2008-12-28

La Sagrada Familia –ciclo B–

Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.”
Lc 2, 2-40

Consagrar los hijos a Dios

Los padres de Jesús, como buenos seguidores de la ley de Moisés, cumplen con lo establecido: “todo primogénito será presentado al templo”. María y José, saben que su hijo es obra de Dios y, ante esta certeza, se lo ofrecen. No quieren ser posesivos ni impedir la intervención de Éste en su vida; no quieren ser obstáculo al plan de Dios sobre ese niño y, con humildad, asumen una paternidad directamente delegada por Dios.

Para las familias creyentes de hoy, María y José son un ejemplo. Todos los hijos, aunque engendrados y nacidos de sus padres, son finalmente hijos de Dios y, un día deberán ejercer su libertad para emprender su propio camino. Ofrecer los hijos a Dios es encomendarlos al Padre Creador y contribuir, con el cuidado y la educación, a que estos niños un día lleguen a vivir según la voluntad de Dios para cada persona: floreciendo y dando lo mejor de sí mismos. Por eso la misión de los padres, que ya humanamente es grandiosa, se reviste de un significado aún mayor: todo padre y madre colabora con Dios para que su hijo crezca y alcance su plenitud.

José, el padre

José se convertirá en el padre protector de la criatura. Asume el misterio de su encarnación y, como padre discreto, cuidará con esmero del niño. El silencio de José le ayudará a meditar sobre ese acontecimiento. Dios lo hará padre de su propio hijo y partícipe de un hermoso plan que va más allá de su comprensión. Dócil, acepta la voluntad de Dios.

El resto fiel de Israel

En Israel había un grupo de judíos fieles que anhelaban la llegada del Mesías. Este grupo, que es llamado “resto de Israel”, espera con entusiasmo el gran momento del cumplimiento de las expectativas mesiánicas. Uno de ellos es Simeón, hombre justo y piadoso que aguarda “el consuelo de Israel”. El Espíritu Santo sostiene su fe. Es el hombre que anhela, espera y se alegra de la venida del Señor; un hombre de fe que tiene la total certeza de que el Mesías es el Hijo de Dios. Simeón nos enseña a esperar y a tener fe en la obra salvadora de Dios. Por muchas dificultades que podamos pasar, o por mucho tiempo que vaguemos en la penumbra hemos de tener fe en que, finalmente, la tristeza se convertirá en alegría y las tinieblas se disiparán en una gran claridad.

Simeón y su profecía

Para los cristianos, Jesús aparece como el sol de nuestra existencia. Simeón va al templo, lugar de oración y encuentro con Dios, y allí lo ve. Nosotros, sólo en la medida en que sepamos encontrar un espacio para Dios en nuestra vida descubriremos la grandeza que nos revela: él se encarna en Jesús y nos hace copartícipes de este gran acontecimiento. La experiencia de Simeón es un momento pleno, una auténtica vivencia mística. Está experimentando algo sublime en el momento en que abraza a aquel niño que ha esperado toda su vida. Tanto, que dice que ya puede morir tranquilo; ha culminado todas sus aspiraciones, ha visto al “Salvador, luz de todas las naciones”.

Para José y María, ese momento debió ser revelador. Un anciano entrañable, emocionado, es testigo directo de un acontecimiento extraordinario. La emoción de Simeón debió conmover los corazones de sus padres. En la plenitud de esos instantes, y con especial lucidez, Simeón se atreve a profetizar y dirige a María unas palabras densas, anticipando su futuro sufrimiento y vaticinando así lo que sucederá en la historia de Jesús. Simeón atisba el rechazo del pueblo y la agonía de la pasión. María será testigo de este dolor y “una espada le atravesará el corazón” cuando contemple a su propio hijo en la cruz, agonizante.

Ana, la mujer que espera y anuncia

La profetisa Ana es otra anciana fiel que también aguarda con firme esperanza la liberación de su pueblo. Incansable, Ana no deja de esperar al Mesías que tiene que llegar. Cuando lo reconoce en ese niño que llevan sus padres al templo, prorrumpe en alabanzas y habla a todos cuantos la rodean de él. Es un ejemplo para los cristianos, que también hemos recibido la salvación y la hemos palpado, con la presencia viva de Cristo en los sacramentos. No dejemos nunca de hablar de aquel que está en el origen y centro de nuestra fe.

Ana no se alejaba del templo. Su confianza, puesta en Dios, se ve premiada con creces; la larga espera se convierte en gozo pleno.

Podríamos decir que ese resto de Israel, formado por la familia de Nazaret, Isabel, Zacarías, Juan el Bautista, Simeón, Ana… llega a formar parte de la primera familia de los creyentes en Jesús como el Mesías Libertador. En cierto modo, son los primeros cristianos.

La familia, una realidad sagrada

Hoy celebramos la fiesta de la Sagrada Familia. Es una celebración que ha de resonar de una manera especial en la familia cristiana. Creemos que la familia humana es un proyecto de Dios y que, como tal, es un espacio sagrado para el crecimiento humano y cristiano de aquellos que la forman. La familia no es sólo una entidad jurídica o un pacto convivencial. Es una auténtica vocación cristiana, que tiene como fin, no sólo la procreación, sino la constitución de una pequeña eclesiola en medio del mundo, tal como decía el Papa Juan XXIII. Dos libertades se unen para formar un espacio de cielo en la tierra, como lo hicieron José y María. Los cristianos no hemos de caer en la trampa ideológica de reducir la familia a un concepto estrecho y puramente social, despojándola de su aspecto trascendente. La ambigüedad de ciertas posturas políticas por puro interés electoral lleva a menospreciar la familia tradicional, facilitando y potenciando otras uniones que, por muy legales que sean, desde un punto de vista constitucional y semántico no son equiparables a la familia como siempre la hemos entendido. No caigamos en la petulancia de afirmar que es un descubrimiento de la sociología moderna. Son realidades totalmente diferentes, sin menospreciar otras formas de unión. No podemos caer en esta confusión, como pretenden algunos legisladores.

Para el cristiano, nuestro modelo de familia es la de Nazaret. Es una familia que va más allá de las obligaciones humanas: supieron abrir su casa y su corazón a Dios. La familia es una realidad sagrada que tiene la misión de hacer crecer humana y religiosamente a la persona, y prepararla para el gran devenir de su futuro. Una familia que cumple su misión, afrontando todas las dificultades naturales que pueda encontrar, educará a hijos responsables y contribuirá a armonizar la sociedad y a construir un mundo más justo y solidario.

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