2013-09-13

El cielo se alegra



«En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: “Este acoge a los pecadores y come con ellos”».
Lc 15, 1-32

Los que se creen perfectos 


El evangelio de hoy vuelve a señalar la controversia entre Jesús y los fariseos. Era muy frecuente que se acercaran a Jesús diversas gentes consideradas pecadoras. Eran personas que sentían que algo debía cambiar en su vida e intuían que en Dios estaba la respuesta a su búsqueda. Marginados por su condición de publicanos, tachados de pecadores, acudían a Jesús, que los escuchaba y les hablaba al corazón. 

Los escribas y los fariseos pertenecían a un grupo prestigioso, una clase social alta y de buena reputación. Observantes estrictos de la Ley, llegaban a creerse puros y perfectos, en contraste con los pecadores, y formaban una élite con poder religioso e influencia sobre el resto de sus conciudadanos. Hoy día, este grupo podría muy bien ser el conjunto de los creyentes, los que van a misa, cumplidores con el precepto. La tentación de juzgar y señalar a los demás es la misma. Son estas personas, que no reconocen ningún fallo en su conducta y no creen necesitar la misericordia de Dios, los que murmuran y critican a Jesús. 

La salvación es un regalo


Jesús responde a las murmuraciones con tres parábolas: la oveja descarriada, la dracma perdida y el hijo pródigo. En todas ellas, lo más importante a destacar, más incluso que la conversión del corazón, es la inmensa misericordia y generosidad de Dios. No se trata tanto de esforzarse y ganar méritos para convertirse y volver a él, como de recibir su gracia inmerecida. La salvación es un regalo suyo. Una relación mercantilista, que ofrece favores a cambio de la gracia, no nos garantizará el cielo. El mismo Papa Benedicto XVI lo apuntó en una de sus homilías: el solo hecho de venir a misa y cumplir el precepto no nos asegura la salvación. Dios nos regala su perdón. Más que nuestro esfuerzo, será su amor infinito y su iniciativa lo que nos salve. 

El pastor busca a la oveja descarriada. Cuando la encuentra, la carga sobre sus hombros y comunica con alegría a sus amigos que ya la ha encontrado. Así mismo la mujer, cuando encuentra su moneda perdida, reúne a sus amigas y celebra el hallazgo. El cielo se alegra con cada persona que se convierte, que es hallada y que regresa al amor de Dios. 

Evangelizar con respeto 


La figura del pastor que sale en busca de la oveja perdida nos muestra que los cristianos no podemos quedarnos encerrados en nuestro redil. Hemos de salir más allá de nuestro territorio, proyectándonos hacia fuera y evangelizando con dulzura, con belleza, con hondura; hemos de aventurarnos para ir a los que no conocen a Dios o viven al margen de Él. Pero, en nuestra tarea evangelizadora, nunca debemos forzar la fe. Invitar, ofrecer, regalar, no es colonizar. Jamás hemos de imponernos. Estamos llamados a conquistar, a seducir y a atraer hacia la fe a los demás, siempre con ternura y con un profundo respeto. Tan sagrado es creer como respetar la libertad del otro. La fe no debe imponerse. Antaño, la pedagogía era más impositiva. Algunos tal vez aún recordamos aquella frase: «la letra con sangre entra». En la evangelización no puede ser así. Hemos de educar enamorando. 

La ruptura, el mayor sufrimiento 


La parábola del hijo pródigo nos muestra con claridad cómo es Dios. En esta historia, vemos cómo un joven insensato pide su herencia y dilapida sus bienes. Cuando lo ha gastado todo se queda solo, siente frío y hambre. Alejado de su padre, de su familia, de su hogar, su hambre, antes que de alimento, es un hambre de calor. 

Entre tanto, el padre siempre espera, asomado al camino, día tras día, anhelando que el hijo vuelva. Y el hijo regresa, compungido, y pronuncia aquellas palabras: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. No merezco llamarme hijo tuyo. Acéptame, al menos, como uno de tus criados». El padre lo acoge, lo abraza, lo cubre de besos, lo viste y festeja su regreso. 

El retorno del hijo pródigo es imagen de la conversión. No solo se refiere a una conversión en el sentido moral, de abandonar una vida disoluta o reprobable. El sentido más hondo de la conversión es la reparación de una ruptura. El padre sufre con la ruptura, del mismo modo que Dios sufre cuando el ser humano rompe con él y se aleja, creyéndose superior y pensando que puede prescindir de su amor. 

El hijo mayor de la parábola reacciona de manera agresiva ante la bondad de su padre. Lo increpa con dureza. «A mí, que siempre he estado a tu lado, obedeciendo todas tus órdenes, jamás me has ofrecido una fiesta». Si realmente estuviera unido al padre, se sumaría a su alegría. En cambio, tiene celos. Su actitud también nos interpela. Dios es tan compasivo que, a veces, su misericordia nos indigna. Pero, ¿cómo puede enfadarnos que Dios sea bueno y misericordioso con el pobre, con el pecador? El hijo que no se ha ido de casa está mucho más distante de su corazón. El que estaba cerca, en realidad, está muy lejos. Se enfada: ha roto con él. 

La peor inmoralidad 


A veces tendemos a interpretar el pecado reduciéndolo a cuestiones de moral sexual. Pero también existe la moral social. Peor que la pornografía es el afán de poder. Peor aún que la prostitución es el orgullo y la soberbia. Existe la pornografía del terror, del egoísmo, de la prepotencia, mucho más terrible que la del sexo. Porque esta tiene enormes consecuencias morales. Cuando una persona se endiosa y se olvida de los demás, cuando se convierte en el centro de su propia vida y cae en la vorágine de la codicia, del afán de dinero y poder, ignorando la pobreza y el sufrimiento de aquellos que sufren por su causa, esa persona cae en la mayor de las inmoralidades. Está atentando contra la caridad, la fraternidad, la solidaridad y el bien de las personas. Está rompiendo con Dios. 

Dios también es alegría 


Dios es paz, comprensión y misericordia. Pero también es fiesta y alegría. Se regocija y quiere celebrar la venida de los que se han convertido y vuelven a Él. ¿Sabemos alegrarnos con Él? ¿Estamos en su órbita, sintonizando con su corazón? ¿Perdonamos como él? ¿Somos compasivos? Por supuesto que todos necesitamos convertirnos, pues nunca estamos totalmente limpios de corazón. Pero lo deseamos, y este deseo va acompañado de una misericordia creciente con los demás, especialmente con aquellos que no nos caen bien, con los que nos critican o nos han ofendido, con los que nos desprecian. Cuando lleguemos a las puertas del cielo, no nos reclamarán méritos, sino cuánto hemos amado. Nos abrirán en la misma medida en que hayamos dejado que Dios corone nuestra existencia.

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