“Y cuando vuelva el
dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores?”Le contestaron: “Hará
morir de mala muerte a esos malvados y arrendará la viña a otros labradores,
que le entreguen los frutos a sus tiempos”. Y Jesús les dice: “¿No habéis leído
nunca en la Escritura :
la piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular, es el
Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro? Por eso os digo que se os quitará
a vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos”
Mt 21, 33-43
Israel, la viña del Señor
En el relato de la primera lectura de Isaías y en el
evangelio la viña es imagen del pueblo de Israel. Para expresar el amor de Dios
hacia su pueblo, la tradición profética del Antiguo Testamento utiliza la
expresión “esposa” al referirse a Israel como amada del Señor: “Voy a cantar en
nombre de mi amigo un canto de amor a su viña” (Is 5,1)
Dios quiere un pueblo fecundo que dé frutos jugosos. En la
primera lectura se nos cuenta que el señor cava, cultiva y siembra su tierra
con buenas cepas. Pero, a la hora de recoger la cosecha, se encuentra con una
amarga decepción: la viña ha dado agrazones. Paralelamente, el profeta explica
que los hombres de Judá son la viña, el plantel preferido del Señor, pero
“esperó de ellos derecho, y ahí tenéis: asesinatos; esperó justicia, y ahí
tenéis: lamentos”.
Isaías se lamenta porque el pueblo escogido se aparta del
camino de Dios y sufre las consecuencias de este alejamiento. Dios ama su
jardín y lo entrega a los hombres para que lo cuiden y lo cultiven. Pero la
ambición y el afán de poder los apartan del deseo de Dios. Los criados que
acuden a recoger los frutos de la vendimia son los profetas que con tenacidad
predican la conversión de su pueblo para que abra su corazón a Dios. Pero el
pueblo de Israel rechaza a sus profetas.
El dueño de la viña envía a su Hijo
La lectura del Antiguo Testamento finaliza con una amenaza:
el señor abandona la viña a su suerte y será devastada por los enemigos. Pero
Dios, en realidad, no deja huérfano a su pueblo. Y en este contexto hay que
situar la parábola de los viñadores infieles que explica Jesús a los sumos
sacerdotes y letrados.
Dios sigue amando a su pueblo a pesar de todo y finalmente
envía a su hijo, pensando que a éste lo respetarán. No es así. Los labradores
piensan que es el heredero y lo matan para apoderarse de la herencia.
Con esta parábola, Jesús está anticipando su propia muerte.
Él es el hijo enviado por el Padre. Los sacerdotes de su pueblo son los
labradores que también lo rechazarán y buscarán su muerte. Jesús les advierte:
el señor de la viña les arrebatará el campo a los labradores y lo entregará a
otros. Y continúa: “la piedra que desecharon los constructores será la piedra
angular”. En estas palabras leemos algo más que el castigo del Antiguo
Testamento. Contienen una promesa: Dios no abandona su viña. Jesús morirá a
manos de su propio pueblo, pero Dios lo resucitará y lo convertirá en piedra
angular de un nuevo edificio: la Iglesia.
Esta será su nueva viña, el nuevo pueblo de Dios. Y ya no se
limitará a Israel, sino que se extenderá por todo el mundo.
La viña del Señor, hoy
Dios nos ofrece un jardín: el mundo. Lo ama y nos lo entrega
para que lo cuidemos y lo cultivemos. Ese jardín también es la humanidad.
Hoy vivimos una época de secularización. Muchas personas
viven al margen de los caminos de Dios y hay una tendencia a apartarlo de
nuestra vida cotidiana. La viña
abandonada cae pasto de las zarzas y la destrucción: esta es una viva imagen de
lo que sucede en nuestro mundo cuando la humanidad se aparta de Dios y decide
prescindir de él. Cuando el hombre mata a Dios y se adueña del mundo, esa
primera euforia, ese endiosamiento, acaba convirtiéndose en sangre y lamentos,
como nos recuerda Isaías. La pretendida justicia degenera en guerra y
asesinatos. Este es el panorama del mundo que ha querido apartar a Dios.
Por eso, más que nunca, los cristianos tenemos una misión.
Hemos de ser labradores del reino de Dios. Hemos de cultivar el campo de la Iglesia , unidos a Cristo,
sacando el mejor jugo espiritual de nuestras vidas. Hemos de trabajar para que
la semilla de la palabra de Dios dé fruto.
El fruto de la vid
Hoy se nos pide a nosotros que rindamos cuentas a Dios sobre
nuestra encomienda de anunciar la buena nueva de su amor. ¿Qué fruto podemos
ofrecer?
Cuántas veces percibimos, incluso dentro de la Iglesia , orgullo y
autosuficiencia. Nos cuesta escuchar. Cuánta gente, en nombre de Cristo, nos ha
hablado, dando testimonio, y hasta convirtiéndose en mártires, derramando su
sangre por amor. Y aún y así no nos hemos convertido. Quizás hoy no matamos a
los profetas, pero sí nos volvemos intolerantes y criticamos en exceso. Nos
molesta que alguien pueda aleccionarnos, o que pueda corregirnos cuando quiere
sacar lo mejor de nosotros.
También nos cuesta estar unidos a la comunidad de la Iglesia. Nos gusta ir
por libre. Olvidamos que Jesús es la vid y nosotros los sarmientos. Sólo unidos
firmemente a él y a los demás podremos dar buen fruto.
Cuidado. ¿Qué hará el dueño de la viña si no somos fecundos?
Se la dará a otros.
No temamos, pero tampoco nos aletarguemos. Dios tiene una
promesa de salvación y nunca se cansará de esperar y de seguir dándonos
oportunidades. Cuando nos abramos a él daremos los frutos tan deseados.
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