Génesis 18, 1-10a
Colosenses 1, 24-28
Lucas 10, 38-42
La primera lectura de hoy es hermosa: nos cuenta cómo Dios visita a
Abraham, en forma de tres viajeros misteriosos, y le hace una promesa: dentro
de un año, tu esposa dará a luz a un niño. Abraham es hospitalario y espléndido
con sus huéspedes. Los recibe en su tienda y les ofrece un banquete. Dios le
responde con la mayor bendición que podían esperar un padre y una madre, en
aquel tiempo: tener un hijo.
El evangelio nos muestra otra escena de acogida en casa de Lázaro, Marta y
María, los amigos de Betania tan queridos por Jesús. Pero aquí vemos que hay
dos tipos de hospitalidad: la de Marta, que se afana por las cosas materiales,
la comida, el servicio, la casa…, y la de María, que sólo tiene ojos y oídos
para el huésped, Jesús. Las dos acogidas son buenas y se complementan. Ofrecer
un entorno agradable y buena comida al invitado siempre se agradece. Somos
corporales y necesitamos techo y pan. Pero María hace más que preparar una
mesa: ella prepara su corazón. Toda ella se entrega para escucharle, albergarle
y recibir lo que él trae. María no da, recibe, y para Jesús esto es todavía más
importante, porque le está recibiendo a él mismo.
En el amor, quizás es más difícil recibir que dar. Y con Dios, ¿cómo
podremos nunca darle suficiente? En cambio, él se contenta con que nos abramos
a recibirle. Como dice san Juan: en esto
consiste el amor, en que él nos amó primero. Dejarse amar, dejarse visitar
y habitar por Dios es el mayor regalo que podemos hacerle.
Una sola cosa es importante, le dice Jesús a Marta, tan afanosa, tan
estresada, queriendo llegar a todo. Cuántas veces los cristianos nos parecemos
a ella. Queremos hacer muchas cosas, queremos abarcarlo todo, somos
perfeccionistas y activistas, quizás un poco para que nos reconozcan, quizás
para sentirnos bien, aunque no lo admitamos. Tenemos buena voluntad, pero nos
olvidamos de lo más importante.
Cuando estemos cansados y agobiados, Jesús nos recuerda este episodio. No os
afanéis tanto. No os multipliquéis. Haced lo que tenéis que hacer, pero con
calma. Una sola cosa es importante. ¿Cuál? Recibirle a él. Acogerle. Hacernos
uno con él. Crecer con él. ¡Dejarnos amar! Desde esa unión íntima y profunda
seguramente saldrán frutos: tareas y apostolados fructíferos y llenos de
sentido. O quizás una vocación diferente a lo que imaginábamos. Pero trabajaremos
de otra manera, no ya para realizarnos nosotros, sino para ayudar en la obra de
Dios. Su obra, y no nuestra hazaña. Desde el amor, sabiéndonos tan amados, y desde
la gratitud, podremos vivir de otra manera, más pacífica y humilde. Más gozosa.
Sin tener que reclamar la atención de nadie ni reprochar a nadie que sea
diferente, que no nos siga o no nos ayude… Cada cual tiene su propia llamada,
única. A quien sabe escucharla, no le falta nada más. Ha elegido la mejor
parte, y no le será quitada.
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