Fieles Difuntos - A from JoaquinIglesias
En casa de mi padre
hay muchas estancias, y me voy a prepararos sitio. Cuando vaya y os prepare
sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que a donde estoy yo, estéis también
vosotros.
Jn 14, 1-6
El paso intermedio hacia la luz
Celebramos hoy la festividad de los Fieles Difuntos, una
fiesta en la que la Iglesia
nos invita a rezar por muchos seres queridos que nos han precedido. Tras la
muerte, ellos transitan por el camino de la luz, ese trayecto que los conducirá
hasta Dios. Esta celebración es la continuidad de la fiesta de Todos los
Santos, es decir, todos aquellos que ya están disfrutando del abrazo eterno de
Dios Padre y ya han entrado en la intimidad más genuina, que es su mismo
corazón. Estos ya están gozando de la poderosísima gloria de Dios.
Nuestros difuntos se hallan en ese paso intermedio, durante
el cual poco a poco se van adaptando a la luz potentísima de Dios, que es fuego
ardiente de amor. Por eso nuestras oraciones y las eucaristías que ofrezcamos
por ellos son necesarias, pues los acompañan en ese proceso y agilizan su paso.
Una respuesta ante la muerte
En esta liturgia, la Iglesia quiere ayudarnos a reflexionar sobre la
muerte, una situación vital que a todos, creyentes y no creyentes, nos
interpela profundamente.
Delante de la muerte nos sentimos desconcertados e
inseguros. Especialmente nos inquieta que un día dejemos de existir. Nos asalta
la cuestión más fundamental: el sentido de la existencia humana, y nos
preguntamos qué hay detrás de la muerte, de ese fino velo que separa la vida
terrena del más allá. Ante este misterio, nos sentimos sobrecogidos e
indefensos.
La muerte marca existencialmente a todas las culturas, desde
la más remota hasta la nuestra, llena de soberbia y orgullo, cuya petulancia
científica cree tener respuestas para todo.
Pero los cristianos encontramos la respuesta en Jesús: en la
resurrección del cuerpo y del alma. Para nosotros la muerte es un paso necesario para un
encuentro en el más allá, el abrazo de Dios con su criatura. Porque Dios nos
ama tanto que nos ha regalado una vida eterna que nos permita disfrutar de su
presencia sin fin.
Nos debe preocupar la vida
A los cristianos no debería preocuparnos la muerte, porque
ya sabemos el final generoso que nos regala Dios, sino que ha de preocuparnos
cómo vivir la vida. Hemos de temer, antes que la muerte, vivir equivocadamente,
al margen de los demás; hemos de temer una vida hinchada de soberbia, una vida
vacía, sin sentido, apagada y sin amor; una vida llena de enfrentamientos en la
convivencia. Hemos de temer lo que nos engaña y nos hace infelices.
Teniendo presente la perspectiva de la eternidad, nuestra
vida puede cambiar y ser mucho más serena y fructífera. Tenemos un tiempo en
esta tierra para hacer el bien, sin temor y sin vacilación alguna.
La victoria de Cristo sobre la muerte es la gran respuesta a
esta cuestión antropológica tan honda: Cristo es nuestra salvación y quiere que
todos se salven y tengan vida eterna, como dice san Juan en su evangelio: “He
venido para que tengan vida, y vida en abundancia”. Vivir como él lo hizo,
“pasar haciendo el bien” y entregando nuestra vida por amor, es el trayecto más
seguro para afrontar la muerte con paz.
Dios nos guarda un lugar
El deseo de Jesús es que no seamos cobardes, que tengamos fe
en él y en Dios Padre, porque en casa de su Padre hay muchas moradas y él nos
hará un lugar. El deseo más genuino de Dios es conservarnos vivos para
permanecer con él. Sólo es necesario nuestro sí para el encuentro definitivo,
el abrazo con él en la eternidad.
Jesús nos dice que Dios nos
tiene un sitio preparado: ya ocupamos un lugar en su corazón. San Pablo nos
dirá también que la resurrección del cuerpo glorioso de Cristo también es
promesa de la resurrección de nuestro cuerpo mortal. Esta es la gran dicha del
cristiano: viviremos para siempre y nos encontraremos con el Padre en el cielo.
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