2012-10-24

Hijo de David, ten piedad de mí


XXX domingo tiempo ordinario


“Bartimeo, un mendigo ciego que estaba sentado junto al camino, oyendo que era Jesús de Nazaret comenzó a gritar y a decir: ¡Hijo de David, ten piedad de mí! … Se detuvo Jesús y dijo: Llamadle. … Tomando Jesús la palabra le dijo: ¿Qué quieres que haga? El ciego le respondió: Señor, que vea”.
Mc 10, 46-52


Dios nos quiere sanos y libres

Jesús cura al ciego Bartimeo, quien le llama insistentemente y suplica que le ayude. El evangelio recalca su reiterada petición, ante la impaciencia y la rudeza de cuantos lo rodean, regañándolo.

Jesús lo llama pero, antes de curarlo, le hace una pregunta: “¿Qué quieres que haga por ti?” Cuando el ciego abre los ojos, Jesús pronuncia estas palabras, que se oirán muchas veces en el evangelio: “Tu fe te ha curado”.

Es la fe, la fuerza que mueve montañas, la que provoca el milagro. Claro que Dios tiene todo el poder para sanar, pero a menudo, en muchas dolencias humanas, es necesario algo más: Dios nos pide nuestra fe, nuestro querer estar sanos, nuestro deseo de ser libres de la enfermedad. A menudo, para que el bien se desencadene, lo único que hace falta es nuestra voluntad.

El amor de Jesús libera. Sus manos abren los ojos del ciego, sanan su vista y su espíritu abatido en la oscuridad, al igual que sanaban el cuerpo y las almas de tantos enfermos y tullidos que acudían a él. Con su gesto, Jesús revela el rostro afable de un Dios que cuida de sus criaturas y las quiere sanas y libres. Las manos sanadoras de Jesús se convierten en las manos de Dios.

Tres pasos hacia la sanación

Para que se opere la curación, Jesús casi siempre solicita algo del enfermo. No es un acto pasivo, requiere cooperación. Vemos que en la sanación del ciego Bartimeo se dan tres pasos muy claros. En primer lugar, él grita. Clama misericordia. Cuando la persona toca muy hondo en su miseria y enfermedad, cuando roza sus límites y es capaz de aceptar su pequeñez, humilde, es cuando de su boca puede elevarse una súplica. Su grito no es un por qué desgarrador contra el cielo, sino un ¡ayúdame!, ¡ten piedad! Cuando se llega a este punto, es porque comienza a apuntar en su interior una pequeña luz: la confianza.

El segundo paso es levantarse. Cuando Jesús oye que el ciego lo llama con insistencia lo llama. Dios nos llama. Levántate, son las palabras que curan al paralítico. También al ciego le dice: acércate. Ven. Y él da un salto y acude, presuroso. Para sanar no sólo es necesario pedir ayuda, sino dar un paso adelante y correr hacia aquel que puede darte su auxilio.

Finalmente, el tercer paso es una afirmación. Jesús le pregunta: ¿Qué quieres que haga por ti? Dios también pide de nuestro deseo, que éste sea firme, sincero y claro. Cuando Jesús oye la respuesta de Bartimeo se opera el milagro. El invidente ha formulado su petición porque confía que Jesús puede curarlo. Y su fe no se ve defraudada.

La ceguera espiritual

Esta lectura puede interpretarse también en otro plano más trascendente. Hoy, el mayor drama no son tanto las dolencias físicas, como las espirituales. La mayor tragedia es un corazón ciego, sordo y mudo, cerrado. No hay mayor ciego que el que no quiere ver, dice el refrán.

Casi todos los médicos están de acuerdo en que el origen de buena parte de las enfermedades es anímico o emocional. Un corazón que no quiere ver, que no se abre al mundo y a las demás personas, se hunde en una gran tiniebla interior, provocando la peor de las enfermedades. Para abrir el corazón, como los ojos, es necesario seguir el mismo camino del ciego Bartimeo: llamar, responder, confiar. Además, Bartimeo da otro paso. Una vez curado, va siguiendo a Jesús y proclama lo que ha hecho con él. Sin saberlo, se convierte en apóstol y en portavoz del milagro que Dios ha obrado en él.

Los cristianos, que hemos recibido tantos dones espirituales, que lo  tenemos todo para ser sanos de alma y de cuerpo, también debemos recorrer ese proceso y exultar, alegres, proclamando, como el ciego, la grandeza de Dios en nuestras vidas. 

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