“Todos vais a caer, como está escrito: «Heriré al pastor, y se dispersarán las ovejas». Pero, cuando resucite, iré antes que vosotros a Galilea”.
Mc 14, 1-15, 47.
Tras esta lectura de la pasión y muerte de Jesús, lo primero que nos sobreviene es un gran silencio. Un silencio abismal, como aquel que debieron sentir quienes contemplaban la muerte del crucificado. Un silencio que hace exclamar al centurión: “Verdaderamente, éste era Hijo de Dios”.
Impresiona ver al que ha amado y cumplido la voluntad de Dios colgado y agonizante, sufriendo en la cruz.
La pasión se reproduce hoy
Pero estos días de Semana Santa hemos de ir más allá del aspecto estético de las celebraciones. La pasión y la cruz no son un espectáculo sobrecogedor, sino un auténtico drama humano, que se repite a lo largo de la historia. Es el drama de la injusticia contra aquel que expresa la voluntad de Dios.
Hoy, muchos son los que padecen. En medio de la crisis, vemos a muchas personas afectadas por el paro, familias amenazadas por la pobreza. Aún más: si miramos al mundo, veremos a niños abandonados, a adolescentes sin esperanza, a ancianos maltratados y olvidados, a mujeres que sufren en silencio, soportando su dolor y el de sus familias. En todos ellos se actualiza la Pasión de Cristo.
La pasión no es algo que nos cae lejos, y el mundo a menudo se hace cómplice de tantas situaciones atroces. Es el momento de preguntarse en qué medida cada uno de nosotros está contribuyendo a ese sufrimiento.
El mayor dolor: el daño moral
El drama de Jesús no es sólo la tortura a la que se ve sometido, ni los padecimientos físicos de su condena –los azotes, la corona de espinas, las burlas, las agresiones… Más allá del daño físico y psicológico, Jesús sufre el daño moral y espiritual de sentirse negado, traicionado y abandonado por sus amigos.
La negación de la amistad duele intensamente. “No lo conozco”, dice Pedro, que ha caminado durante tres años con él y ha vivido experiencias profundas y hermosas a su lado. El mismo Pedro que fue rescatado cuando caminaba sobre las aguas; el que lo acompañó al monte Tabor, el que profesó su fe, reconociéndolo Hijo de Dios. Negar esa amistad tan bella debió herir a Jesús en lo más hondo.
También sufre la traición de uno de los Doce. Quizás por diferencia de pensamiento, o porque Judas tenía otras expectativas, tal vez esperaba un Mesías político y batallador contra el poder establecido, este discípulo se alejó de él. Jesús le mostró que simplemente quería hacer la voluntad de Dios, aún pasando por el rechazo y la muerte. Y Judas lo vendió a los sumos sacerdotes. Lo más doloroso es que era alguien cercano, llevaba la bolsa y la economía del grupo; por tanto, Jesús tenía depositada en él su confianza.
Nosotros también causamos pasión
Cuando alguien del entorno más cercano, ya sea amigo, esposo, hermano, compañero, nos traiciona, sentimos esa lanza clavada en el costado y las punzadas de la corona de espinas.
Y, por otra parte, a veces somos nosotros quienes actuamos como Judas. Negadores, hipercríticos, egoístas, olvidamos lo más importante y herimos, no sólo al vecino, sino a nuestro prójimo más cercano, incluso por detrás. Estamos enfermos de críticas. Cuando nos sumamos a la agresión contra alguien, por celos o despecho, estamos causando pasión.
Tal vez rezamos mucho, asistimos a Via Crucis, a procesiones y a liturgias. Pero, si no cambiamos nuestra actitud, estaremos reproduciendo la Pasión. Cada vez que dejamos de ser solidarios, que nos importa bien poco el sufrimiento de los que viven cerca; cada vez que nos cerramos en nosotros mismos, impidiendo que el drama humano de Jesús cale en nosotros, estamos dejando de contribuir a la paz.
Las guerras que azotan nuestro mundo no son sino la suma de miles de pequeños afluentes, ríos de egoísmo que confluyen en un océano de violencia que estalla. Esas pequeñas rencillas personales, en grande, son bombas que desgarran muchas vidas inocentes. Cada uno de nosotros se suma a la guerra cuando no sabe vivir en paz con el que tiene al lado, cuando alimenta su egoísmo y sus odios. De la misma manera, un sencillo gesto de amor y de bondad es el antídoto de la guerra y contribuye a que el bien se vaya instaurando en el mundo. La paz también está en nuestras manos.
Cómo aliviar la Pasión
¿De qué sirve darse golpes de pecho? ¿Qué estamos cambiando realmente en nuestra vida? ¿Nos estremece ver a Jesús clavado en la cruz? ¿Nos dice algo su mirada? ¡No podemos permitir que le sigan clavando, hoy!
La Pasión es el mismo Dios clavado. ¿Cómo aliviar ese dolor? Amando –a nuestro cónyuge, a nuestros familiares, compañeros, amigos. Amando la bondad, la naturaleza, el mundo, la vida.
Más allá de las prácticas religiosas, esta Semana Santa nos invita a la reflexión y a un cambio de vida. No tengamos dobleces, aprendamos a ser más amables, serviciales, honrados, sacrificados por amor. Abandonemos la crítica y las maledicencias, para siempre. Seamos más comprensivos, más santos. Seamos buenos. Nuestro testimonio cristiano es crucial para que el bien cunda en el mundo. La gente se fija en nosotros, y a menudo nos critican, y con razón, porque nuestra actitud y nuestras obras no son coherentes con la fe que predicamos. Por eso no podemos trivializar nuestra presencia en la sociedad. O nos lo creemos y nos comprometemos, o estaremos perdiendo el tesoro que recibimos, y dejando de anunciar un mensaje de esperanza que tantos anhelan.
Ante la cruz, dejemos que el dolor penetre nuestra vida y nos depure, nos sane y nos rescate. Jesús muere para lavarnos con su sangre.
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