lleva a adoptar una actitud receptiva y que, en muchos casos, comporta una fuerte exigencia y un cambio de nuestra conducta ante el inminente encuentro con Cristo. Puede significar plantearse desde lo más hondo de nuestro corazón cómo vivimos nuestra esperanza cristiana en medio del mundo.

El mundo necesita esperanza

Ahora, más que nunca, nuestra sociedad necesita razones para la esperanza. El desconcierto nos asedia y a veces nos sentimos abatidos y frágiles; corremos el riesgo de caer en la trampa de creer que el mundo está mal y nada podemos hacer, y nos deslizamos por la pista del fatalismo. Socialmente hablando, hay razones para preocuparse: los medios de comunicación nos bombardean constantemente con noticias sobre la crisis económica, el paro, el terrorismo, el creciente vandalismo, la pobreza, la guerra, la corrupción política y el liberalismo acérrimo que contribuyen a la atomización de la sociedad. ¿Cómo podemos tener esperanza en un mundo que parece ir en declive hacia su propia autodestrucción? El relativismo moral ha calado transversalmente en la sociedad. Uno se pregunta si vale la pena seguir creyendo en sus convicciones religiosas. La Iglesia –Cristo– y los cristianos, tenemos la clave.

¡Que nunca muera en nosotros la esperanza! Pese al desánimo, que nunca se doblegue; pese al cansancio, que nunca se duerma. No escuchemos sin más el insistente y locuaz discurso mediático sobre los problemas del mundo, sino hagámoslo desde una actitud más serena. Pongamos una distancia adecuada, reflexionemos profundamente, desde una perspectiva ética y cristiana, y veremos que realmente el mundo está mal, pero si hacemos una relectura de la situación hay suficientes razones, y convincentes, para elevar las alas de la esperanza.

Dios viene a nosotros

Cristo viene a permanecer en el corazón del hombre. Los cristianos tenemos que convertirnos en una pista de aterrizaje que facilite el encuentro de Jesús con la humanidad. En medio de la noche oscura de nuestra existencia, aparece una hermosa estrella que nos señala hacia un lugar: hacia Cristo, que es la misma luz. No hay amanecer sin anochecer, no hay primavera sin invierno. La oscuridad precede a la luz y no hay gracia sin perdón, ni alegría sin tristeza.

Dios viene a nosotros. No hemos de esforzarnos por buscarlo, desesperadamente, desde nuestras tinieblas. Él se acerca. Lo único que hemos de hacer, sencillamente, es dejarle entrar en nuestra casa. Éste es su deseo más hondo; Dios anhela nuestra acogida. Su presencia llena de sentido y de luz el horizonte de nuestra existencia.

2008-11-23

Cristo Rey

Ciclo A
“Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis”
Mt 25, 31-46


La prueba crucial ante Dios

Con la fiesta de Cristo Rey culminamos el ciclo litúrgico. A lo largo de este tiempo hemos profundizado en el misterio de la salvación hasta la proclamación de Jesucristo como Rey del Universo. Esta fiesta, con sabor escatológico, precede al nuevo año litúrgico y va más allá de las imágenes bucólicas que leemos en el evangelio. Llegará un momento en nuestra vida en que Cristo aparecerá en su gloria, con sus ángeles, y nos dará la última lección a fin que estemos preparados para el encuentro definitivo con él.

Las preguntas que nos hará no serán cuestiones de alta teología ni un examen catequético. Tampoco nos preguntará si hemos ido a misa todos los domingos o si hemos sido generosos con nuestros donativos, si hemos evangelizado lo suficiente o si hemos anunciado sin descanso la buena nueva. Es curioso que en el momento culminante ante el encuentro con Dios, Jesús no contabilizará cuánta gente hemos convertido. No condicionará nuestra entrada en el reino del cielo a la eficacia de nuestro trabajo pastoral, sino que nos situará ante esta realidad: ¿hemos amado lo suficiente?

La fe y el amor son obras

Con esto, Jesús nos está diciendo que la fe y el amor son obras, son acciones, y no palabras bonitas. Jesús no quiere que seamos sólo buenos predicadores, y que digamos aquello que es “políticamente correcto”. Jesús quiere que seamos valientes y capaces de encarnar su amor, especialmente hacia los más desvalidos y olvidados. La condición para entrar en su gloria es encarnar en nuestra vida las obras de misericordia.

Hoy, muchas personas se lamentan del fuerte impacto secularizador de nuestra sociedad, de la pérdida progresiva de la fe y de la falta de compromiso. Yo me preguntaría, más bien, si no nos habremos limitado a predicar, a hacer cosas por cumplir y si no habremos caído lentamente por el tobogán de la rutina. Tal vez también hemos caído en la trampa de racionalizar la teología y hemos querido encajar la revelación en un discurso demasiado intelectual.

Lo esencial y genuino del Cristianismo es el amor, no las palabras. La entrega a los demás no es un discurso bien elaborado. Lo genuino del cristiano es asumir el riesgo, la pasión, la aventura, el coraje, y no la comodidad, la rutina ni el miedo. Lo esencialmente cristiano son la alegría, la generosidad y la confianza, y no la tristeza, el egoísmo y la desconfianza. El miedo nos paraliza y nos convierte en personas estériles. Es propia de Dios la donación sin mesura, y no la mezquindad.

No seamos miopes ante la realidad

“Benditos de mi Padre”, dice el Señor, “porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; estuve encarcelado y me visitasteis; fui forastero y me acogisteis…” Hoy, la enorme crisis que está flagelando a Estados Unidos y a toda Europa está generando nuevos grupos de pobres que viven junto a nosotros y que a veces carecen de lo más básico para subsistir. ¿Estamos tan ensimismados en nuestros asuntos y en nuestra estrechez de miras que nos hemos convertido en auténticos miopes ante la realidad? El gemido de los pobres clama a Dios. En la parábola del buen samaritano, un sacerdote pasó de largo ante el herido porque, posiblemente, tenía que cumplir con sus obligaciones en el templo. ¿Hacemos lo mismo en nuestras iglesias? Dar calor, acogida, ropa y techo; ofrecer pan, consejo y una sonrisa amable… ¿tanto nos cuesta?

Amar a Dios en los demás, sin mesura

Hoy, desconfiamos del pobre. Es verdad que hay que tener en cuenta algunos criterios a la hora de ayudar, para verificar que esa pobreza es real y la necesidad de la persona acuciante. Pero no nos excedamos con esos criterios porque en el fondo, ser consecuente con el evangelio es mucho más que prestar una atención profesional y rigurosa. ¿O es que tenemos miedo a descubrir la terrible exigencia evangélica? ¿Tememos descubrir que nos hemos instalado en la apatía y que nuestra forma de esquivar la realidad no es otra que ceñirnos a cumplir lo que toca, sin salir de la línea marcada, hundidos en la rutina, por miedo a la luz reveladora de Cristo, que nos pide darlo todo?

Sólo quien vive y practica las obras de misericordia será bendito de Dios y tendrá abiertas de par en par las puertas del reino. Ojalá Dios reine en el universo de nuestra existencia y sea el verdadero rey de nuestra vida. Y ojalá sepamos ver en cada una de estas personas, solas, olvidadas y que necesitan auxilio, su más vivo retrato. Que en nuestra ayuda y en nuestra atención hacia ellas sepamos servirlas con amor, delicadeza y respeto, como al mismo Cristo.

2008-11-16

Has sido fiel en lo poco, pasa al banquete de tu señor

32º Domingo Tiempo Ordinario. Ciclo A
“Como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu señor”.
Mt 25, 14-30

Dios nos da talentos a todos

En la liturgia de este domingo, el evangelio nos propone la parábola de los talentos. El texto nos narra como un señor, antes de viajar, pone en manos de sus empleados la administración de sus bienes para que, a su regreso, pueda percibir los beneficios de su hacienda. A uno le da cinco talentos, a otro dos y al último le da un talento. Sus empleados inmediatamente se ponen a trabajar, pero no todos. Y cada cual obtiene un fruto diferente.

Dios siempre ha creído en su criatura y ha querido contar con todos nosotros para que, junto a él, podamos co-participar de la salvación del mundo. Así, nos ha dado carismas y capacidades para culminar su obra salvadora. A todos nos da fuerza e inteligencia para que pongamos al servicio de su reino nuestra creatividad y saquemos lo mejor de nosotros, multiplicando los bienes espirituales que él nos ha dado.

La confianza hace florecer los talentos

El que tiene su confianza puesta en Dios inmediatamente se pone a trabajar con entusiasmo y obtiene frutos de esos dones. Es hermoso sentir como Dios confía plenamente en nosotros en la administración de sus bienes. Y es grande que cuente con nosotros. Como bien dijo Benedicto XVI en su discurso de investidura, Dios no sólo no nos quita nada, sino que nos lo da todo, y con creces. No hemos de temer nada: Dios nos regala la eternidad. A los que saben producir y multiplicar los talentos recibidos, les dará el cien por el uno. Así es su respuesta, derrochadora e inconmensurable.

La desconfianza esteriliza

Pero la parábola nos cuenta también que el que recibió un talento, por miedo y desconfianza hacia su señor, lo escondió y no lo puso a producir beneficios. El señor se enoja con este siervo y lo llama insensato y holgazán, porque al menos podía haberlo puesto en un banco, donde habría dado sus intereses.

Cuántas veces, por desconfianza, por pereza y porque malpensamos, descuidamos nuestras obligaciones y dejamos de potenciar las capacidades que Dios nos ha dado. Cuántas veces la falsa humildad, el temor y el recelo nos esterilizan hasta hacernos perder todo cuanto teníamos. ¿O es que creemos que Dios es injusto? ¿Creemos que reparte mal sus talentos? ¿Tememos su exigencia, o que nos lo pida todo?

Sólo los que abren su corazón a Dios serán dichosos. Pero los que se cierran, lo pierden todo, incluso lo poco que tenían, y serán infelices. En cambio, el hombre que reconoce a Dios como el centro de su vida recibirá innumerables bienes materiales y espirituales que lo harán plenamente feliz.

La Iglesia, llamada a dar fruto

Todos los cristianos estamos llamados a hacer fructificar como mínimo el talento que Dios nos ha dado a todos: su amor. Este don no le ha sido negado a nadie y lo regala en abundancia, de manera que puede multiplicarse en todos y cada uno de nosotros.

Dios ha concedido a su Iglesia unos dones espirituales para que los potencie. El legado de la caridad es esencial para que nuestra coherencia cristiana crezca. Este es un don muy potente que Dios nos ha dejado para que hagamos expandirse su reino.

Pero, ¡cuántas veces no sólo por pereza o miedo, sino por una falsa prudencia, dejamos de hacer lo que podríamos hacer! Tenemos miedo al riesgo, a equivocarnos, a que la gente nos critique. O simplemente, lo que queremos emprender no es “políticamente correcto”. O, como dice el Papa en su encíclica Deus Caritas est, la burocracia y un análisis excesivamente sociológico nos hacen caer en la trampa de convertir la obra social de la Iglesia en meras abstracciones y números. No olvidemos que el servicio de la caridad está por encima de los criterios empresariales, entre ellos, la competitividad, la búsqueda del rendimiento o de la pura eficacia, sin tener en cuenta otros aspectos humanos más difíciles de contabilizar.

La Iglesia no es una empresa, sino una familia. La gran comunidad de Cristo ha de evitar caer en la persecución de simples resultados y estadísticas; ha de ir a la personalización real de la caridad, sabiendo tratar a cada persona como al mismo Cristo. Sólo así podremos hablar de fecundidad evangélica, y no tanto de eficacia institucional.

No cortemos las alas al Espíritu Santo

No tengamos miedo a desarrollar los talentos que Dios nos ha dado. Tampoco estorbemos que los demás potencien sus talentos; no ahoguemos los proyectos que Dios pone en el corazón de las personas y que ni la Iglesia, ni las jerarquías eclesiales ni las instituciones humanas deberían impedir ni abortar. Nadie puede evitar que Dios haga explotar su generosidad y derrame sus talentos sobre quien quiera y como quiera; nadie debería poner frenos al Espíritu Santo, y mucho menos debería erigirse en juez. No podemos ahogar las buenas iniciativas que brotan en los demás.

En muchos casos, queremos poner trabas con argumentos aparentemente realistas, apelando a la sensatez, que en realidad esconden celos, envidias y miedo. Bajo una apariencia de prudencia y bondad pueden ocultarse enormes fantasmas que nos impiden hacer crecer a los demás.

No temamos ser creativos ni caigamos en el minimalismo de la fe raquítica, que se contenta con un puro cumplimiento de preceptos. Ya en el Deuteronomio se nos recuerda que hemos de dar a Dios lo máximo: amarle con toda nuestra mente, con todo nuestro corazón, con todas nuestras fuerzas, con todo nuestro ser. Es decir, amar a Dios con intensidad, volcando nuestra vida en él. Sólo así, desde esta profunda adhesión, se puede dar fruto en abundancia.

Somos templo de Dios

Dedicación de la Basílica de Letrán. Ciclo A
“Quitad esto de aquí, no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre.
…y le preguntaron: “¿Qué signos nos muestras para obrar así?”. Jesús contestó: “Destruid este templo y en tres días lo levantaré”.
Jn 2, 13-22

Somos templos vivos

Hoy celebramos la dedicación de la basílica de San Juan de Letrán, la catedral de Roma y, podríamos decir, madre de todas las parroquias. La Iglesia de San Juan de Letrán es sede del obispo de Roma. Su terreno fue donado por el emperador Constantino y fue consagrada en el siglo IV por el Papa Silvestre, quien la dedicó inicialmente al Salvador. Más tarde, en el siglo XII, fue dedicada a San Juan Bautista. Residencia de papas y reyes, y sede de diversos concilios, después de siglos de guerras y persecuciones, fue el signo exterior de la victoria de la fe sobre el paganismo.

Esta fiesta nos hace sentirnos Iglesia viva y templo del Espíritu Santo. Para los judíos, el templo, junto con la ley, era un pilar de su religión. Para los cristianos, Jesús se convierte en el templo de Dios. Lo más importante no es el edificio, sino la persona de Jesús. Cristo es el altar viviente. San Pablo lo dirá muy bellamente: cada uno de nosotros es templo de Dios desde el momento de su bautismo. Y todos nosotros somos miembros del cuerpo de Cristo, formamos parte de Dios.
Para los cristianos, Cristo es el verdadero templo. Él nos cura y nos hace santos.

El celo que consume a Jesús

Para san Juan, “subir a Jerusalén” significa el inicio del itinerario hacia la cruz. Jesús es consciente de que Jerusalén será el punto de partida de una larga agonía. Siente que su pueblo lo rechaza y no acepta la novedad de sus palabras y su mensaje. Podríamos decir que su pasión empieza ya en la infancia, cuando ha de huir a Egipto. Más tarde, ha de sufrir el desprecio, las críticas y los murmullos, las ambigüedades de su propio pueblo. El excesivo legalismo religioso de los judíos se rebela ante la novedad y la frescura de Jesús y lleva a sus dirigentes a condenarlo. Con este telón de fondo podemos entender mejor las palabras y la actitud vigorosa y exigente de Jesús ante los vendedores del templo.

Profundamente unido a su Padre, no entiende cómo un espacio sagrado puede prostituirse de tal manera. Para él, el templo es un lugar de comunicación íntima con el Creador. Por eso defiende el templo como casa de su Padre. El celo ardiente le lleva a consumirse hasta cumplir su voluntad.
Y hoy, ¿qué hacemos con nuestros templos?

El mensaje de Jesús nos alcanza hasta hoy. La casa del Padre no se puede rebajar a un lugar donde se mercantilizan los bienes para obtener beneficios puramente materiales. Dios no quiere que el espacio dedicado a su persona sea un simple mercado.

Sorprende la furia y el enojo de Jesús. En lo más hondo de su ser, está tan unido al Padre que no puede tolerar que su lugar sagrado quede mancillado. “La casa de mi Padre es casa de oración”, afirma. Es el hogar donde nos comunicamos con el Padre, allí donde uno puede abrirse de todo corazón para dejarse llenar por él. Es la esfera íntima donde dejamos que Dios nos acoja en sus brazos y, en esa intimidad, podemos sentirnos hijos suyos.

Tampoco convirtamos nuestro cuerpo y nuestra vida en pasto de mercaderes, ávidos de arrebatarnos lo más precioso que tenemos. Convirtamos nuestro corazón en un espacio de oración.

Luchar por la libertad interior

Jesús se siente hijo del Padre. Por eso lucha con fuerza para tirar abajo los dioses falsos, como el dios dinero. Y lo hace con aparente violencia, que asombra e incluso escandaliza viniendo de él, que es un hombre pacífico. Jesús nos enseña a sacar nuestra energía cuando se trata de defender nuestra relación con Dios. Muchos pueden extrañarse y quedarse pasmados. Se trata de salvar algo íntimo que yace en lo más hondo de nuestra alma. Me refiero, también, al valor de la vida y a luchar por el derecho y el respeto a nuestra libertad religiosa. Jesús se muestra rotundo cuando se trata de defender algo tan suyo.

Las ideologías imperantes quieren hacernos callar y reducir nuestras manifestaciones de fe al ámbito privado. Podemos defender nuestra identidad cristiana y ni leyes ni ideas pueden impedirnos que seamos fieles y vivamos según el modelo de hombre nuevo que nos propone Jesús. Aunque por esta lealtad experimentaremos el esfuerzo de una fuerte subida hacia la Jerusalén de nuestra vida. No nos sorprenda. Ser rechazado es entrar en la pasión de Cristo. No olvidemos que en el horizonte cristiano siempre asomará el misterio de la cruz.

2008-11-02

Fieles Difuntos

Ciclo A
“En casa de mi padre hay muchas estancias, y me voy a prepararos sitio. Cuando vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que a donde estoy yo, estéis también vosotros”.
Jn 14, 1-6

El paso intermedio hacia la luz

Celebramos hoy la festividad de los Fieles Difuntos, una fiesta en la que la Iglesia nos invita a rezar por muchos seres queridos que nos han precedido. Tras la muerte, ellos transitan por el camino de la luz, ese trayecto que los conducirá hasta Dios. Esta celebración es la continuidad de la fiesta de Todos los Santos, es decir, todos aquellos que ya están disfrutando del abrazo eterno de Dios Padre y ya han entrado en la intimidad más genuina, que es su mismo corazón. Estos ya están gozando de la poderosísima gloria de Dios.

Nuestros difuntos se hallan en ese paso intermedio, durante el cual poco a poco se van adaptando a la luz potentísima de Dios, que es fuego ardiente de amor. Por eso nuestras oraciones y las eucaristías que ofrezcamos por ellos son necesarias, pues los acompañan en ese proceso y agilizan su paso.

Una respuesta ante la muerte

En esta liturgia, la Iglesia quiere ayudarnos a reflexionar sobre la muerte, una situación vital que a todos, creyentes y no creyentes, nos interpela profundamente.

Delante de la muerte nos sentimos desconcertados e inseguros. Especialmente nos inquieta que un día dejemos de existir. Nos asalta la cuestión más fundamental: el sentido de la existencia humana, y nos preguntamos qué hay detrás de la muerte, de ese fino velo que separa la vida terrena del más allá. Ante este misterio, nos sentimos sobrecogidos e indefensos.

La muerte marca existencialmente a todas las culturas, desde la más remota hasta la nuestra, llena de soberbia y orgullo, cuya petulancia científica cree tener respuestas para todo.

Pero los cristianos encontramos la respuesta en Jesús: en la resurrección del cuerpo y del alma.
Para nosotros la muerte es un paso necesario para un encuentro en el más allá, el abrazo de Dios con su criatura. Porque Dios nos ama tanto que nos ha regalado una vida eterna que nos permita disfrutar de su presencia sin fin.

Nos debe preocupar la vida

A los cristianos no debería preocuparnos la muerte, porque ya sabemos el final generoso que nos regala Dios, sino que ha de preocuparnos cómo vivir la vida. Hemos de temer, antes que la muerte, vivir equivocadamente, al margen de los demás; hemos de temer una vida hinchada de soberbia, una vida vacía, sin sentido, apagada y sin amor; una vida llena de enfrentamientos en la convivencia. Hemos de temer lo que nos engaña y nos hace infelices.

Teniendo presente la perspectiva de la eternidad, nuestra vida puede cambiar y ser mucho más serena y fructífera. Tenemos un tiempo en esta tierra para hacer el bien, sin temor y sin vacilación alguna.

La victoria de Cristo sobre la muerte es la gran respuesta a esta cuestión antropológica tan honda: Cristo es nuestra salvación y quiere que todos se salven y tengan vida eterna, como dice san Juan en su evangelio: “He venido para que tengan vida, y vida en abundancia”. Vivir como él lo hizo, “pasar haciendo el bien” y entregando nuestra vida por amor, es el trayecto más seguro para afrontar la muerte con paz.

Dios nos guarda un lugar

El deseo de Jesús es que no seamos cobardes, que tengamos fe en él y en Dios Padre, porque en casa de su padre hay muchas moradas y él nos hará un lugar. El deseo más genuino de Dios es conservarnos vivos para permanecer con él. Sólo es necesario nuestro sí para el encuentro definitivo, el abrazo con él en la eternidad.

Jesús nos dice que Dios nos tiene un sitio preparado: ya ocupamos un lugar en su corazón. San Pablo nos dirá también que la resurrección del cuerpo glorioso de Cristo también es la resurrección de nuestro cuerpo mortal. Esta es la gran dicha del cristiano: viviremos para siempre y nos encontraremos con el Padre en el cielo.

2008-10-26

El primer mandamiento


30º Domingo Tiempo Ordinario

Ciclo A 

Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Este mandamiento es el principal y el primero. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Estos dos mandamientos sostienen la ley entera y los profetas”. Mt 22, 34-40 

Más allá de la ley, la vida


El pueblo judío seguía las enseñanzas de la Torá, que contenía más de seiscientos preceptos religiosos a cumplir. Jesús los resume todos en dos: amar a Dios con todas las fuerzas y al prójimo como a uno mismo.

Ante la pregunta de un maestro de la ley, Jesús contesta yendo más allá del conocimiento de ésta. Jesús responde desde su profunda vivencia de Dios. Así, dice que el mandamiento principal es amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser. Es decir, amar a Dios con toda la intensidad y situarlo en el centro de nuestra vida. Esta respuesta refleja la relación íntima de Jesús con su Padre. Él ama a Dios con toda su vida, tanto, que la entrega por amor.

Amar es más que cumplir un precepto o una norma; el amor es la concreción y la plenitud de la ley. Jesús nos alerta a no caer en legalismos religiosos. Nos pide que amemos por encima de todo y nos enseña también a amar a Dios como él lo ama.

Amar al prójimo


Pero no se puede separar amar a Dios y al prójimo. Ambos amores están estrechamente vinculados. San Juan nos dice: ¿Dices que amas a Dios, a quien no ves, y no amas al prójimo, a quien ves?, ¡hipócrita!

La mejor forma de demostrar el amor a Dios es amar al prójimo. Amar a Dios nos cuesta quizás menos pero amar al prójimo, que nos piensa como nosotros, que no es de nuestro grupo, que incluso nos ha hecho daño, es más difícil y supone una mayor exigencia.

Si de verdad amamos a Dios, como consecuencia inevitable amaremos a los demás. Jesús lleva al límite el amor al prójimo, incluso al que no es “amigo”, es decir, hasta el enemigo. Amar al enemigo es la máxima expresión de un amor encarnado y cristiano. Así, Jesús lleva la ley a su plenitud. Ya no nos dirá que amemos al prójimo “como a ti mismo”. En la cena pascual, durante el discurso del adiós, nos dirá: “Amaos unos a otros como yo os he amado”. En ese “como” está la clave del amor cristiano. Si en el Antiguo Testamento el amor a Dios y al prójimo resumían toda la Ley y los profetas, en el Nuevo Testamento se nos da un único Mandamiento: el amor al estilo de Jesús, “amaos como yo os he amado”. Jesús va mucho más allá de las normas, y su respuesta a la pregunta del fariseo trasciende toda la ley. Los cristianos de hoy hemos de aprender a amar al modo de Jesús y sacar de nosotros todos aquellos aspectos judaizantes que nos impiden amar en libertad, con todo nuestro entusiasmo y entrega.
Sólo el amor desde la libertad nos llevará a la plenitud de la vida cristiana.

2008-10-19

Dios, más que el César

29º Domingo Tiempo Ordinario. Ciclo A
“Dad al César lo que es del César,
y a Dios lo que es de Dios”.
Mt 22, 15-21

Una pregunta maliciosa

Los fariseos y los partidarios de Herodes quieren comprometer a Jesús con una pregunta malintencionada. Así, envían a varios a interrogarlo y lo ponen ante una cuestión delicada: ¿Es lícito pagar tributos al César? Previamente, le han dedicado palabras halagadoras: “Sabemos que siempre dices la verdad, que enseñas los caminos de Dios y que no te importa lo que diga la gente”. Pero Jesús capta inmediatamente sus intenciones y responde con inteligencia, sin atacar la relación del pueblo judío con Roma, una relación de dominio y opresión.

Quieren atrapar a Jesús pidiéndole su opinión acerca del poder romano, pero él se desmarca de la polémica y esquiva la trampa.

Ante las preguntas que nacen fruto de la desconfianza, para sonsacarnos y utilizar nuestras opiniones como arma arrojadiza, Jesús nos enseña a actuar de manera lúcida e inteligente. En primer lugar, no se deja embaucar por sus palabras lisonjeras. “Hipócritas”, les dice, “¿por qué me tentáis?”. Luego, les responde con otra pregunta y les obliga a encontrar ellos mismos la respuesta. Pidiéndoles un denario romano, les dice: “¿De quién son esta cara y esta inscripción?”. Ellos responden: “Del César”. Y entonces él pronuncia esta frase rotunda: “Pues dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.

¿Qué es del César?

¿Qué es del César y qué es de Dios? Con su respuesta, Jesús marca una clara separación entre el poder divino y el humano, avanzándose en muchos siglos a lo que hoy conocemos como “separación de poderes” o laicidad del estado.

Ser cristianos no nos exime de las obligaciones de cualquier otro ciudadano. Dar al César lo que le corresponde es aportar nuestros impuestos para la construcción de servicios, equipamientos y obras públicas necesarias en nuestros países. Es decir, ser buenos ciudadanos, responsables y solidarios, contribuyendo a la mejora de toda la sociedad.

Pero no podemos dar al César nuestra libertad, nuestros pensamientos, nuestro corazón. Nuestra conciencia y nuestro ser no pertenecen a los poderes humanos sino que son un don de Dios.

¿Qué es de Dios?

A Dios, ¿qué podemos darle? Dios nos lo ha dado todo. Nos ha dado la existencia, la familia, los amigos, nuestra libertad, incluso nuestro patrimonio, poco o mucho. Pero, por encima de todo esto, nos ha dado el don de la fe y el regalo de la promesa de la eternidad. ¿Cómo corresponder a tantos dones? Nunca podremos hacerlo.

Dios no nos pide dinero y nunca nos obligará a dar aquello que no queramos dar, ni nos castigará por ello. Pero aquel que tuvo la iniciativa de hacernos existir y nos ha dado todo cuanto tenemos, ¿no merece que le entreguemos generosamente algo de nosotros?

¡Cuántas veces regateamos ante él, porque olvidamos que nos ha dado la misma vida!

Dar a Dios lo que es de Dios significa trabajar por la paz, construir la fraternidad, cuidar de los más débiles. Son de Dios la comunión y la amistad. Cuando actuamos así, le estamos ofreciendo nuestro pequeño tributo en tiempo, en vida, en esfuerzo y en pasión. Será entonces cuando llevaremos inscrita en nuestro corazón la imagen de un Dios Padre generoso que nos lo ha dado todo.

Libertad interior

Con su respuesta, Jesús pone de manifiesto su auténtica libertad frente a la religiosidad judía y al gobierno opresor de Roma. Por encima de una y otro, Jesús sitúa a Dios.

El cristiano ha de aprender a estar en el mundo que le toca vivir, cumpliendo con sus obligaciones cívicas, pero con la mirada puesta más alto. Hemos de vivir nuestra vida de manera trascendida. Sólo así manifestaremos la verdadera libertad de los seguidores de Jesús y podremos exclamar, con el profeta Isaías (Is 45, 1.4.-6), que Dios es el Señor, y no hay otro; fuera de él, no hay dios.

Esta ha sido la libertad de los santos y de tantas personas que han entregado su vida porque en su corazón han tenido muy claro qué es de Dios.

2008-10-12

Dios sale a nuestro encuentro

28º Domingo Tiempo Ordinario. Ciclo A
“La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos y a todos los que encontréis convidadlos a la boda”
Mt 22, 1-14

Una historia de amor al hombre

La relación de Dios con el hombre es una bella historia de amor. Dios no se cansa de ir en nuestra búsqueda para sentarnos a su mesa. Es un Dios enamorado de su criatura. Como bien leemos en la lectura del Antiguo Testamento (Is 25, 6-10), él “preparará para todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos…”, “Aniquilará para siempre la muerte”, “enjugará las lágrimas de todos los rostros”. “Aquí está nuestro Dios… Celebremos y gocemos con su salvación. La mano de Dios se posará sobre este monte”.

Las escrituras ya nos revelan ese amor apasionado de Dios por su pueblo escogido, Israel. También arrojan luz sobre cómo es ese reino de los cielos: allí donde reina Dios es una fiesta donde hay abundancia de bienes, donde la tristeza, la muerte y el llanto se alejan. Reinan su amor y su magnificencia. Por eso es comparado con un banquete espléndido.

Es Dios quien nos invita

En el evangelio, Jesús nos explica con parábolas cómo Dios nos invita a su reino.
De entrada, la iniciativa parte siempre de Dios: es él quien busca al hombre. Nos busca a nosotros. Pero, como el pueblo de Israel, no escuchamos ni aceptamos la invitación. Los criados son los profetas que salen a los caminos para hablar a las gentes de la misericordia y el don de Dios. El mismo Cristo sale a la calle y nos llama a la conversión. Quiere sentarnos a su mesa, a su ágape. Pero, ¿qué sucede?

No tenemos tiempo para Dios. Nos convida, incesantemente, pero estamos tan metidos en nuestros asuntos, tan ajetreados, tan ensimismados, que no sólo no oímos, sino que tampoco aceptamos su invitación. Todo son excusas para no acudir a su llamada. Porque una llamada pide dar un sí, pide tiempo, dedicación… ¿Estamos dispuestos a responder? Incluso nos molesta que alguien, en nombre de Dios, nos pueda ayudar a discernir sobre nuestra vida. Como hicieron los convidados con los criados, los despedimos de mala manera y los apartamos.

Cuando rechazamos a Dios, el mundo se hunde

Con estas excusas, no nos extrañe que Dios parezca estar ausente. A menudo nos preguntamos, ¿dónde está Dios? Cuando, en realidad, él viene a nuestro encuentro cada día pero lo rechazamos, incluso insultamos y despreciamos a sus enviados. ¡Qué orgulloso se torna el mundo cuando prescinde de Dios y cree no necesitar de él, el mismo que se lo ha dado todo!

Ese alejamiento de Dios tiene consecuencias devastadoras. La primera es la frialdad que nos hace insensibles al sufrimiento, al dolor. Después vendrán otras, que estamos viendo cada día en nuestro mundo de hoy. El hambre, las guerras y la violencia no son fruto del abandono de Dios, sino consecuencia de nuestro brusco rechazo a él.

Más allá del cumplimiento de la ley

Pero Dios sigue buscándonos. Envía a sus criados, nos abre las puertas de su casa y quiere que su mesa esté llena de invitados. Continúa seduciéndonos, insistiendo, porque nos ama.

En la parábola vemos que, finalmente, logra llenar su sala de comensales. Quienes escucharán a Dios a menudo serán gentes que, a nuestro juicio, quizás sean más despreciables, marginadas o incluso pecadoras. Serán aquellas que, en el fondo, tienen una especial sensibilidad para captar su llamada. Recordemos que esta parábola está dirigida a los judíos que ostentan el poder –“fuisteis llamados pero no vinisteis”. Su excesivo legalismo religioso les cierra el corazón y dejan a un lado la misericordia y la bondad. ¿No creéis que nosotros, los creyentes de nuestro tiempo, reflejamos a veces esa actitud de desprecio ante la invitación? Siempre tenemos cosas más importantes que hacer. Estamos absorbidos por mil asuntos y hemos reducido nuestra fe a una mera práctica ritualista. ¿No habremos caído en el legalismo judío? ¿No hemos superado la Torá? Cristo revoluciona la ley, llevándola hasta las últimas consecuencias, y la supera yendo mucho más allá. No quiere perfectos cumplidores de la ley, sino corazones abiertos llenos de amor y misericordia. Claro que esto es más exigente que cumplir unos preceptos.

Vestirse de fiesta

Los cristianos acudimos cada domingo al ágape del Señor: la eucaristía es su banquete. Pero no creamos que por estar aquí ya tenemos el reino del cielo asegurado. El rey, nos cuenta Jesús, repara en un invitado que no lleva el traje de fiesta. En realidad, es su corazón el que no se ha revestido de fiesta, no está limpio ni convertido. Quizás este comensal no ha venido convencido al banquete. Dios nos quiere libres de toda esclavitud para participar en su fiesta. Y aquí el autor sagrado nos muestra la relación entre el sacramento de la reconciliación y la eucaristía. No podemos vivir la plenitud de la fiesta si antes no hemos perdonado y recibido el perdón. Nuestra liberación y nuestra pureza de corazón son el vestido de fiesta que nos permite sentarnos a la mesa con Cristo.

Muchos son los llamados…

Muchos son los llamados y pocos los escogidos. ¿Realmente los llamados seguimos a Jesús? En la medida que entreguemos nuestra vida a Dios seremos escogidos por él para anunciar su reino. Y esto supondrá ir a contracorriente, sortear dificultades y no temer nada, confiando siempre en Dios.

Los que participamos cada domingo del ágape eucarístico hemos de salir a los cruces de los caminos. Aunque no lo parezca, mucha gente está ansiosa de Dios, de ser escuchada, de recibir su amor. Nos lamentamos porque nuestras iglesias se vacían, pero no damos un paso para anunciar a Dios fuera de sus muros. No vengamos a misa sólo para escuchar su palabra: vivamos de su palabra. Nuestra misión es llamar a otros a vivir la experiencia de la amistad con Dios. Sólo de esta manera llenaremos de comensales nuestras eucaristías.

2008-10-05

Trabajar en la viña del Señor

27º Domingo Tiempo Ordinario. Ciclo A
“”Y cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores?”Le contestaron: “Hará morir de mala muerte a esos malvados y arrendará la viña a otros labradores, que le entreguen los frutos a sus tiempos”. Y Jesús les dice: “¿No habéis leído nunca en la Escritura: la piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular, es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro? Por eso os digo que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos”
Mt 21, 33-43

Israel, la viña del Señor

En el relato de la primera lectura de Isaías y en el evangelio la viña es imagen del pueblo de Israel. Para expresar el amor de Dios hacia su pueblo, la tradición profética del Antiguo Testamento utiliza la expresión “esposa” al referirse a Israel como amada del Señor: “Voy a cantar en nombre de mi amigo un canto de amor a su viña” (Is 5,1)

Dios quiere un pueblo fecundo que dé frutos jugosos. En la primera lectura se nos cuenta que el señor cava, cultiva y siembra su tierra con buenas cepas. Pero, a la hora de recoger la cosecha, se encuentra con una amarga decepción: la viña ha dado agrazones. Paralelamente, el profeta explica que los hombres de Judá son la viña, el plantel preferido del Señor, pero “esperó de ellos derecho, y ahí tenéis: asesinatos; esperó justicia, y ahí tenéis: lamentos”.

Isaías se lamenta porque el pueblo escogido se aparta del camino de Dios y sufre las consecuencias de este alejamiento. Dios ama su jardín y lo entrega a los hombres para que lo cuiden y lo cultiven. Pero la ambición y el afán de poder los apartan del deseo de Dios. Los criados que acuden a recoger los frutos de la vendimia son los profetas que con tenacidad predican la conversión de su pueblo para que abra su corazón a Dios. Pero el pueblo de Israel rechaza a sus profetas.

El dueño de la viña envía a su Hijo

La lectura del Antiguo Testamento finaliza con una amenaza: el señor abandona la viña a su suerte y será devastada por los enemigos. Pero Dios, en realidad, no deja huérfano a su pueblo. Y en este contexto hay que situar la parábola de los viñadores infieles que explica Jesús a los sumos sacerdotes y letrados.

Dios sigue amando a su pueblo a pesar de todo y finalmente envía a su hijo, pensando que a éste lo respetarán. No es así. Los labradores piensan que es el heredero y lo matan para apoderarse de la herencia.

Con esta parábola, Jesús está anticipando su propia muerte. Él es el hijo enviado por el Padre. Los sacerdotes de su pueblo son los labradores que también lo rechazarán y buscarán su muerte. Jesús les advierte: el señor de la viña les arrebatará el campo a los labradores y lo entregará a otros. Y continúa: “la piedra que desecharon los constructores será la piedra angular”. En estas palabras leemos algo más que el castigo del Antiguo Testamento. Contienen una promesa: Dios no abandona su viña. Jesús morirá a manos de su propio pueblo, pero Dios lo resucitará y lo convertirá en piedra angular de un nuevo edificio: la Iglesia. Esta será su nueva viña, el nuevo pueblo de Dios. Y ya no se limitará a Israel, sino que se extenderá por todo el mundo.

La viña del Señor, hoy

Dios nos ofrece un jardín: el mundo. Lo ama y nos lo entrega para que lo cuidemos y lo cultivemos. Ese jardín también es la humanidad.

Hoy vivimos una época de secularización. Muchas personas viven al margen de los caminos de Dios y hay una tendencia a apartarlo de nuestra vida cotidiana. La viña abandonada cae pasto de las zarzas y la destrucción: esta es una viva imagen de lo que sucede en nuestro mundo cuando la humanidad se aparta de Dios y decide prescindir de él. Cuando el hombre mata a Dios y se adueña del mundo, esa primera euforia, ese endiosamiento, acaba convirtiéndose en sangre y lamentos, como nos recuerda Isaías. La pretendida justicia degenera en guerra y asesinatos. Este es el panorama del mundo que ha querido apartar a Dios.

Por eso, más que nunca, los cristianos tenemos una misión. Hemos de ser labradores del reino de Dios. Hemos de cultivar el campo de la Iglesia, unidos a Cristo, sacando el mejor jugo espiritual de nuestras vidas. Hemos de trabajar para que la semilla de la palabra de Dios dé fruto.

El fruto de la vid

Hoy se nos pide a nosotros que rindamos cuentas a Dios sobre nuestra encomienda de anunciar la buena nueva de su amor. ¿Qué fruto podemos ofrecer?

Cuántas veces percibimos, incluso dentro de la Iglesia, orgullo y autosuficiencia. Nos cuesta escuchar. Cuánta gente, en nombre de Cristo, nos ha hablado, dando testimonio, y hasta convirtiéndose en mártires, derramando su sangre por amor. Y aún y así no nos hemos convertido. Quizás hoy no matamos a los profetas, pero sí nos volvemos intolerantes y criticamos en exceso. Nos molesta que alguien pueda aleccionarnos, o que pueda corregirnos cuando quiere sacar lo mejor de nosotros.

También nos cuesta estar unidos a la comunidad de la Iglesia. Nos gusta ir por libre. Olvidamos que Jesús es la vid y nosotros los sarmientos. Sólo unidos firmemente a él y a los demás podremos dar buen fruto.

Cuidado. ¿Qué hará el dueño de la viña si no somos fecundos? Se la dará a otros.

No temamos, pero tampoco nos aletarguemos. Dios tiene una promesa de salvación y nunca se cansará de esperar y de seguir dándonos oportunidades. Cuando nos abramos a él daremos los frutos tan deseados.

El vino, fruto de la vid, es una alusión a la eucaristía. Así como el agua en el evangelio es símbolo de purificación, el vino es expresión de fiesta, de la magnificencia de Dios hacia su criatura. Cuando ponemos nuestro trabajo en manos de Dios, él transforma nuestros esfuerzos y los convierte en fuente de gozo y vida plena.

2008-09-28

Decir sí a Dios

26º Domingo Tiempo Ordinario. Ciclo A
“Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia, y no le creísteis; en cambio, los publicanos y las prostitutas le creyeron”.
Mt 21, 28-32

Un mensaje a los que se amparan en la ley

Jesús se dirige de una manera provocativa a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo. Es decir, hacia los que ostentan el poder religioso y representan la pureza de la fe del pueblo judío. Esgrimiendo la ley como arma de poder, estos grupos exigen a los demás su exacto cumplimiento, mientras que ellos, con su vida, a veces desmienten la doctrina que predican. Es en este contexto que se han de entender las palabras de Jesús.

Como en tantas ocasiones, Jesús recurre a una parábola para transmitir un mensaje que sus oyentes asimilan y pueden comprender perfectamente. El texto nos relata la historia de un padre y dos hijos. Al primero, le pide que vaya a trabajar a su viña. Él le dice que no quiere, pero más tarde va. Al segundo le pide lo mismo, éste responde que sí de inmediato, pero luego no va. Evidentemente, quien cumple la voluntad del padre es el que va a la viña, porque después de su negativa, finalmente recapacita y se pone a trabajar.

Todos somos llamados

Dios nos llama a todos a trabajar en su viña. También hoy nos está llamando a los cristianos a levantarnos y a expandir su reino en medio del mundo. La esencia de nuestra vocación cristiana es decir sí a Dios. Sin dudar, cada día. Significa dejar que Dios entre de lleno en nuestros planes y se convierta en el centro de nuestra existencia. Para los cristianos, decir sí a Dios es decir también sí a Cristo, a la Iglesia, al apostolado, a la misión. Nuestro sí es una forma de estar y ser en la vida. No es un sí para algo concreto que nos puede pedir puntualmente, es un sí a todas y por todas.

Entendemos que el primer hijo diga que no y luego se arrepienta, porque trabajar por Dios implica un esfuerzo y una profunda conversión, un replantearnos nuestra relación con Dios. ¿Estamos a todas con él? Decirle sí comporta trabajar por un mundo más justo, esforzarnos para que todos conozcan a Dios, nuestra máxima felicidad. El padre valora los hechos y la actitud del primer hijo. Pero siempre es mejor y más hermoso decir sí y actuar en consecuencia, respondiendo con prontitud, con una actitud alerta, dócil y de escucha permanente.

Cuando esquivamos el sí nos alejamos

Pero el segundo hijo, que dice sí con tanta rapidez, falta al compromiso. En él podemos vernos reflejados muchas veces. Cuánta gente dice sí, viene a misa, cumple con los preceptos cristianos… pero no ha dado una respuesta desde el corazón, una respuesta que comprometa su vida y sus acciones. Ese sí diluido, que no se llega a convertir en realidad, es una mentira. Se convierte en un no solapado que nos va alejando de Dios, apartando de nosotros el cielo. Cuando nos negamos a ir a la viña, estamos dejando de trabajar por la justicia.

La humildad, necesaria para construir el reino

Jesús hace una advertencia a los sacerdotes y a los ancianos: “Los publicanos y las prostitutas os adelantarán en el reino de los cielos”. Los pecadores que caen, entienden a Jesús. Comprenden que han de cambiar, por eso, dice Jesús, escucharon a Juan Bautista y su mensaje de conversión y renovación interior. Ellos están preparados para escuchar a Dios. En cambio, los que se creen dueños de la fe están muy lejos de entender a Jesús y se cierran a su mensaje. ¿Cuántas veces, desde nuestras cátedras, llenos de orgullo, nos sentimos o creemos ser mejores que los otros? Jesús nos dirá, hoy también, que los de adentro, los que venimos a misa, los que formamos parte de una comunidad, no somos necesariamente mejores que los de afuera. Estas palabras nos pueden resultar duras. Pero cuántas dificultades de convivencia se generan en el seno de las comunidades, los movimientos y las parroquias porque algunos se sienten mejores que los demás. Creemos que por el hecho de venir, colaborar y participar estamos exentos de pecado y no necesitamos corrección. Y desatamos tensiones absurdas e inútiles a nuestro alrededor.

Decir sí a Dios implica humildad, servicio y comprensión. “Siervo inútil soy, he hecho lo que debía”. Sólo desde la humildad y la unidad podremos construir un auténtico cielo a nuestro alrededor y nos convertiremos en trabajadores fecundos de la viña del Señor, su Iglesia.

2008-09-21

Todos somos llamados

25º Domingo Tiempo Ordinario.
Ciclo A
“Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener envidia porque soy bueno?” Así, los últimos serán los primeros y los primeros los últimos. Mt 20, 1-16

La lógica divina

La parábola de este evangelio puede parecer de entrada desconcertante. En ella se nos relata cómo el amo de una viña va contratando trabajadores para vendimiar, desde primera hora de la mañana hasta la última. En el momento de pagarles, ordena a su administrador que les dé a todos la misma paga, comenzando por los últimos que se incorporaron a la tarea. Los viñadores que han trabajado desde temprano protestan y reclaman una paga mayor. Pero el señor de la viña replica que les pagará a todos según lo que han acordado, sin hacer distinciones.

Desde una lectura meramente racional podemos pensar que el dueño de la viña es injusto al no valorar las horas de los primeros trabajadores llamados. Pero, más allá de una lección de moral social o de ética laboral, hemos de buscar en este relato una clave teológica.

Los planes de Dios no son nuestros planes, como nos recuerda la primera lectura del profeta Isaías (Is 55, 6-9). Nuestra forma de entender la justicia y el derecho tampoco es igual que la lógica divina. La generosidad de Dios excede nuestros estrechos parámetros economicistas.

Dios llama siempre

Este texto evoca otro pasaje en el que Jesús dice a sus discípulos: “La mies es mucha y los obreros pocos”. Ahora, más que nunca, se hace necesario trabajar por la paz, por la justicia y por crear esperanza. Estamos en un mundo convulso y vemos a mucha gente caer en el vacío y el desespero. Algo les está faltando. Jesús nos llama a atender a estas personas y a hacer real y posible su reino en medio del mundo. Para ello, va llamando, como el señor de la viña. Siempre sale en nuestra busca y nunca se cansa. Nos pide que vayamos a trabajar por su causa. Desde el profetismo bíblico hasta el mismo Jesús, y en el testimonio de muchos santos y mártires, vemos cómo en la historia miles de personas han trabajado incesantemente para instaurar el Reino de Dios.

Para él, en la tarea por el Reino tienen tanto valor muchas horas como pocas. Por tanto, no podemos buscar excusas para decir que no. A cualquier edad, en cualquier momento de nuestra vida, podemos escuchar su llamada. Como cristianos, deberíamos acoger los planes de Dios en nuestra vida y trabajar junto a él.

Evitemos las controversias inútiles

Cuántas veces, en las parroquias, comunidades o movimientos se generan dificultades por no aceptar a los nuevos que llegan, trayendo nueva savia y nuevas ideas. Nos agarramos a la experiencia, al tiempo, para no asumir la frescura que pueden aportar los recién llegados. Hoy vemos que en las parroquias se da un cierto cansancio y rutina a la hora de funcionar. A veces se percibe falta de entusiasmo e ilusión. Nos convertiremos en buenos viñadores cuando sepamos asumir la hermosa frase de san Pablo: “Mi vida es Cristo”. En la medida en que realmente dejemos entrar a Cristo en nuestra vida, Cristo sea nuestra vida y ésta gire en torno a él, nos convertiremos en nuevos evangelizadores.

No podemos perder el tiempo en recelos, comparaciones absurdas o desconfianzas. La paga será la misma, y no será un denario, sino la salvación, la eternidad, el amor de Dios. Si dejamos de perder tiempo en cosas inútiles nuestros sarmientos, bien unidos a la vid que es Cristo darán mucho más fruto.

Los últimos serán primeros

Los últimos serán los primeros. No es éste el primer pasaje evangélico donde leemos palabras así. Dios siempre espera nuestra conversión. Hemos leído en otros textos que el buen pastor va detrás de la oveja perdida; Jesús elogia la fe del centurión, pone de ejemplo al publicano que se humilla y llama como discípulo a un recaudador de impuestos. Antes de exhalar el último suspiro, en la cruz, aún promete el paraíso al buen ladrón que es crucificado junto a él.

Hemos de aprender de esta actitud. No creamos que, por estar años trabajando por él somos más importantes que otros. Para él todos son importantes, desde el primero hasta el último. Vale tanto la conversión de una persona en el lecho de muerte como la del que ha entregado toda su vida por el evangelio. Esto sólo se puede entender desde la lógica de Dios, que supera la razón humana. La justicia de Dios es amor y misericordia sin medida.

2008-09-14

Exaltación de la santa Cruz

24º Domingo Tiempo Ordinario. Ciclo A
“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él”.
Jn 3, 13-17


Hoy, la liturgia de esta fiesta nos propone reflexionar sobre el misterio de la cruz de Cristo. El Cristianismo no se entiende sin la cruz en el horizonte. Esta celebración quiere expresar el valor de la entrega de Jesús y su obediencia sin límites al Padre. Veamos qué consecuencias prácticas tiene esta fiesta.

Dios no exalta el dolor, sino la entrega

Con la exaltación de la Cruz, Dios no está enalteciendo el dolor en sí mismo, sino que quiere subrayar el valor de la generosidad y la entrega. Dios no quiere que sus criaturas sufran, sino que el hombre aprenda a amar. Este mismo amor, a veces, llevará inevitablemente al dolor. Para Cristo, la consecuencia de su amor sin límites al Padre conllevó padecer y morir en cruz.

Ha habido corrientes espirituales que han querido exagerar o sobrevalorar el sufrimiento como forma de llegar a Dios. Se ha forjado toda una pedagogía que ha insistido mucho en el esfuerzo, en ganar méritos y en el sufrimiento para alcanzar la vida eterna. Esto es un error teológico, ya que niega la iniciativa de Dios. Si nos salva nuestra propia voluntad y nuestro trabajo, ¿dónde está el valor de la entrega de Cristo?

Por mucho que podamos hacer, aún siendo necesario, nuestro empeño no nos garantizará el Cielo. En esta visión se corre el riesgo de mercantilizar nuestra relación con Dios: tanto te doy, tanto me das; yo me sacrifico, tú me abres las puertas del Reino. Rebajamos nuestro trato con Dios a un regateo.

Con esto no quiero decir que la piedad, las oraciones y la devoción no sean importantes. Pero más importante que cumplir los preceptos es el amor.

Un sufrimiento redentor

Profundizar en el misterio de la Cruz nos lleva a reflexionar sobre el valor del sufrimiento. En el texto que hemos leído, Jesús dice que “Dios amó tanto al mundo que entregó a su propio Hijo”. Dios está dispuesto a sufrir por su Hijo, para que los demás tengan vida eterna.

Cuántos sufrimientos absurdos, frívolos e innecesarios se dan en la vida. El sufrimiento generado por la envidia, el egoísmo, una sensiblería excesiva, no nos ayuda a crecer ni a madurar como personas. Al contrario, este sufrimiento nos aleja de los demás y nos endurece.

En cambio, cuando padecemos por los demás, porque amamos de verdad, por generosidad, este sufrimiento es redentor y no nos destruye. Nuestro sufrimiento unido al de Cristo nos hace crecer. El dolor como consecuencia del amor auténtico es el único que nos puede redimir.

Dios no juzga, salva

A veces generamos sufrimiento cuando señalamos y condenamos injustamente. Dios renuncia a condenar y a juzgar. Los cristianos no podemos quedarnos en una visión catastrofista de la humanidad, no podemos condenar al mundo, ¡Dios no lo hace! Él envía a su Hijo para que salve al mundo. Así, los cristianos aprendemos que con juicios y condenas nada se salva. Sólo con amor, comprensión y misericordia podremos ayudar a que nuestro mundo sea un poco mejor. Caer en la crítica despiadada no contribuirá a mejorar nuestro entorno.

La Iglesia se convierte en co-salvadora de los demás en la medida en que estamos unidos al misterio de la Cruz de Cristo. Si no es así, nada podremos hacer.

El Cristianismo es la religión del amor. La Cruz simboliza este amor llevado a su extremo: la donación de la vida. Por eso es una fe salvadora que aporta vida y renovación a la humanidad. Como dice el documento Dominus Iesu, fuera de la fe cristiana sólo habrá vías de salvación siempre y cuando en ellas esté presente el amor encarnado. Ninguna filosofía, religión ni pensamiento alguno nos salvará si dentro no hay amor.

2008-09-07

Corregir con dulzura

23º Domingo Tiempo Ordinario. Ciclo A
“Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad…”
“Os aseguro, además, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo”.
Mt 18, 15-20

Corregir con amor, un deber cristiano

La palabra del Señor toca hoy un tema delicado: la corrección fraterna, es decir, avisar y reprender a alguien cuando, a nuestro juicio, se ha equivocado o ha obrado mal.

Es un deber cristiano corregir al que yerra. En la primera lectura del profeta Ezequiel (Ez 33, 7-9) Dios le ordena poner en práctica la reprensión para salvar a quien obra mal. Amar comporta ofrecer ayuda y también, cuando es necesario, el aviso y la corrección.

Pero también es importante saber decir las cosas para que nuestra advertencia sea educativa y no dañe a la otra persona. Cuando alguien se equivoca puede tener sus razones, por eso conviene escuchar siempre antes de emitir un juicio severo sobre su conducta.

Todos nos equivocamos, una y otra vez. Y nos cuesta admitirlo. En cambio, parece que juzgar y reprender a los demás nos resulta más fácil. Pero no todos sabemos corregir adecuadamente.

Claves para una corrección fraterna

Jesús nos da varias claves para que nuestra corrección sea fraterna y efectiva. Es necesario tener libertad y confianza con la otra persona para poder señalar aquello en lo que creemos que ha errado. Si no existe un vínculo cercano con ella, una relación próxima y de afecto, la corrección será infructuosa. Sólo podremos corregirla si la consideramos como un hermano, mirándola con amor y comprensión. Si comenzamos a juzgar a los demás, como inquisidores, basándonos en criterios rígidos y personales, dejando a un lado toda consideración y muestra de caridad, nuestros avisos no ayudarán a nadie.

Otra característica de la corrección fraterna es la discreción. De ahí que Jesús insista en el carácter privado, o entre dos o tres personas, a la hora de reprender. Sólo en última instancia se recurrirá a toda la comunidad para amonestar al que se equivoca.

Finalmente, es el amor el que da la potestad para “atar y desatar”, en la tierra y en el cielo, como indica Jesús a sus discípulos. Sin amor, la corrección no tiene sentido.

En el fondo, Jesús está hablando de la unidad. Cuando alude a la comunidad, está recordándonos que, si no hay amor, no es posible consolidar un grupo humano. Y en esa comunidad hay que ayudar a sacar lo mejor que tiene cada persona, quitando lo malo y lo destructivo y potenciando sus cualidades. Para ello es imprescindible tener una conciencia de fraternidad y de unión. Por encima de las diferencias, todos somos hermanos e hijos de Dios.

El valor de la oración comunitaria

“Si dos o tres se ponen de acuerdo para pedir algo conjuntamente, mi padre se lo dará”, continúa Jesús. La oración personal tiene un enorme sentido, porque enriquece nuestra amistad con Dios. Necesitamos espacios de soledad e intimidad con él. Pero también es necesario aprender a pedir cosas junto con los restantes miembros de nuestra familia o comunidad. Muchas veces, las peticiones individuales son dispares y si tuviéramos que ponernos de acuerdo, nos costaría pedir todos a una. La plegaria comunitaria revela la unidad, ¡y Dios la escucha con tanto agrado! Cuando pedimos las cosas desde la sinceridad y con un solo corazón, Dios presta especial atención, pues quiere que seamos uno en las peticiones importantes para el bien humano.

Hoy el mundo atraviesa una gran sequía espiritual. Pidamos por las personas que agonizan de sed de Dios. Roguemos para que se llenen los pantanos vacíos del ser humano, hambriento de ternura, de amor, de sonrisas… sediento de Dios.

Y pidamos con confianza, porque quien no confía acaba secándose en la aridez de la desesperanza. Seamos conscientes de que Dios oye la plegaria de muchas voces unidas. Su deseo no es otro que nuestra felicidad y plenitud.

Dios colma nuestro vacío

Muchas personas hemos tenido experiencias vívidas de Dios. Lo hemos sentido a nuestro lado, en momentos difíciles o cruciales de nuestras vidas. Nos ha ayudado, jamás nos ha olvidado. Siempre nos espera, siempre nos socorre. En cambio, nosotros a menudo nos olvidamos de él.

El olvido de Dios nos hace correr, angustiados, inquietos y siempre deseosos de tener más. Nuestro vacío existencial pide ser colmado, y muchas veces lo llenamos de dinero, de bienes, de distracciones y de tantas otras cosas que, en realidad, nunca nos acaban de satisfacer. Ni el poder económico, ni la fama, ni siquiera los logros intelectuales pueden llenarnos como lo hace Dios.

Jesús nos trae a Dios. Se hace presente, de forma muy especial, en la eucaristía. Cada vez que lo tomamos podemos alimentarnos y llenarnos de él. Pero además, nos dice Jesús: “Allí donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo”. Podemos encontrarlo, no sólo en los sacramentos, sino en los demás. En los hogares, en medio de la lucha social por la justicia, en los grupos…, allí donde haya corazones abiertos al amor lo encontraremos.