“…y tomando los cinco panes y los dos peces, alzó laminada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dios a los discípulos; los discípulos se los dieron a la gente. Comieron todos hasta quedar satisfechos y recogieron doce cestos llenos de sobras”.
Mt 14, 13-21
Estamos en pleno verano y el calor se hace sentir, pero la palabra de Dios, que nos convoca cada domingo, es brisa que refresca nuestra alma, profunda y suave.
En esta lectura tan conocida de la multiplicación de los panes podemos ahondar en cuatro aspectos que nos revelan más dimensiones de la personalidad y la misión de Jesús.
El duelo necesario
Cuando Jesús supo la muerte de Juan Bautista, nos cuenta el evangelio, se retiró a orar en un lugar apartado. El vínculo que unía a Jesús con Juan era muy estrecho. Juan había predicado un reino por llegar, que Jesús hacía presente con su persona. Al saber de la ejecución del Bautista, Jesús sintió dolor y buscó un espacio de calma. Necesitaba un tiempo de duelo para meditar sobre lo ocurrido y su sentido, pues la muerte de Juan, en cierto modo, también presagiaba la suya. Buscaba paz, y por eso se retiró.
Y, sin embargo, no pudo disfrutar de ese sosiego. La fama por sus milagros lo precedía y la gente, hambrienta de Dios, buscó a Jesús y lo persiguió hasta dar con él. De manera que Jesús renunció a su descanso, atendió a las multitudes y curó a los enfermos que le presentaron.
Hambre de Dios
Hoy, la gente también busca a Jesús, aunque de maneras diferentes. Aunque la Iglesia parezca atravesar una crisis y en la sociedad se dé una marcada apatía ante los valores cristianos, en realidad la gente sigue buscando porque necesita a Dios. La necesidad de trascendencia también existe en el hombre postmoderno. Muchas personas buscan y no encuentran, se pierden en el laberinto de su existencia y no hallan el rumbo. Buscan a Jesús porque están carentes, enfermas, sedientas… Vivir sin la trascendencia nos hunde en la pobreza y en la carencia. Los dolores físicos y psicológicos no pueden compararse con el dolor del alma. Si nuestra vida no tiene un sentido trascendente, se nos rompe algo por dentro. Estamos hechos así, somos seres con alma y sólo Dios puede colmarnos.
Dios multiplica nuestros dones
El evangelio sigue narrando. Después de escuchar a Jesús durante horas, la multitud está hambrienta. Los discípulos aconsejan a Jesús que los despida, pero Jesús no puede desentenderse de ellos. Sabe que buscan respuestas y no puede defraudarlos. Entonces pide que le traigan los panes y los peces que un joven lleva consigo.
Los bendice, en un gesto que es una clara evocación de la eucaristía. ¡Qué importante es bendecir! El pan, más tarde, se convertirá en sacramento de su presencia. Y a continuación, pide a sus discípulos que los repartan a la multitud.
Cinco panes y dos peces parecen muy poco para alimentar a miles de personas. También nuestros esfuerzos, hoy, parecen insignificantes cuando nos proponemos contribuir a mejorar el mundo. Sin embargo, Jesús nos pide que aportemos lo que tengamos. Por muy poco que sea, Dios multiplicará su gracia. Si ofrecemos lo que tenemos, ¡Dios da el ciento por el uno! Su generosidad es inmensa, y nuestro pequeño esfuerzo le basta para multiplicar las posibilidades.
Dadles vosotros de comer
“Dadles vosotros de comer”, dice Jesús a los suyos. Y, más tarde, después de bendecir y partir el pan, se lo da a ellos y les encarga que lo repartan a la muchedumbre. Con este gesto, Jesús los está enviando como administradores de su palabra. Es un preludio del sacerdocio de los apóstoles.
La Iglesia tiene la misión urgente y necesaria de dar de comer a la gente. Y no sólo el pan físico, sino el pan de la palabra de Dios. En muchos países donde todavía se dan terribles hambrunas, la Iglesia está allí, paliando la pobreza y alimentando a los desnutridos. Pero el pan que está llamada a distribuir la Iglesia es la palabra de esperanza que el mundo necesita: el mismo Cristo.
Todos comieron y quedaron satisfechos. Nadie quedó con hambre. Dios no es tacaño y puede saciar a todos. Sabe de nuestras necesidades y las satisface con esplendidez. No regatea, su generosidad es infinita. Tanto, que nos dará todo cuanto necesitamos, y aún más, nos sobrará. Dios es así: su magnificencia no conoce límites.
Finalmente, las sobras se recogen para ser repartidas, entre los pobres o entre otras gentes. Nada se pierde.
Y nosotros, los cristianos de hoy, ¿qué hemos de hacer? Ante las dudas y los ataques a la Iglesia y a nuestra fe, las palabras de San Pablo en la segunda lectura (Rm 8, 35-39) nos alientan: nadie nos podrá apartar de Dios. Ni cielos ni tierra, ni ángeles ni potestad alguna; ni la vida ni la muerte. Así es: cuando estamos con Cristo en la eucaristía, en comunión con él, nada nos puede alejar de él. No está a nuestro lado, ¡está dentro de nosotros!, y nadie podrá arrebatarnos el gozo espiritual de su presencia.
Bien alimentados de Cristo, hemos de contribuir para que nadie en el mundo pase hambre de él. Nuestra misión es impedir que nadie se debilite y muera por dentro porque le falta el pan de Dios. Jesús necesita un ejército de miles de creyentes, capaces de salir, entregarse y dar de comer su pan a las gentes. Él nos llama, la respuesta depende de nosotros. Imitemos la generosidad inmensa de Dios.
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