2012-06-30

XIII domingo tiempo ordinario

“Había una mujer que padecía flujos de sangre desde hacía doce años. …Oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás, le tocó el manto, pensando que con sólo tocarle el vestido, curaría. Inmediatamente, se secó la fuente de sus hemorragias y notó que su cuerpo estaba curado.
…Llegaron a casa del jefe de la sinagoga y encontró el alboroto de los que lloraban y se lamentaban a gritos. Entró y les dijo: “¿Qué estrépito y qué lloros son esos? La niña no está muerta, está dormida.”…
Mc 5, 21-43

La misericordia de Jesús

En su tarea misionera, Jesús inició su itinerario recorriendo las aldeas de su Galilea natal. Eran un marco predilecto, con un especial significado para él. Durante sus predicaciones, se le acercaban muchas gentes, incluso personajes importantes. Su mensaje también caló en la aristocracia rica e influyente de su época, pues su palabra llegaba a todo tipo de personas.
En esta ocasión se le acerca Jairo, jefe de la sinagoga, quien, con humildad, se arrodilla a sus pies suplicándole que cure a su niña, enferma de muerte. Jesús siente el dolor del padre que le ruega con insistencia. Nunca es insensible al sufrimiento ajeno e inmediatamente decide ir a visitar a la niña que está agonizando.
En el camino hacia la casa de Jairo, se encuentra con una mujer que padece flujo de sangre desde hace mucho tiempo. Ningún médico ha podido resolver su problema y ha gastado toda su fortuna para curarse sin conseguirlo. La mujer, asustada, se acerca a Jesús entre la multitud, con la firme convicción de que, sólo tocando su manto, se curará.

Tocar a Dios nos salva

Y así es. Jesús puede afrontar cualquier tipo de enfermedad y sufrimiento, incluso estados de máximo deterioro. La luz divina que impregna su corazón sella el flujo doloroso que aqueja a la pobre mujer. La potencia amorosa de Dios es tal que la aureola de su bondad puede obrar milagros. Con sólo rozar el corazón de Dios, estamos curados y salvados. Para él es posible aquello que no está en nuestras manos. Sólo él puede hacer que cesen los flujos de egoísmo que nos impiden vivir en su amor.
Esta es una de las misiones de Jesús: arrancar de raíz todo aquello que nos debilita y nos impide tener una vida plena y llena de sentido.
Jesús mira a su alrededor para ver quién le ha tocado y la mujer se acerca tímidamente. Ante su humildad, Jesús se conmueve y la mira con ternura; animada por la confianza, ella confiesa lo que ha hecho, abriendo su corazón a Jesús. Y él le dirige palabras que la llenan de coraje y de paz. Elogia su fe: “Tu fe te ha curado”.
La fe en Jesús puede llenar nuestra vida de paz y de salud. El testimonio de la mujer curada se convierte en un revulsivo para la gente que se arremolina a su alrededor.

Dar vida, misión de la Iglesia

Más tarde, llegan a casa de Jairo. Lleno de Dios, Jesús afirma que la niña no está muerta, sino dormida. Dar vida y salud es otra de las grandes tareas de Jesús. No se limita a anunciar el Reino de los Cielos, sino que pone todas sus capacidades y dones al servicio del ser humano para que sea así. Y, en especial, al servicio del que sufre o padece cualquier situación de riesgo. Jesús tiene el don de generar vida, dándola allí donde no la hay, y aún más cuando recibe una petición humilde. Las palabras de Jesús alientan al padre de la niña. “No temas”, es una de las exhortaciones clave de Jesús, cuando se dirige a alguien que sufre.
No temáis, nos dice Jesús, hoy. Porque él puede vencer incluso a la muerte. Nuestra fe y nuestra confianza en Dios harán resucitar muchas cosas dormidas que hay en nosotros. Si puede resucitar a un muerto, ¿cómo no va a poder despertar en nosotros todo aquello que está aletargado? Tal vez nuestro interior duerme, débil y enfermo, porque no recibimos el suficiente alimento espiritual, o porque no dejamos que Dios entre de lleno en nuestro corazón. Jesús sólo nos pide que tengamos fe en él.

Levántate

En casa de Jairo, Jesús hace un pequeño gesto simbólico. Pide le acompañen sus discípulos más cercanos, Pedro, Santiago y Juan, con quienes ha vivido la intensa experiencia en el monte Tabor, donde les ha vaticinado su muerte y resurrección. En la casa hay lloros, ruidos estridentes y barullo. Ante las palabras de Jesús, incluso algunos se ríen. Jesús los echa a todos, quedándose con la niña, su padre y sus compañeros.
Para invocar a Dios son necesarios el silencio, la serenidad y la fe.  Jesús expulsa a los alborotadores para crear un marco adecuado, de confianza y sintonía con Dios, donde poder recibir la inspiración divina. Jesús siempre cuenta con su Padre.
Toma de la mano a la niña y le ordena: “A ti te lo digo, niña, levántate”. 
Levántate. Como Jesús, la Iglesia nos dirige también a nosotros esas palabras. Levantaos, despertad, sacudíos de todo aquello que os hace dormir. Dejad atrás la apatía, la descreencia, la falta de entusiasmo que os sume en una vida de fe mortecina. Jesús nos toma de la mano, nos estira, nos empuja y nos insufla su espíritu para que nos pongamos de pie.
Pasado el letargo, estamos llamados a ser voceros de su reino, anunciadores de la buena nueva. Ha llegado el momento de anunciar con fuerza la bondad de Dios y su misericordia. Dios nos rescata de la tumba del miedo y del silencio temeroso para que gritemos, con todas nuestras fuerzas, que él nos ama, nos cura y nos quiere vivos para entregarnos a los demás.
Cuando Jesús dice a Jairo que den alimento a la niña, está evocando claramente la eucaristía. Una vez nos sentimos vivos, necesitamos comer del pan eucarístico para conservar esa vida eterna que sólo Dios nos puede dar; una vida que va más allá de la muerte porque “nuestro Dios es un Dios de vivos y no de muertos”, y quiere que permanezcamos siempre vivos y gozosos, en su regazo de Padre.

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