“La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos y a todos los que encontréis convidadlos a la boda”
Mt 22, 1-14
Una historia de amor al hombre
La relación de Dios con el hombre es una bella historia de
amor. Dios no se cansa de ir en nuestra búsqueda para sentarnos a su mesa. Es
un Dios enamorado de su criatura. Como bien leemos en la lectura del Antiguo
Testamento (Is 25, 6-10), él “preparará para todos los pueblos, en este monte,
un festín de manjares suculentos…”, “Aniquilará para siempre la muerte”,
“enjugará las lágrimas de todos los rostros”. “Aquí está nuestro Dios…
Celebremos y gocemos con su salvación. La mano de Dios se posará sobre este
monte”.
Las escrituras ya nos revelan ese amor apasionado de Dios
por su pueblo escogido, Israel. También arrojan luz sobre cómo es ese reino de
los cielos: allí donde reina Dios es una fiesta donde hay abundancia de bienes,
donde la tristeza, la muerte y el llanto se alejan. Reinan su amor y su
magnificencia. Por eso es comparado con un banquete espléndido.
Es Dios quien nos invita
En el evangelio, Jesús nos explica con parábolas cómo Dios
nos invita a su reino. De entrada, la iniciativa parte siempre de Dios: es él quien
busca al hombre. Nos busca a nosotros. Pero, como el pueblo de Israel, no
escuchamos ni aceptamos la invitación. Los criados son los profetas que salen a
los caminos para hablar a las gentes de la misericordia y el don de Dios. El
mismo Cristo sale a la calle y nos llama a la conversión. Quiere sentarnos a su mesa, a su ágape. Pero,
¿qué sucede?
No tenemos tiempo para Dios. Nos convida, incesantemente,
pero estamos tan metidos en nuestros asuntos, tan ajetreados, tan ensimismados,
que no sólo no oímos, sino que tampoco aceptamos su invitación. Todo son
excusas para no acudir a su llamada. Porque una llamada pide dar un sí, pide
tiempo, dedicación… ¿Estamos dispuestos a responder? Incluso nos molesta que
alguien, en nombre de Dios, nos pueda ayudar a discernir sobre nuestra vida. Como
hicieron los convidados con los criados, los despedimos de mala manera y los
apartamos.
Cuando rechazamos a Dios, el mundo se hunde
Con estas excusas, no nos extrañe que Dios parezca estar
ausente. A menudo nos preguntamos, ¿dónde está Dios? Cuando, en realidad, él
viene a nuestro encuentro cada día pero lo rechazamos, incluso insultamos y
despreciamos a sus enviados. ¡Qué orgulloso se torna el mundo cuando prescinde
de Dios y cree no necesitar de aquel que se lo ha dado todo!
Ese alejamiento de Dios tiene consecuencias devastadoras. La
primera es la frialdad que nos hace insensibles al sufrimiento, al dolor.
Después vendrán otras, que estamos viendo cada día en nuestro mundo de hoy. El
hambre, las guerras y la violencia no son fruto del abandono de Dios, sino
consecuencia de nuestro brusco rechazo a él.
Más allá del cumplimiento de la ley
Pero Dios sigue buscándonos. Envía a sus criados, nos abre
las puertas de su casa y quiere que su mesa esté llena de invitados. Continúa
seduciéndonos, insistiendo, porque nos ama.
En la parábola vemos que, finalmente, logra llenar su sala
de comensales. Quienes escucharán a Dios a menudo serán gentes que, a nuestro
juicio, quizás sean más despreciables, marginadas o incluso pecadoras. Serán
aquellas que, en el fondo, tienen una especial sensibilidad para captar su
llamada. Recordemos que esta parábola está dirigida a los judíos que ostentan
el poder –“fuisteis llamados pero no vinisteis”. Su excesivo legalismo religioso
les cierra el corazón y dejan a un lado la misericordia y la bondad. ¿No creéis
que nosotros, los creyentes de nuestro tiempo, reflejamos a veces esa actitud
de desprecio ante la invitación? Siempre tenemos cosas más importantes que
hacer. Estamos absorbidos por mil asuntos y hemos reducido nuestra fe a una
mera práctica ritualista. ¿No habremos caído en el legalismo judío? ¿No hemos
superado la Torá ?
Cristo revoluciona la ley, llevándola hasta las últimas consecuencias, y la
supera yendo mucho más allá. No quiere perfectos cumplidores de la ley, sino
corazones abiertos llenos de amor y misericordia. Claro que esto es más
exigente que cumplir unos preceptos.
Vestirse de fiesta
Los cristianos acudimos cada domingo al ágape del Señor: la
eucaristía es su banquete. Pero no creamos que por estar aquí ya tenemos el
reino del cielo asegurado. El rey, nos cuenta Jesús, repara en un invitado que
no lleva el traje de fiesta. En realidad, es su corazón el que no se ha
revestido de fiesta, no está limpio ni convertido. Quizás este comensal no ha
venido convencido al banquete. Dios nos quiere libres de toda esclavitud para
participar en su fiesta. Y aquí el autor sagrado nos muestra la relación entre
el sacramento de la reconciliación y la eucaristía. No podemos vivir la
plenitud de la fiesta si antes no hemos perdonado y recibido el perdón. Nuestra
liberación y nuestra pureza de corazón son el vestido de fiesta que nos permite
sentarnos a la mesa con Cristo.
Muchos son los llamados…
Muchos son los llamados y pocos los escogidos. ¿Realmente
los llamados seguimos a Jesús? En la medida que entreguemos nuestra vida a Dios
seremos escogidos por él para anunciar su reino. Y esto supondrá ir a
contracorriente, sortear dificultades y no temer nada, confiando siempre en
Dios.
Los que participamos cada domingo del ágape eucarístico
hemos de salir a los cruces de los caminos. Aunque no lo parezca, mucha gente
está ansiosa de Dios, de ser escuchada, de recibir su amor. Nos lamentamos
porque nuestras iglesias se vacían, pero no damos un paso para anunciar a Dios
fuera de sus muros. No vengamos a misa sólo para escuchar su palabra: vivamos de su palabra. Nuestra misión es
llamar a otros a vivir la experiencia de la amistad con Dios. Sólo de esta
manera llenaremos de comensales nuestras eucaristías.
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