2008-01-20

Este es el cordero de Dios

En aquel tiempo, al ver Juan a Jesús que venía hacia él, exclamó: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo"... “Y yo lo he visto y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios".
Jn 1, 29-34


El cordero, símbolo de una entrega

Con este evangelio, podemos decir que ha culminado la misión de Juan el Bautista de preparar al pueblo judío ante la venida del Mesías.

El Mesías, el hijo del Hombre, el hijo de Dios, ya es un adulto consciente de su tarea ministerial. Juan lo ve llegar y dice de él: “Este es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. ¿Qué significan estas frases? ¿Qué evoca la palabra cordero, más allá de una connotación bucólica?

Juan reconoce que Jesús es el Hijo de Dios. También él esperaba al Mesías; preparaba al pueblo, pero no sabía quién sería el elegido. Aunque conocía a Jesús como primo, ignoraba su dimensión trascendente, su relación con Dios. Por eso dice dos veces, “no lo conocía”, en un sentido espiritual de la palabra.

Después del Jordán, Jesús inicia su ministerio público siendo consciente de que cumplir la voluntad de Dios será un itinerario que pasará por entregar su vida. El que quita el pecado del mundo es el que derramará su sangre, el que se entregará por amor, hasta dar la vida por rescate de todos. Este es el sentido de la palabra cordero. Jesús mismo se entregará como víctima, de la misma manera que en la antigüedad los corderos eran sacrificados para aplacar la ira divina. Pero, esta vez, su entrega será libre y voluntaria, unida a la voluntad de Dios.

Juan, el hombre despierto

Juan se exclama, al ver a Jesús. Vemos en él dos actitudes muy importantes. Una, la de reconocer al hijo de Dios. Los cristianos ya no estamos en esa etapa de expectación, pues sabemos que Jesús ha venido. Pero no siempre sabemos reconocerlo. Él se manifiesta de mil maneras por todo el mundo. ¿Sabemos descubrir la presencia de Cristo en el mundo? ¿Cómo y de qué manera viene a nosotros? Hemos de estar muy despiertos, abiertos a los signos de los tiempos, para darnos cuenta de que Dios habla con un lenguaje diferente al nuestro –el lenguaje del amor, de la caridad, de la generosidad– y en él descubriremos la huella de su bondad en medio del mundo.

Jesús no tiene otra misión que salvar la humanidad; no tiene otro cometido que perder su vida por amor. Sabe que ha de sufrir para rescatarnos del yugo de la esclavitud de todo lo que nos aleja de Dios. Deberá padecer para limpiar nuestras almas y lavar el orgullo que impide que Dios entre en nuestra existencia.

Podríamos establecer un paralelismo entre la vida del cristiano coherente y la vida de Jesús. En nuestro testimonio, los demás han de poder ver que somos seguidores de Jesús de Nazaret. Aunque esto a veces pase por un itinerario de dolor, de cruz. Con nuestro trabajo apostólico, estamos redimiendo el mundo. Estamos llamados a luchar y a trabajar para que en el mundo haya menos pecado, menos egoísmo, menos envidias; para que el mundo gire hacia Dios y no se vuelva contra él.

La humildad de Juan: saber apartarse

Es hermoso constatar la humildad de Juan Bautista. Cuando señala a sus discípulos, “Este es el cordero de Dios”, está cediendo paso a Jesús. Se retira, y deja que Jesús culmine el proyecto de Dios. Juan ha realizado una tarea pedagógica de preparación a la esperanza, y ahora Jesús toma el relevo y convierte la esperanza en alegría y en amor. Por eso Juan, humildemente, se reconoce poca cosa ante él. Asume que su labor educativa ante el pueblo de Israel ha acabado y que Jesús tomará el testigo.

Los padres y los educadores también hemos de ser conscientes que, a veces, hemos de apartarnos para que los otros crezcan. A veces se crean relaciones de dependencia o de sumisión entre padres e hijos, o en las empresas, cuando alguien demuestra capacidades de gestión y se le ponen trabas para que no destaque sobre los otros. Juan se aparta. Los cristianos, también, muchas veces tendremos que apartarnos para que otros retomen con entusiasmo la propagación de la fe.

Hoy, en nuestras eucaristías, a vista de pájaro, vemos que hay muy poca gente joven. Los sacerdotes han de confiar en ellos. Hemos de dejar que la gente joven ascienda, que crezcan en su potencia intelectual, espiritual, de generosidad y de amor. Juan lo hizo. Él se apartó para que Jesús tomara el relevo.

Dar testimonio, prueba de valor

Pero Juan también recibe un don. “He contemplado al Espíritu Santo que bajaba del cielo como una paloma y se posaba sobre él”. En aquel que está bautizando, definitivamente se cumplen las expectativas del pueblo judío. Por fin llega el que tiene que salvar a su pueblo, Israel. Y, de nuevo, lo reconocerá con hermosas palabras: “Yo he dado testimonio de que realmente es hijo de Dios”.

Los cristianos de hoy, ¿damos testimonio, en un mundo en el que nada parece favorecernos? ¿Somos lo bastante valientes? En una sociedad fría quizás no apetece mucho hablar de Dios y testimoniar lo que somos. Sin embargo, esto es muy importante. Si decimos que somos cristianos, si participamos del don eucarístico y recibimos la gracia de los sacramentos; si rezamos y decimos que creemos en Dios, ¿cómo vivimos todo esto de puertas afuera? No puede haber un divorcio entre lo que decimos que somos y lo que manifestamos afuera. ¿Nos es un problema testificar, decir quiénes somos? ¿Damos testimonio de ser cristianos? ¿Reconocemos que estamos aquí porque nos vincula algo trascendente? ¿Creemos realmente que Cristo resucitado está presente en medio del mundo, en medio de la sociedad, en medio de nuestra comunidad? ¿Creemos de verdad que Jesús nos ha cambiado la vida y que, a partir de ahora, todo cuanto hagamos configurará nuestra existencia con la existencia de Jesús?

Es el momento en que el laicado dé testimonio de su fe. Así lo vimos en esa manifestación celebrada en Madrid, hace unas semanas, con el fin de promocionar la familia. Es importante que los cristianos seamos muy conscientes de lo que realmente somos, aunque esto comporte rechazo social.

La exigencia del Cristianismo

Hoy día, vemos cómo crecen las religiones de moda y otras grandes creencias, como el Budismo o el Islam. En cambio, en la Iglesia, parece que cada vez quedamos menos. En Occidente, somos una minoría que decrece. Creo que una de las razones es que ser cristiano es exigente. Seguir una religión a la medida de uno mismo, o crearse la imagen de un Dios que nos permite lo que queremos, es fácil. Muchas seudo religiones nos invitan a fabricar un Dios a nuestra manera. No estamos siguiendo al Dios de Jesús de Nazaret; estamos fabricando nuestra propia concepción de Dios. Y todo cuanto signifique adaptar las exigencias de un Dios que nos va bien, finalmente, rebaja la calidad espiritual de la vocación y del seguimiento a Jesús. No es fácil, por eso somos poquitos. No porque digan que la Iglesia está metida en política, o por otros motivos.

Jesús cambió el mundo, y lo seguirá cambiando. Pero el crecimiento de la Iglesia dependerá de nuestra autenticidad. Nosotros somos herederos de ese legado espiritual y, en la medida en que seamos conscientes de que hemos de transmitirlo, la fe cristiana crecerá.

Somos pocos, entre otras cosas, porque en el fondo nos cuesta identificarnos con Cristo. Venir a misa nos ayuda, y la oración nos fortalece. Pero no puede haber una disociación entre fe y vida pública, entre fe y relaciones civiles. No podemos separar nuestra creencia entre nuestro ámbito laboral y social. Si se produce esta separación, la frialdad religiosa y al alejamiento crecen y nos acaba invadiendo la apatía.

Un reto para el futuro próximo

Entiendo que hoy la sociedad y la cultura nos ofrecen sistemas de creencias muy diferentes, y hemos de respetar mucho las opciones personales de cada cual; nadie es mejor que nadie. Que nadie crea que el marxismo o el budismo son mejores que el cristianismo, o al revés. Hemos de ser personas encarnadas en nuestra cultura, allá donde estamos, en nuestro lugar. No es lo mismo vivir en Sudamérica, que en esta Europa fría. Ahora, más que nunca, los cristianos necesitamos despertar, levantarnos y entusiasmarnos, empujándonos unos a otros para construir nuestro futuro. De lo contrario, ¿qué será de la Iglesia? ¿Qué será de nuestra fe, dentro de treinta o cuarenta años? ¿Habremos pasado el relevo a nuestros hijos y nietos? ¿Qué sucederá con los futuros políticos que no crean?

Nuestro reto es ser capaces de formar a nuestros hijos y jóvenes en la fe. En otros países, en América Latina, es extraordinario contemplar la vitalidad de una Iglesia más joven, de sólo quinientos años, y el gran número de jóvenes creyentes. En Europa, si los adultos no damos testimonio, ¿qué será de los que vienen? Tenemos la obligación de comunicar que, más allá de lo material, hay otros elementos que nos hacen existir y que dan sentido a nuestra vida. No todo es hedonismo, narcisismo, relativismo. No todo es imperialismo ni poder. También existen el amor, la generosidad, la lucha por los derechos humanos y civiles de los más pobres.

Venir a la eucaristía ha de ser un revulsivo extraordinario para llegar a identificarnos totalmente con Cristo. Seamos valientes, intrépidos. Seamos gallardos y tenaces para proclamar lo que somos; para testimoniar que somos cristianos y seguimos a Jesús de Nazaret.

No hay comentarios: