Sabiduría 18, 6-9
Salmo 32
Hebreos 11, 1-19
Lucas 12, 32-48
Las lecturas de hoy nos hablan de la fe. La fe de Abraham y los patriarcas, que salieron de su patria. La fe de los israelitas, esclavos en Egipto, que caminaron hacia la liberación. La fe de los discípulos de Jesús, que lo dejaron todo para seguirle. Entre todas las virtudes, fe, esperanza y caridad, humildad… se dice que todas se pueden pulir y acrecentar después de la muerte. Todas, salvo la fe. Porque en el más allá ya no será necesario creer lo que no se ve: estaremos fuera del tiempo, en la eternidad, ante la luz de Dios.
La fe sólo podemos
alimentarla y construirla aquí en la tierra porque es lo que San Pablo define
tan bien: la certeza de lo que no se ve, la prueba de una promesa todavía no
cumplida. Se necesita valor y generosidad para vivir por la fe, porque
caminamos sin saber lo que nos depara el camino. Seguimos adelante por pura
confianza, porque sabemos de quién nos
fiamos. Cuando nos fiamos de una persona querida, confiamos en ella a ojos cerrados. Pues así es la fe en
Dios: nos fiamos de él sin tener certezas absolutas, sólo porque lo amamos y
queremos creer.
Dios recompensa
enormemente esta fe generosa que no pide seguridades. Jesús explica la parábola
del amo ausente y los criados que, aunque no ven a su amo, se comportan como si
él estuviera, trabajando, siendo justos, irreprochables. Cuando el amo venga,
dice Jesús, los sentará a la mesa y los servirá. Dios nos invitará a su
banquete y él mismo nos servirá: ¡ya lo hace! Cada domingo nos invita a la
eucaristía y, sobre el altar, nos sirve y se sirve a sí mismo como alimento.
¿Qué rey, amo o señor puede hacer más?
Por eso la actitud de fe
es la del hombre fiel que, aunque no vea a Dios, actúa en su presencia siempre.
Vivir en presencia de Dios es vivir conscientes, buscando hacerlo todo con
amor, con excelencia, con espíritu de servicio. Vivir imitando a Cristo es la
mejor forma de anticipar la venida de Dios en nuestra vida. Es lo que Jesús
también llama acumular tesoros en el cielo, tesoros que no se apolillan ni se
pierden. Tesoros que no perecen y que nos dan la vida plena. No temas, pequeño rebaño, porque Dios te
dará su reino. ¡Qué hermosas palabras nos dirige Jesús! Nos llama con
cariño pequeño rebaño porque es
verdad: los fieles en realidad somos pocos. Y estamos acosados por mil
peligros. Pero ¡no tengamos miedo! Estamos en manos de Dios. Nos da su reino,
que es él mismo: vida plena, amor sin límites, gozo desbordante. Sabiendo esto,
no hay razón para el desánimo. Jesús está aquí para ayudarnos y darnos el pan que
nos sostiene: su pan, en este largo camino sobre la tierra.
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