30 domingo ordinario C - la oración que salva from JoaquinIglesias
30º Domingo del Tiempo Ordinario
En aquel tiempo, a
algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y
despreciaban a los demás, Jesús dijo esta parábola: Dos hombres subieron al
templo a orar. Uno era fariseo, el otro un publicano. El fariseo, erguido,
oraba así en su interior: “¡Oh Dios, te doy gracias, porque no soy como los
demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces
por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. El publicano, en cambio, se
quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba
el pecho, diciendo: “¡Oh Dios, ten compasión de este pecador!”· Os digo que
éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece
será humillado, y el que se humilla será enaltecido.
Lc 18, 9-14
La vanagloria del fariseo
Jesús tiene una gran habilidad pedagógica. A la hora de
enseñar a su gente, se vale de un gran método: la parábola. A través de ella,
instruye y comunica un mensaje a quienes lo escuchan.
En esta ocasión, Jesús quiere recalcar que lo más importante
para un creyente no es tener muchas cualidades como persona, o ser un perfecto
cumplidor. La parábola nos alerta sobre la soberbia espiritual: no creamos ser
mejores por el hecho de cumplir con todos los preceptos.
En esta ocasión, nos describe dos formas muy claras y
antagónicas de dirigirse a Dios: la del fariseo y la del publicano.
El fariseo se vanagloria, erguido y autosuficiente, y agradece
no ser como los demás. Su acción de gracias comparándose con otros no es un
verdadero acto de adoración a Dios. En realidad, se está convirtiendo en un
idólatra de sí mismo.
El fariseo, además, presume de ser un gran cumplidor, de
participar en los rituales de su tradición, de dar el diezmo… El contenido de
su plegaria se centra en exhibir todo cuanto hace. Esta actitud lo aleja del
auténtico sentido de la oración, que es apertura sincera de corazón para
dejarse llenar por Dios. El fariseo ya está lleno, saturado de sí mismo. En su
gesto vemos también un profundo desprecio hacia los demás.
Jesús dirá de él que “no queda justificado”. La comunión con
Dios pasa por el amor, incluso a los que consideramos enemigos o alejados de nosotros,
aquellos que el fariseo llama “pecadores, ladrones, adúlteros”. Pasa por amar,
respetar y dignificar también a éstos. Reducir nuestra fe a meros actos
rituales es empequeñecer el potencial de nuestra adhesión a Jesús.
En qué consiste la perfección
Detrás de ese desprecio también se manifiesta un espíritu
fuertemente crítico. Los que se creen perfectos o superiores son los que tienen
una mayor tendencia a la crítica o a erigirse en jueces de la conducta de los
demás. Ser bueno no es necesariamente ser perfecto; la perfección cristiana
consiste en semejarnos a Dios en aquello más genuino suyo: el amor.
No hay que desmerecer los ritos como experiencias simbólicas
de nuestra fe. Pero hemos de ir más allá de su valor antropológico para convertirnos
en samaritanos del amor.
La perfección no sólo comporta el cumplimiento de las
obligaciones, sino el amor a Dios, “con todas las fuerzas, con todo el corazón,
con toda la mente, con todo el ser”, y en amar al prójimo tal como amamos a
Dios.
La humildad del publicano
Frente a la verborrea y la petulancia del fariseo, el
publicano apenas se atreve a elevar los ojos. Sólo suplica, una y otra vez: “Dios
mío, ten compasión de mí”. Esta es una oración sincera y auténtica, una oración
que Dios ama: la oración del humilde, que se siente pequeño, que sabe que no es
nada, pero que, frente a su misericordia, sabe que se convierte en algo grande,
en hijo suyo.
El publicano se arrodilla en signo de reverencia, en actitud
penitente, y pide la misericordia de Dios. Sólo quien se puede sentir perdonado
y amado puede vivir una gran experiencia de Dios en su interior.
Cuánto nos cuesta a los cristianos venerar a Dios,
reconocernos pecadores y dejar que él entre en nuestras vidas. La mansedumbre
es un valor cristiano muy olvidado en un mundo en el que todo se cuestiona,
incluso la existencia misma de Dios. Sin darnos cuenta, podemos caer en el
orgullo del fariseo. Hemos de estar alerta para no resbalar en esa arrogancia,
¡es tan fácil! Sólo cuando la oración brote del corazón, humilde, se
establecerá una auténtica comunicación con el Creador. Y será casi sin
palabras, con una receptividad total a su perdón y su misericordia infinita.
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