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Al ver el
gentío, subió Jesús al monte, se sentó y se le acercaron sus discípulos. Él
tomó la palabra y se puso a enseñarles así:
Dichosos
los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Dichosos
los que sufren, porque ellos serán consolados. Dichosos los que sufren, porque
ellos heredarán la tierra. Dichosos los
que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Dichosos los
misericordiosos, porque alcanzarán misericordia. Dichosos los limpios de
corazón, porque ellos verán a Dios. Dichosos los que trabajan por la paz,
porque serán llamados hijos de Dios. Dichosos los perseguidos por ser justos,
porque de ellos es el Reino de los Cielos. Dichosos seréis cuando os injurien,
os persigan y digan contra vosotros toda suerte de calumnias por causa mía.
Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos…
Mt 5, 1-12
Un camino distinto hacia la felicidad
En esta fiesta de todos los
santos leemos el evangelio de las bienaventuranzas. Dichosos son los que… o felices, en otras traducciones. La idea de
fondo que subyace en estas sentencias es una promesa de dicha y felicidad
plena.
En la cultura del antiguo
Israel era tradicional que se pronunciaran bendiciones a los justos que
cumplían la voluntad de Dios, así como maldiciones a los impíos y a los
enemigos. Jesús toma esta forma literaria para proclamar sus bienaventuranzas.
Como todo su mensaje, rompen esquemas antiguos y están impregnadas de novedad.
Cuando oímos la palabra
felicidad, solemos asociarla con el bienestar, el placer, la prosperidad y, en
general, con un estado emocional positivo. Identificamos la felicidad con sus
consecuencias y, por tanto, nos dedicamos a perseguir estos resultados a toda
costa, a veces de forma un tanto interesada y egoísta.
Los antiguos judíos creían que
una vida próspera y feliz era consecuencia de la buena conducta, una especie de
premio que Dios concedía a los justos. Siguiendo este razonamiento, si a una
persona no le van bien las cosas es porque no ha sido justo y Dios le ha
castigado. Por tanto, la felicidad es un pago, una recompensa a la buena
conducta y al cumplimiento de la ley. Esta forma de pensar, por un lado, lleva
a enorgullecerse a aquellos a quienes les van bien las cosas. Y, por otro, no
explica el misterio del dolor, por qué las personas buenas a veces padecen
injustamente o sufren reveses que no se merecen.
Jesús propone un camino
totalmente opuesto a esta mentalidad. Es una paradoja, incluso para nosotros,
los creyentes de hoy. Jesús dice que serán felices los marginados, los pobres,
los sufridos… ¿Por qué?
Jesús mira a sus discípulos
Aunque Jesús habla ante una multitud, estas
bienaventuranzas, señala el evangelista, están dirigidas especialmente a sus
discípulos. Por tanto, son para todos aquellos que lo han seguido a lo largo de
los siglos y también hoy.
Para quienes critican el cristianismo las bienaventuranzas
son una apología de la mediocridad, un consuelo para que los pobres se resignen
a su suerte. Incluso hay quien hace una lectura masoquista de este evangelio.
La consecuencia es que esta forma de pensar es opuesta a la plenitud y a la
dignidad del ser humano, ya que ensalza los valores contrarios.
Pero esta lectura, que se ha extendido mucho
gracias a algunos pensadores célebres, como Nietzsche, se queda en la
superficie y es muy parcial e inexacta. Entender el cristianismo como opuesto
al humanismo es no entender nada de su mensaje. Jesús conoce muy bien la
naturaleza humana, conoce sus anhelos y sus aspiraciones y sabe que, a menudo,
el camino hacia lo que más desea nuestro corazón pasa por una serie de
dificultades y de pruebas.
Jesús no está a favor del sufrimiento porque sí.
Lo que está diciendo a sus discípulos es que, por el hecho de seguirlo y de
predicar el Reino, van a toparse con muchas dificultades. Van a ser pobres, los
rechazarán, sufrirán soledad, llorarán por la incomprensión de los suyos,
incluso serán perseguidos y algunos encarcelados por orden de la justicia.
Jesús está avisando de lo que les espera a sus seguidores. No es un profeta que
“vende” su doctrina con falsas promesas de éxito fácil. Es muy realista y sabe
que tendrán que afrontar muchas pruebas dolorosas.
Poseerán el Reino
Pero, pese a todo, ¡felices ellos! ¿Por qué?
Porque serán saciados, consolados, compadecidos y apoyados. Porque suyo será el Reino de los Cielos. No lo
poseerán como se posee una casa o una tierra, porque el Reino es el mismo Dios,
amor entregado. Serán poseídos y colmados por ese amor. Y ese amor será su
alimento, su paz, su alegría y su consuelo. No podemos leer las
bienaventuranzas separadas del resto del evangelio. Jesús siempre nos habla de
su Reino. Y el Reino es la perla preciosa que vale más que todos los tesoros
del mundo. Por ella vale la pena dejarlo todo, como lo hicieron los discípulos.
Esta perla preciosa, en realidad, es el mismo
Jesús. El mismo que se hará pan, alimento y agua de vida para saciar a los que
creen en él. Los bienaventurados no serán los cumplidores de la ley ni los
afortunados, sino los sencillos de corazón que se han fiado de Dios, que han
creído en él, que se dejan llenar por él.
Y esta felicidad, que pertenece al cielo, no
pensemos que empezará en el más allá, después de la muerte. El Reino comienza
aquí, sobre la tierra. Los santos ―sancti,
beati, en latín― son los felices. Porque han decidido, no tomar, sino dar;
no centrarse en sí mismos, sino abrirse a los demás. Felices de verdad porque
han decidido, no buscar su felicidad egoísta y personal, sino a Jesús. Y,
encontrándolo, han encontrado también la verdadera dicha, el gozo que nunca se
acaba.
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