2012-02-18

Levántate y anda

VII Domingo Tiempo Ordinario

Entonces llegaron unos conduciendo a un paralítico, que llevaban entre cuatro. Y, no pudiendo entrar por causa del gentío, levantaron el techo por la parte bajo la cual estaba Jesús y por su abertura descolgaron la camilla en que yacía el paralítico. Viendo Jesús la fe de aquellos hombres, dijo al paralítico: Hijo, tus pecados te son perdonados.
Mc. 2, 1-12

Ante el milagro espectacular de la curación de un paralítico, la reacción de los letrados judíos resulta sorprendente. Para ellos es más importante la ley que el bienestar y la salud de ese hombre, considerado pecador. Que Jesús desafíe sus leyes curándolo implica que se abroga el poder de perdonar los pecados y, por tanto, está desafiando al mismo Dios. En la actitud de los escribas se refleja un concepto de Dios como juez implacable y arbitrario. En cambio, Jesús nos revela al Dios compasivo que no desea la enfermedad ni el dolor de sus criaturas. Para alguien como él, lleno de la fuerza de Dios, curar a un enfermo no es difícil. El verdadero milagro no es que Dios pueda curar a un hijo suyo, sino que los hombres creamos que, realmente, Dios nos ama y confiemos nuestra vida en sus manos. Dios nos tiende la mano siempre. Nosotros sólo necesitamos escuchar la voz que nos dice: “¡Levántate y anda!”. El milagro es creer que podemos hacerlo, ponernos en pie y dejar que Dios nos lleve hacia nuestra plenitud.

La búsqueda de sentido

El magnetismo personal de Jesús debía ser impresionante. La gente lo buscaba, pues irradiaba luz, compasión, ternura. Los humildes, los pobres, los enfermos, tenían un lugar privilegiado en su corazón. Jamás los desatendía.
En esta ocasión, el evangelio nos cuenta que todo el mundo sabía que Jesús había llegado a Cafarnaúm y las gentes lo esperaban, ansiosas. Pues Jesús lograba curar, serenar y, sobre todo, dar sentido a la vida de las personas que se acercaban a él. Su presencia conseguía calmar la ansiedad más profunda del ser humano. Y la gente se agolpaba a su alrededor mientras él, con suavidad, les enseñaba la palabra de Dios.
Hoy día, aunque no lo parezca, también hay mucha gente que busca a Dios, incluso entre aquellos que no vienen a misa o no practican. Buscan algo que quizás la Iglesia no les ha sabido dar. Ansían encontrar sentido a su vida. Los psicólogos lo saben bien: las personas se preguntan por uno mismo, por el sentido de su existencia y de la existencia del mundo. Son muchos los que padecen enormes crisis de identidad, y aún más quienes, en el fondo, buscan palabras, gestos, miradas, que les transmitan que su vida es importante, es digna de amor, tiene un sentido. Y muchos son quienes se pierden buscando respuestas.
Estas cuestiones pre-religiosas finalmente convergen en la gran pregunta: ¿existe Dios? ¿Quién es Dios? Y ésta despierta otros interrogantes: ¿Quién es Jesús? ¿Qué sentido tiene la Iglesia? ¿Por qué hay sufrimiento en el mundo? ¿Dónde está el cielo?
Este proceso nos lleva a desnudarnos delante del Ser Absoluto, a quien no vemos.

Liberarnos de la parálisis del pecado

Jesús nos enseña a ser pacientes y a predicar con humildad a quienes están inmersos en esta búsqueda, a la vez que nos llama a estar atentos para descubrir la profunda soledad del hombre de hoy. Su ejemplo nos invita a acercarnos, con ternura, al corazón de tantas personas que necesitan de Dios.
La gente que buscaba a Jesús creía en la capacidad milagrosa de su amor. A fin de verlo y estar cerca de él, eran capaces de cualquier cosa. El evangelio nos narra cómo esos cuatro hombres que llevan al paralítico suben al tejado de la casa donde se aloja y abren un boquete para hacerlo descender ante él. Arriesgan su seguridad y su vida, sin temor, con la certeza de que Jesús curará al paralítico.
Y así será. Jesús admira y elogia su fe. Él sabe que el pecado paraliza e impide la salud espiritual. El pecado inmoviliza a la persona y le impide lanzarse a la aventura de una experiencia nueva: sentir a Dios dentro, sentirse viva, sana, fuerte, llena de vigor y de tenacidad para ir corriendo al encuentro de los demás.

Dos formas de entender la fe

Jesús cura al paralítico. Pero, como siempre, su forma de actuar genera conflictos con ciertos sectores influyentes socialmente. Le echan en cara que actúe de esa manera, atribuyéndose una capacidad que es propia de Dios: perdonar los pecados.
Los judíos no entienden esa especial unión de Jesús con Dios. No comprenden su actitud humanitaria y solidaria, que surge precisamente de su comunión con el Padre. La fuente de su caridad es la sintonía con Dios.
Como podemos observar, en el evangelio afloran dos formas de vivir la religiosidad. Una forma espontánea, abierta siempre a las necesidades de los demás, y otra más puritana y legalista, rígidamente observante de las leyes. Para muchos judíos, esta segunda era la forma de ser fieles a la Torah.
La crítica que recibe Jesús es fuerte. Lo acusan de autoerigirse en persona con la autoridad de perdonar. Un aspecto especialmente delicado para los judíos es el perdón. Para ellos, Dios es el único que puede perdonar. Con sus palabras, Jesús entra de lleno en uno de los temas más escabrosos y colisiona con la visión de los estrictos observantes de la Ley. Su radicalidad hacia Jesús crecerá. Jesús se siente Hijo de Dios y así lo llegará a proclamar. Esta será la principal razón que esgrimirán los fariseos y los sumos sacerdotes para matarlo. Pero Jesús siente, en lo más hondo de su ser, que debe actuar como lo hace, sin miedo.

Levántate y camina

Así, todos los presentes quedan atónitos cuando no sólo demuestra su capacidad para perdonar los pecados, sino que realmente obra el milagro de curar al paralítico. Éste se levanta y camina.
Jesús nos habla también a nosotros. Cuando sufrimos y nos sentimos frágiles y vulnerables, él nos dice: ¡Levántate! Coge tu camilla y anda. Nos invita a recoger todo aquello que nos impide caminar erguidos: lastres, orgullo, resentimientos… Nos dice que seamos valientes y que asumamos todo lo que nos paraliza, levantándonos sobre nuestro propio ego. Nos llama a despertar. Ya estamos salvados por el amor de Dios. Su amor nos perdona y nos sana. Y nos impulsa a caminar, aprisa, para ir al encuentro de otros y ayudarles a levantarse y a liberarse de la peor prisión: la de sí mismo.

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