Y María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón. Los pastores se volvieron dando gloria y alabando a Dios por lo que habían visto y oído…
Lc 2, 16-21
Lc 2, 16-21
María, madre de Dios y de la Iglesia
Celebramos hoy la fiesta de santa María, madre de Dios. El misterio de la encarnación de Jesús es posible gracias a su actitud dócil y generosa. En ella se culmina el deseo de Dios para la humanidad. Ella hace posible que la esperanza de su pueblo sea una realidad, no un sueño o un mero deseo.
El sí y la disponibilidad de María la hacen también madre de la Iglesia y de todos los bautizados. María se convierte en imagen viva de la Iglesia de Cristo y su regazo acoge a todos los cristianos.
Admirar y anunciar la buena nueva
La narración de san Lucas, llena de imágenes plásticas, nos revela un profundo contenido teológico. Los pastores, que pasaban la noche al raso, recibieron el anuncio del nacimiento del Mesías. A nosotros también se nos anuncia esta bellísima noticia: Dios ha llegado, encarnado en un niño. No podemos quedarnos en la mera visión estética de aquel hecho histórico. Lo hemos de vivir como el principio de nuestra salvación. La liturgia nos recuerda que hemos de ir más allá de propio recuerdo: hemos de sentir que gracias a ese momento de la historia, nosotros, hoy, somos cristianos; y sin María, José y los pastores, Simeón, Ana y tantos otros, estaríamos vagando, quizás sin esperanza, sin atisbar la luz del amor de Dios.
La Navidad y estas fiestas que celebramos no son sólo hechos repetitivos: son el origen de nuestro ser cristiano. Por eso hemos de ahondar en este misterio. Nuestra vida ha empezado a tener sentido. Como los pastores, hemos de ir corriendo, ilusionados y contentos, a postrarnos ante el misterio del que emana la fuente de nuestra felicidad. La luz de Dios ha entrado en la humanidad, este es nuestro gozo.
Dios nos ha amado y se nos ha dado en un niño. Dice el evangelio que todos cuantos oían hablar de aquel niño se admiraban. Los cristianos de hoy también hemos de alegrarnos, admirarnos y contemplar la belleza de Dios, encarnada en el seno entrañable de una familia humana, la familia de Nazaret.
María nos enseña el valor del silencio
María nos enseña a meditar y a descubrir en el silencio las cosas de Dios. Ante un mundo que ha caído en el culto a la hiperactividad, María nos recuerda a la Iglesia que el ruido y el frenesí nos alejan de Dios. Los cristianos corremos el riesgo de caer en el activismo pastoral desmesurado. La oración, la formación, el silencio y la humildad, aunque no lo parezca, nos harán ser más fecundos. La Virgen es un ejemplo, podríamos decir que es María del silencio y de la escucha. Ella abrió su corazón al misterio divino y contempló un nuevo horizonte al entregarse a Dios.
María sabe interiorizar todo lo que recibe de Dios. Desde el sosiego más profundo y abandonado, disfruta de una paz que sólo puede venir de él. Por eso será llamada Reina de la Paz.
Dios, origen de la paz
Como nos recordaba Benedicto XVI en la jornada mundial de la paz, todos hemos de contribuir a trabajar por los pobres y por los excluidos. Sin un mínimo básico para subsistir con dignidad se hace muy difícil vivir en paz. Por lo tanto, es urgente que nos pongamos en marcha sin demora. En muchas zonas de nuestro planeta las gentes pasan hambre y la pobreza sacude letalmente a millones de seres que viven bajo el yugo de la miseria.
¿Qué podemos hacer los cristianos? En la medida en que nos abramos a Dios, origen de la paz, seremos capaces de contribuir desde la justicia y el amor a que toda persona, por el simple hecho de existir, tenga derecho a los recursos y servicios básicos que le permitan vivir dignamente. Que María, madre de Jesús, príncipe de la paz, nos enseñe desde el silencio a vivir una fraternidad universal.
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