III Domingo Tiempo Ordinario -C-
«Le entregaron un libro del profeta Isaías y, desenrollándolo, dio con el pasaje donde está escrito: El Espíritu del Señor reposa sobre mí, porque me ungió para llevar la buena nueva a los pobres; me envió a predicar la libertad a los cautivos, a los ciegos la recuperación de la vista, para libertar a los oprimidos, para anunciar un año de gracia del Señor».
«Le entregaron un libro del profeta Isaías y, desenrollándolo, dio con el pasaje donde está escrito: El Espíritu del Señor reposa sobre mí, porque me ungió para llevar la buena nueva a los pobres; me envió a predicar la libertad a los cautivos, a los ciegos la recuperación de la vista, para libertar a los oprimidos, para anunciar un año de gracia del Señor».
Sentirnos hijos de Dios, raíz de nuestra fuerza
Jesús, abierto al Espíritu, se lanza a su misión. Su fuerza
radica en sus convicciones y en su adhesión total al Padre. Sus palabras y sus
gestos van calando profundamente en el corazón de mucha gente. Todos admiran su
hondura y el contenido de cuanto predica.
Como buen judío, Jesús participa en el estudio y el
conocimiento de la Torah
en la sinagoga, como es costumbre, los sábados. Allí, ante la asamblea de fieles reunidos,
y con voz recia, proclama el pasaje del profeta Isaías. Es un momento crucial
en su ministerio público.
«El Espíritu del Señor reposa sobre mí», dice el texto.
Jesús tiene una conciencia clara de su filiación con Dios y siente que el
Espíritu Santo reposa suavemente sobre su corazón. De aquí fluye toda su
energía espiritual: manifiesta el deseo de aquel que le ha enviado. Su vida y
sus palabras no se entienden sin esta opción. La voluntad de Dios y la libertad de
Jesús convergen en un momento decisivo.
Un mensaje liberador
Recogiendo las palabras del profeta, Jesús las aplica a su
persona. Él ha venido a anunciar a los pobres el evangelio. Lo reciben los «pobres
de espíritu», aquellos cuya única y gran riqueza es Dios. Ha venido a anunciar
a los cautivos su libertad. Aquellos que comprenden su palabra saben que la
libertad humana florece en el amor. Viene a proclamar el año de gracia: todos aquellos que se abren a Dios sinceramente
recibirán gracia sobre gracia.
«He venido a dar libertad a los oprimidos», dice también
Jesús. ¿Quiénes son los oprimidos? Todos aquellos que sufren, que padecen el
yugo de la tristeza, el dolor o un poder que los anula como personas. Esta es
precisamente una de las grandes misiones de la Iglesia : contribuir a la
liberación del sufrimiento humano causado por la opresión.
Cada cristiano está llamado a ser liberador
Los bautizados tenemos la capacidad y los dones necesarios
para reproducir la vida de Cristo. En el bautismo, el Espíritu de Dios también
se posó sobre nosotros. Entonces éramos niños pero, ya
adultos, está en nuestras manos alimentar y acrecentar la vida del
Espíritu en nuestro interior. Cada vez que leemos un texto bíblico, cada vez
que rezamos y nos abrimos a Dios, se cumplen en nosotros las Sagradas Escrituras.
Unidos a Cristo, estamos llamados a una misión redentora. La Iglesia que formamos todos
es heredera de esta gran vocación de Cristo.
El mensaje de Jesús es un anuncio, una buena noticia: Dios
nos ama y nos quiere libres. El evangelio no es un conjunto de normas morales ni
una doctrina rigurosa, sino el gozoso anuncio de nuestra liberación. La
liberación más profunda es soltar las amarras del yo, que es la mayor
esclavitud. Muchas personas, en nombre de la libertad, se lanzan a una vida
centrada en uno mismo; una vida cerrada, endogámica y que acaba asfixiando el
alma. El egoísmo es el gran cautiverio que aflige a la humanidad. En cambio,
abrirse a los demás comporta un gran alivio y liberación. Romper las cadenas
del egoísmo y el narcisismo es otra gran misión de la Iglesia en el mundo.
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