23º Domingo del Tiempo Ordinario
…Así pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo. Lc 14, 25-33.
Dios en el centro de nuestra vida
La bondad de Jesús cala en los corazones de quienes le escuchan. En un momento dado, mira a su alrededor y ve a una multitud que le sigue. Entonces se dirige a aquellos que quieren ir en pos de él con una interpelación que no deja de sorprender por su exigencia.
“Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío”. Esta frase suena como un bofetón. Sus palabras se clavan como dardos. ¿Cómo interpretarla?
No podemos leer esta frase de modo literal o fundamentalista. Dios no desea la ruptura de las familias ni el abandono de los deberes de cada cual. No se trata de rechazarlo el hogar, de abandonar a los padres o de romper con nuestro entorno. Eso sí, para quien dice sí a Dios, él se convierte en lo primero en su vida, por delante de la propia familia. La persona que sigue a Dios le abre su corazón para incluirlo y situarlo en el núcleo de su existencia.
La familia
Jesús pide a quienes quieran seguirlo que pospongan padre, madre, hermanos y parentela y sitúen a Dios en el centro de su vida. Esta es la condición necesaria para que se dé una total sintonía con él y una confluencia de libertades –mi libertad, la libertad de Dios– y de voluntades acordes.
Seguir a Dios requiere dejar muchas cosas atrás: todos aquellos lastres que nos impiden acercarnos a él. A veces pueden ser personas, situaciones, cosas que nos atan. La familia puede ser un gran apoyo en la vocación si se alegra por ésta y la comparte. Pero, en ocasiones, cuando se opone, la familia puede dificultar o impedir la fe. En nuestro mundo de hoy los cristianos no son arrojados a los leones, pero sí existen muchas fuerzas sutiles que quieren arrancar la fe de la sociedad y de nuestro corazón. Cuando Jesús dice: “Quien no lleve su cruz no puede ser discípulo mío”, se está refiriendo a esto. Decir sí a Dios puede acarrearnos conflictos sociales y familiares, muchas veces comportará navegar a contracorriente y enfrentarnos a la oposición de muchos.
Es en esos momentos cuando hay que estar dispuesto a dejarlo todo por la vocación. Es entonces cuando debemos recordar que, en el origen de todo está Dios. Él ha querido nuestra existencia y nos ha regalado todo cuanto tenemos: vivir, respirar, los padres, el esposo o la esposa, los hijos, la familia, el trabajo, los bienes que disfrutamos… Todo cuanto tenemos es suyo.
Ignorar a Dios es la gran tragedia del ser humano.
Jesús no quiere que rompamos con nadie; su único deseo es que seamos capaces de amarle con todas nuestras fuerzas.
El mayor obstáculo: uno mismo
Pero a menudo puede suceder que el mayor obstáculo a superar somos nosotros mismos. “Negarse a sí mismo” alude al mayor de todos los impedimentos: el ego. Las personas tendemos a aferrarnos a nuestro concepto de la realidad, a nuestros criterios, nuestro modo de hacer y de comprender el mundo. Somos duros y reticentes al cambio. Nos centramos en nosotros mismos y pretendemos que la realidad se adapte a nosotros o que el mundo gire a nuestro alrededor. Corremos el riesgo de caer en el narcisismo.
Negarse a sí mismo significa volcarse en los demás, especialmente en los más pobres, necesitados de nuestro amor. Negarse a sí mismo se traduce por ocuparse de los otros, por diezmar una parte de nuestro tiempo, de nuestro dinero, de nuestros afanes, para la causa del Reino de Dios.
La sabiduría del corazón
Sigue hablando Jesús con la parábola del hombre que calcula bien antes de echar los cimientos de su torre. Calculemos bien. Es ahí donde entra en juego la inteligencia del corazón. Esa inteligencia no es mero saber abstracto, ni erudición, sino sabiduría. Es la inteligencia del amor que nos permite descubrir la voluntad de Dios. ¿Cómo alcanzar esa sabiduría?
Los niños, con su innata razón natural, nos muestran una maravillosa capacidad para captar las verdades espirituales. El niño intuye esa realidad trascendental que le rodea. Luego, si no recibe la educación adecuada, tal vez su entorno y la sociedad lo despistarán y adormecerán su sensibilidad religiosa. Pero, si ésta se cultiva, crecerá y enriquecerá su vida. Los niños que dan sus primeros pasos en la fe son, en muchos aspectos, auténticos maestros.
La verdadera sabiduría consiste en abrirse a Dios y dejarse llenar por su amor. Del intelecto pasamos a la experiencia. Del puro raciocino llegamos a la vivencia palpable. Los cristianos estamos llamados a ser excelentes, no en estudios, teología, filosofía o conocimientos científicos. El día en que muramos, no nos examinarán de nuestras capacidades intelectuales, sino de nuestra apertura a Dios. Nuestra aspiración es obtener un “diez” en el amor, en el servicio, en la generosidad y en la entrega a los demás.
No hay comentarios:
Publicar un comentario