34º domingo del Tiempo Ordinario
En aquel tiempo, las
autoridades hacían muecas a Jesús, diciendo: “A otros ha salvado, que se salve
a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el elegido”. Se burlaban de él también los
soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo: “Si eres tú el rey de los judíos,
sálvate a ti mismo”. Había encima un letrero en escritura griega, latina y
hebrea: “Este es el rey de los judíos”. Uno de los malhechores crucificado lo
insultaba, diciendo: “¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros”.
Pero el otro lo increpaba diciendo: “¿Ni siquiera temes a Dios, estando en el
mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque percibimos el pago de lo que
hicimos; en cambio, éste no ha faltado en nada”. Y decía: “Jesús, acuérdate de
mí cuando llegues a tu reino”. Jesús le respondió: “Te lo aseguro: hoy estarás
conmigo en el paraíso”.
Lc 23, 35-43
Un rey clavado en la cruz
En la escena de la cruz es donde se manifiesta con la máxima
intensidad el amor de Jesús a Dios, su Padre. Su reino vive un momento
culminante en el Gólgota. Pero, ¿qué significa reinado de Dios?
No nos referimos a un espacio físico ni geográfico, sino al
corazón de uno mismo: Dios quiere reinar en nuestro corazón, en nuestra vida
entera. Fijémonos en la figura de este rey: un hombre clavado en la cruz. Es un
hombre que ha puesto el servicio y la entrega a los demás en la meta de su
misión, pasando por el sacrificio y la muerte. Hablamos de una realeza que nada
tiene que ver con la soberanía de las monarquías europeas o de Oriente. ¿Qué
rey acaba en la cruz, condenado por su infinito amor a los demás hombres?
Palpar la crueldad inicua
El texto que nos ofrece el evangelio narra la burla de las
autoridades judías hacia un crucificado. Además de la condena injusta, añaden
la crueldad de la ironía y las chanzas, en el colmo de la iniquidad. No sólo
condenan, sino que se mofan del condenado. Además del dolor físico, que es
enorme, Jesús tiene que soportar el dolor moral ante la bajeza y los insultos a
los que se ve sometido. Ha de sufrir la burla por parte de las autoridades que
lo han condenado, por parte de los soldados, que se convierten en sus verdugos
y, finalmente, por parte del bandido que tiene a su lado. Es el escarnio
llevado al extremo.
¿Era necesario que Jesús pasara por todo esto?
La misión de Jesús: salvar a todos
Cuando se burlan de él, diciéndole que se salve a sí mismo,
Jesús continúa confiando totalmente en Dios. Está abandonado en sus manos. No
ha venido a salvarse a sí mismo, sino a todos, pagando el precio de su vida en
rescate por la humanidad. Esta es su misión: entregar su vida para salvarnos a
todos.
Los dos ladrones reflejan muy bien dos posturas humanas ante
Dios: la postura humilde que acepta a Dios, incluso en medio de las mayores
dificultades, y la otra postura, iracunda, que lo rechaza.
Mirando a Cristo, contemplando su rostro sufriente, el buen bandido
reconoce la inocencia de aquel hombre, al tiempo que admite que ellos, los malhechores,
están pagando por los crímenes que han cometido. Ve en Jesús un hombre bueno,
no violento. Con humildad, le suplica que se acuerde de él cuando llegue a su
Reino. Es el único, entre todos los presentes en el Gólgota, que sabe descubrir
la realeza de Jesús, una realeza que no es de este mundo. Y, cómo no, Jesús le
abre las puertas de par en par porque ve en él un deseo sincero y un corazón
arrepentido. Dios nunca cierra las puertas de su Reino, no condena a nadie,
perdona hasta el último momento, aguarda hasta el último suspiro de la persona,
para abrirle el paraíso.
El mayor amor: dar la vida
El rey que hoy celebramos tiene como trono el patíbulo y
como corona un ramo de espinas entrelazadas. No recibe aclamaciones ni vítores,
sino el rechazo y el desprecio de las gentes. En la cruz, Jesús define el
prototipo cristiano, que muchas veces pasa por el martirio. Su entrega hasta la
muerte es una llamada a ser valientes. Cristo se hace pobre, se apea del poder
y del reconocimiento, para vivir en su propia carne la limitación de la
condición humana y la mordedura del mal a los inocentes. ¿Qué rey estaría
dispuesto a pasar por todo esto por su pueblo?
En la cruz, no tiene nada. Despojado de todo, sólo le queda
una última certeza en su corazón: Dios le ama. Esta certeza le llevará a cumplir
la voluntad del Padre hasta el fin, dando su vida por amor.
El reinado humano acaba aquí. Pero el reinado de Cristo se
culmina con la resurrección, el triunfo del Amor sobre el mal. Todos los
cristianos estamos llamados a vivir la realeza de Cristo, encarnándola en
nuestras vidas.
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