2008-07-27

Cristo, nuestro tesoro

17º Domingo Tiempo Ordinario. Ciclo A
“El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo. El reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas que, al encontrar una de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y la compra”.
Mt 13, 44-52


El final de esta lectura acaba con una pregunta interpeladora de Jesús a las gentes: ¿Entendéis esto? También hoy podríamos preguntarnos: ¿entendemos la parábola reveladora de Jesús, que nos descubre los misterios de su reino?

Jesús utilizó diversas parábolas para explicar el reino de los cielos. Todas ellas son metáforas que hoy, nos ayudan a comprender cómo se instaura el reino de Dios en nuestro corazón.

Un hallazgo de valor incalculable

El reino es comparado a un tesoro enterrado en un campo. El que lo encuentra, corre a venderlo todo para conseguirlo. Así sucede cuando nos encontramos con aquellas cosas que nos hacen vibrar, que nos colman de alegría. El hallazgo del amor de nuestra vida, de la fe, de aquello que da sentido a nuestra existencia, vale más que todos los bienes del mundo. Este tesoro es un don que nos regala el cielo: el mismo Cristo.

Cuando queremos algo intensamente, renunciamos a otras cosas para obtenerlo. Así, vendemos, tiramos o rechazamos ciertas cosas para quedarnos con lo que realmente vale la pena. Y lo hacemos llenos de alegría, porque nada puede compararse a ese tesoro. Del mismo modo, cuando encontramos a Cristo, somos capaces de prescindir o dejar atrás muchas banalidades o falsos tesoros que enturbian nuestro corazón.

Con alegría

Cristo es la perla preciosa que la Iglesia nos brinda cada día. Los cristianos ya hemos encontrado el reino de Dios, el tesoro escondido nos ha sido revelado y la perla nos es regalada sin reservas. ¡Esto es motivo de una profunda alegría!

Pero no siempre mostramos ese gozo ante el mundo. A veces nuestro testimonio es triste y amargo. No manifestamos alegría por el don de la fe y caemos en la tibieza y en la apatía. Ciertamente, no es fácil mantener viva la luminosidad del entusiasmo. Seguir a Cristo y ser fiel a la Iglesia entraña dificultades y perseverancia. Nos cuesta, y es comprensible. Pero estamos llamados a permanecer en una perpetua alegría.

La red echada al mar

La red echada al mar es otra parábola del reino de Dios. La Iglesia, pescadora de almas, boga mar adentro y echa sus redes, sabiendo que el trigo y la cizaña crecen juntos y que sacará del mar peces buenos y malos. Pero la voluntad de Dios es llamarnos y conquistar el corazón de todos. También, y muy especialmente, el de los pecadores. Su amor llega a toda criatura porque no conoce el desamor y no puede dejar de amar a todos sus hijos. ¡Cristo murió por todos! Y Dios es un Padre bueno que hace salir el Sol sobre justos e injustos.

Algunas personas se indignan ante este amor misericordioso e incondicional de Dios. Piensan que es injusto que Dios salve y trate igual a los que han vivido toda su vida de forma ejemplar como a los pecadores, que se han convertido a última hora. Su reacción es similar a la del hermano mayor de la parábola del hijo pródigo, o a la de los jornaleros de otra parábola, que se irritan contra su amo porque da la misma paga a los que comenzaron temprano que a los que se incorporaron a trabajar muy tarde. Tenemos celos y pretendemos que Dios nos ame más por nuestra supuesta fidelidad. ¿Por qué Dios actúa así? Y si Dios ama también a los impíos, ¿vale la pena esforzarse por ser buenos, si al final todos recibirán la misma recompensa?

La lógica divina

Ahondemos en el evangelio, recemos y descubriremos por qué Dios parece derrochar sus dones incluso sobre personas que, a nuestro juicio, no merecen tal trato de favor.

Esta es una visión totalmente enmarcada en una lógica humana, pero Dios no es como nosotros. Su corazón es mucho más grande que el nuestro y la lógica divina rebasa nuestras miras estrechas. Por supuesto, a Dios le gusta que correspondamos a su amor y busquemos la santidad. Como un padre con sus hijos, ama tanto a los dóciles como a los rebeldes, pero desea que todos le amen y vivan en plenitud, y anhela la conversión de los que se alejan de él. No dejará de buscarlos, para que regresen.

Dios espera nuestra respuesta

Como hijos de Dios, estamos llamados a ser pacientes y comprensivos si queremos ayudar a convertirse a los demás. Dios espera sin desfallecer, hasta el último momento, para salvar a su criatura. Y cuenta con nuestra ayuda. En la Iglesia somos multitud, un ejército pacífico con la misión de ir a salvar almas perdidas. Sepamos ser como Dios, superando las barreras de las simpatías o antipatías, los prejuicios y los celos. Ante Dios, todos somos almas desnudas. Sólo nos pide que le amemos.

Todos estamos llamados a ser salvados, pero él espera nuestra respuesta, y no todos respondemos igual. Como el rey Salomón, pidamos a Dios sabiduría, un corazón dócil y capacidad de escucha y de justicia. Necesitamos saber escuchar.

Dios siente tristeza ante el que no le ama y no responde a su llamada. En cambio, siente una enorme alegría por el que sí responde. Al final de los tiempos, hará como los pescadores con los peces: escogerá y desechará. Su voluntad es que nadie sufra ni se condene; su deseo es la felicidad de sus criaturas y la salvación de todos. Está en nuestras manos escuchar su voz.
Él nos llama. Nuestro cometido es responder e identificarnos con su hijo, Jesucristo.

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